Por Rodrigo Guendelman, conductor de Santiago Adicto de Radio Duna
Esta semana aprendí un adjetivo. Es uno que usó Le Corbusier en 1945 y que esta semana fue parte del título de una reflexión que el arquitecto Carlos Maillet escribió para el Instagram de Santiago Adicto. Indecible. Esa es la palabra. “Le Corbusier decía que un espacio indecible era aquel que alcanzaba una perfección absoluta en la ocupación del espacio…se dirige a los que tienen la misión de conseguir una ocupación del espacio justa y eficaz, la única capaz de poner en su lugar las cosas de la vida y, por consiguiente, de situar la vida en su único ambiente verdadero, aquel donde reina la armonía”, explicaba Maillet.
En buen chileno, ese adjetivo dejó la pelota dando bote para hablar de un libro cuya segunda edición acaba de ser publicada. Me refiero a “Monasterio Benedictino de Las Condes. Una obra de arquitectura patrimonial”, de los arquitectos Patricio Gross y Enrique Vial, que fue lanzado en 1988 y que ahora, luego de 34 años, vuelve a estar disponible, actualizado y con preciosas fotos en color.
La semana pasada, en un íntimo encuentro en plena capilla del Monasterio, se realizó un conversatorio con sus autores y con el hermano benedictino Martín Correa, coautor junto al monje Gabriel Guarda de esa iglesia, como forma de anunciar públicamente esta segunda edición del único libro que existe sobre este este espacio, a mi juicio, el más indecible de todos los que existen en Chile. Tuve la oportunidad, honor máximo en realidad, de compartir unas palabras a los asistentes que, creo, me ayudan a justificar lo que pienso y siento acerca del Monasterio de los Benedictinos. Permítanme, por favor, la mala educación de citar parte de esa reflexión.
“Vuelvo. Cada vez que puedo, vuelvo al Monasterio. Ya sé que es una Abadía, lo aprendí con el libro, pero para mí es el Monasterio. Me gusta la palabra, lo que envuelve, lo que significa (viene del verbo griego monazein, que es vivir en solitario). Me gusta venir solo. Me hace bien. Es mi lugar preferido de Santiago. Me siento en casa. Sé que puedo venir los 365 días del año y que siempre voy a ser bienvenido. Amo la arquitectura de esta nave blanca de hormigón y admiro a sus tripulantes, hombres que estudian, que cantan, que desarrollan sus capacidades, que rezan, que meditan. Vuelvo porque hay algo que encuentro aquí que no está en ninguna otra parte. ¿Es el paisaje del cerro Los Piques y el vínculo con el Apu Wamani, con El Plomo? ¿Es la impronta de tantos arquitectos notables que contribuyeron con humildad y esfuerzo a esta obra? ¿Es el sello de ese gigante del arte que fue Fray Pedro Subercaseaux, Dom (sic) Pedro, que está enterrado a pocos metros? ¿Es la generosidad de haber permitido que aquí descanse para siempre Maya, una extraordinaria niñita que dejó este mundo a los 12 años? ¿Es esa obra maestra que diseñó Marta Colvin y que realizó Pancho Gazitúa, tal vez la escultura más emocionante de Chile? ¿Es el olor a Le Corbusier y a la Bauhaus? ¿Es la hospitalidad, palabra clave para describir a los Benedictinos? No lo sé. Es todo eso y quizás es otra cosa. Aquí me siento acogido. Sin siquiera tener que cruzar palabra con alguien. Sin que haya una invitación formal. Sé que mi presencia y la de todos los que venimos y volvemos es valorada. Me gusta estar aquí. Me gusta volver. Lo necesito. Es terapia. Es placer. Es descanso. Es regalo. Es contemplación. Es belleza. Es la perfección de la austeridad. Y estoy feliz de tener este libro, una prolongación de esta casa que desde esta semana atesoro en mi biblioteca y que me permite estudiar y tener más contexto para, tal vez, entender por qué necesito volver, siempre, al Monasterio de los Benedictinos”.