Por Rodrigo Osorio “Don Rorro”, presidente de la SCD y vocalista de Sinergia
Mis primeros recuerdos del Estadio Nacional tienen que ver con fútbol. Jugadores corriendo sobre una cancha que yo sólo veía en blanco y negro, y de cuyo verdor supe recién cuando tenía seis años y me llevaron a Ñuñoa para algo que nada tenía que ver con deportes: ver al elenco de El Chavo del 8, en un coliseo donde la emoción y las risas inundaban cada pedazo de tablón, apenas unos años después de que esas mismas tablas fueran testigos de los peores horrores que haya vivido nuestro país.
Desde entonces tengo claro que el Nacional también es esa larga historia que lo ha transformado en un espacio de memoria, de asombro, de multitudes vibrando al unísono en torno a la música, con cantos entusiastas que se han quedado grabados en sus muros. Volví a vivirlo en 1987, cuando fui parte de la juventud que se encontró con el Papa Juan Pablo II; en 1990, cuando celebramos la democracia y exigimos justicia en los conciertos de Amnistía Internacional, o en 1993, cuando el show de Michael Jackson me dejó boquiabierto. Luego tendría la fortuna de experimentar en carne propia lo que se siente mirar esas tribunas desde el otro lado, en las ocasiones en que, como artista, pude comprobar que pocas experiencias se comparan con la de pisar ese importante escenario.
Por eso es que no deja de provocar cierta desazón que espacios como este no estén disponibles para la música, y que esta sea una actividad de reserva. Una desazón que pronto deriva en molestia, si consideramos, además, la total carencia de recintos que hay en Chile para eventos de ese tamaño, y el destino inevitable que en ello se refleja, con la música y la cultura en general, puestas siempre como últimas en la lista. Algo secundario, prescindible. Se trate de música local o foránea, de gran o pequeña magnitud, ya sabemos que la fluidez al respecto nunca será la esperada y llegaremos hasta el último segundo con una alta cuota de inseguridad y angustia.
Hoy es por la falta de recintos; ayer, por el abandono en que la cultura fue sumida durante la pandemia, el trato desigual al que se la sometió y las injustificables barreras que bloquearon su correcta reactivación. Todo mientras el sector cultural debe suplicar que el derecho de autor no se elimine en la futura Constitución.
No parece un presente halagüeño, pero no por ello vamos a renunciar a la esperanza de un futuro distinto, en que la cultura, el arte y la creación puedan por fin disfrutar de un trato y enfoque diferentes, con el objetivo de que cada ciudadano y ciudadana pueda acceder a las mejores obras posibles, y en el lugar en que encuentren su máximo esplendor: ya sea una pequeña sala, un prestigioso museo, una humilde plaza o un gran estadio. Como el Nacional.