Por Valentina Verbal, historiadora.

El diario El Mundo informaba el 3 de febrero pasado que 55 universidades españolas han emitido un manual en contra del “sexismo lingüístico”. La nota señala que se trataría de una nueva “obsesión por lo políticamente correcto”. ¿Es esto así? Probablemente, si consideramos que dichas recomendaciones apuntarían a modificar algo, como el lenguaje, que siempre ha evolucionado de manera espontánea, y no a partir de las directrices de algún órgano central. Piénsese, por ejemplo, en los intentos de establecer un idioma universal, o en la fallida gramática española de Andrés Bello. O, incluso, en el hecho de que la Real Academia Española debe, constantemente, incluir nuevas palabras, muchas de las cuales corresponden a vocablos locales o regionales.

El llamado “lenguaje inclusivo” arranca de la confusión del género como sistema de dominación con el género gramatical. En simple, del hecho de que el masculino plural del castellano incluya al femenino no se sigue que los hispanohablantes quieran invisibilizar o subordinar a las mujeres. Pero, además, dicho lenguaje puede explicarse por la eficacia excesiva —por no decir supersticiosa— que se le atribuye al carácter performativo del habla (“el lenguaje crea realidad”, se suele decir). Sin embargo, para despecho de sus promotores, ni el machismo ni tampoco la homofobia o la transfobia cesarán porque se exhorte o, peor, obligue a la gente a hablar de una determinada manera. Además, si creemos en el aforismo romano que dice que “ni los emperadores deben regular el idioma”, dichos esfuerzos serán, de hecho, infructuosos.

En razón de todo lo anterior, quizá no resulte exagerado decir que, fuera del hastío del público, la única contribución que los partidarios del lenguaje inclusivo han conseguido es dar motivos a la derecha radical y a los partidarios de la “incorrección política” para promover un supuesto “derecho a ofender” en contra de las minorías sexuales. La majadera promoción del lenguaje inclusivo prueba, una vez más, que los sectores más fanáticos —de izquierdas y derechas— terminan coincidiendo en su rechazo a la libertad individual. O, como dice el refrán, que los extremos se tocan.