Espacios ínfimos, la imposibilidad para contactarse con el exterior y supuestas torturas. Todo esto ubicado a kilómetros del centro político de Nicaragua, en Managua. Así es descrita la cárcel de El Chipote, centro penitenciario que alberga a criminales tradicionales, pero, más importante aún, es el lugar en que el Presidente del país, Daniel Ortega mantiene encerrados y con nula conexión a sus rivales políticos, incluidos algunos de sus excompañeros de armas en la revolución sandinista, que terminó con la dictadura de Anastasio Somoza.
La infame cárcel volvió a la palestra pública luego de que el régimen Ortega-Murillo decidiera liberar a 220 prisioneros el jueves 9 de febrero en un acuerdo negociado con Estados Unidos, donde podrán permanecer por dos años amparados por su condición de asilados políticos, con la excepción de dos que optaron por quedarse. Sin embargo, Ortega aseguró no estar pidiendo a Washington “que nos levanten las sanciones. No estamos pidiendo nada a cambio”, sino que “es un asunto de honor, de dignidad y patriotismo y de que se lleven a sus mercenarios”, se desligó.
Prueba de ese interés fue su cuestionada decisión de revocar la ciudadanía a los expulsados del país, para luego acrecentar la cifra durante este miércoles y despojar de su nacionalidad a otras 94 personas, entre ellos la escritora y feminista Sofía Montenegro, el periodista nicaragüense Carlos Fernando Chamorro y los escritores Sergio Ramírez y Gioconda Belli –ambos en el exilio actualmente–, todo bajo el cargo de “traición a la patria”.
Desde sus redes sociales, Ramírez aseguró que “Nicaragua es lo que soy y todo lo que tengo, y que nunca voy a dejar de ser, ni dejar de tener, mi memoria y mis recuerdos, mi lengua y mi escritura, mi lucha por su libertad por la que he empeñado mi palabra”, escribió el ganador del Premio Cervantes en 2017.
Legado de una cárcel política
Dora María Téllez, otrora revolucionaria que lucho hombro con hombro junto a Ortega y que luego se convertiría en prisionera política del líder autoritario, relató a El País su dramático paso por El Chipote, quien dijo haber recibido un trato “inhumano” y “torturas psicológicas”.
“La celda tenía ocho metros de altura, que interrumpía un terrado de concreto”, indicó al periódico español. Entre sus castigos estaba el no saber la hora en ningún momento del día, y así se mantuvo durante el año y ocho meses que estuvo recluida en la celda número 1 de la galería de aislamiento de varones. Para intentar descifrar el momento del día en que se encontraba, pegaba su cara a una de las paredes de la habitación de 6x4 metros y miraba hacia arriba, al único ducto de ventilación que tenía la celda, y por donde una “completamente tenue” luz se deslizaba, y que ni siquiera “dejaba ver bien la mano”, pero que era suficiente para hacer una estimación. “Ahora deben de ser las 11″, se decía para sí misma. “Falta poco para el baño”.
Inaugurada hace 90 años y renombrada formalmente como Dirección de Auxilio Judicial (DAJ), la cárcel de El Chipote fue símbolo del terror de la dinastía dictatorial de los Somoza durante sus gobiernos, para luego continuar su legado, pero esta vez dirigido por uno de los líderes de la oposición que lo sacó del poder.
“Dormíamos sobre una colchoneta lisa, sin nada, en el suelo frío. No nos daban toallas, nos secábamos poniéndonos la ropa encima. Eran torturas psicológicas constantes”, detalló la exguerrillera al diario español.
La Tercera conversó con Andrés Pérez-Baltodano, doctor en la Universidad de Carleton y profesor en la Western SocialScience de Londres, quien afirmó que “el valor simbólico de El Chipote tiene que ver con la visibilidad de los prisioneros que ocuparon esa cárcel, a partir de la matanza del 2018 y, sobre todo, después del aprisionamiento de los líderes y candidatos presidenciales de la oposición”.
El académico agregó que, “como toda cárcel nicaragüense, es un infierno, pero no es el único infierno ni el peor, lo que no disminuye el sufrimiento que padecieron los ahora desterrados”, argumentó el nicaragüense, haciendo alusión al estado actual del sistema penitenciario del país.
Tamara Taraciuk, subdirectora para las Américas de Human Rights Watch (HRW), dijo a El Mundo en 2021 que “las brutales torturas que hemos documentado en El Chipote son de las más aberrantes que hemos visto en Latinoamérica en mucho tiempo. Este centro de detención se ha transformado en un emblema de la dictadura de Daniel Ortega, que es típico de un gobierno sin escrúpulos que está dispuesto a todo para aferrarse al poder y aterrorizar a la población”.
Miguel Mora, periodista quien fue precandidato presidencial durante las últimas elecciones, habría recibido “golpes y puñetazos en la cara mientras estaba esposado”, relató a El País la también periodista Lucía Pineda. Ambos fueron detenidos y encarcelados por el régimen sandinista.
Dentro de sus habitaciones, una es conocida por su crueldad. Olama Hurtado, Miembro de la Unidad Nacional Azul y Blanco y excarcelada política, habló ante algunos diputados costarricenses sobre su experiencia en dicho lugar. “Puede que hablar hoy cause miedo por la familia, pero lo que más me asusta es quedarme callada. No tener patria a la que regresar con mis hijos. Conozco bien esas celdas de castigo. Es un mecanismo de terror. Le decíamos ‘La Chiquita’”, consignó el medio Divergentes.
Una réplica de la celda de 2,6 metros de largo por 2,3 de ancho fue exhibida en la Asamblea Legislativa de Costa Rica en 2021. En ella se señala que sus paredes son de color verde con manchas rojas por la sangre de los zancudos que los presos políticos matan a palmazos. Posee dos camarotes de cemento y colchones de esponja, que tienen un fuerte olor a moho. La celda no tiene ventilación y tiene dos agujeros: uno que funciona como una suerte de pileta desde donde sale agua, y otro en el piso, a 20 centímetros de distancia, a modo de baño.