En su taller de calle Lorena, en el cerro Jiménez, Celso San Martín (72) se dispone a fabricar una nueva escoba. Con mango de madera -álamo, roble o raulí- y rama de curagüilla o paja, esta es una de las miles que ha elaborado en poco más de 44 años.
Fue el 7 de agosto de 1977 que él, su padre y sus siete hermanos comenzaron a fabricar y vender escobas. Cuando todo comenzó, en Valparaíso, “mínimo eran 10 las fábricas artesanales”, cuenta. “Ahora, yo seré el último que haga escobas, porque no es comercial. No es para decirle a un hijo: por qué no sigues tú con las escobas. Yo lo hago por hobby, porque tengo mi jubilación”.
Don Checho, como lo apodan algunos, ya pasó la curagüilla por el agua y después por el horno, donde la ahumó con azufre para protegerla de la humedad. Así que ahora coloca el mango -por estos días, de origen chino- en la “armadora”. Una máquina de fierro que uno de sus hermanos construyó a mediados de los 70, antes de echar a andar la fábrica. En la armadora va juntando el mango con la rama. Va girando la escoba, con su pie sobre un pedal, mientras con alambre aprieta cada paja que va integrando.
Antes de ser escobero, Celso trabajaba como albañil, pavimentaba calles y construía muros. Pero después del golpe de Estado -recuerda- “se terminó la pega”. Y él y su familia, que había migrado de Longaví, en la Región del Maule, se quedaron sin trabajo.
Fue entonces cuando uno de sus hermanos tuvo una idea: Segundo, el mayor, había aprendido el oficio en Santiago. Así que propuso que les enseñara a fabricar escobas, para luego venderlas en los cerros de Valparaíso. “Y fue un acierto”, dice Celso.
Así, los San Martín se dedicaron a las escobas. Compraban los materiales en Los Andes y tres de ellos se encargaban de la manufactura. Segundo las armaba -hacía hasta seis docenas por día- y luego Celso les daba forma en “el costurero”: con un dedal en cada mano y dos agujas, atravesaba con una hebra la “chasca” de paja.
Al final, un tercer hermano recortaba con una guillotina el extremo de la escoba, para que quedara pareja, lista para la venta. Ahí entraban los otros hermanos, los vendedores. Cargaban las escobas sobre sus hombros y salían a caminar por los cerros gritando “eeeeescoooobaaaa”. Se hicieron de una fiel clientela.
Nunca bajaban al plan. Allí, en el Mercado Puerto, funcionaba la fábrica más grande de escobas que abastecía a las navieras para la limpieza de la cubierta de los buques. “Esa jodió, porque se modernizaron los buques. También usaban escobas de curagüilla, pero como les cambiaron los pisos, empezaron a usar esos trapos grandes”, explica Celso.
La modernidad también perjudicó a las fábricas artesanales en los cerros. Diez o 15 años después de que los San Martín comenzaron con el taller, aparecieron los escobillones de plástico en el comercio, cuenta Celso. Y la demanda por las tradicionales escobas comenzó a bajar. “Si la escoba valía $ 30, el escobillón $ 10. Ahora compras uno por $ 2.000 y yo vendo la escoba a $ 10.000. Entonces, no hay competencia. Por ningún lado puedes ganar a los adelantos”, cuenta.
Así que el plástico “es lo que nos está matando, la gente compra un escobillón porque es más económico. Los que somos artesanales, en vez de ir pa’ arriba vamos pa’ abajo. Ya no hay gente que trabaje la escoba como yo”.
Ese fue el inicio del fin de un oficio que está por extinguirse. Las fábricas que había en los cerros La Cruz, Las Cañas o Mariposa fueron cerrando. “Ya no existen los otros escoberos. A esa gente la conocí cuando empezamos. Después se fueron quedando en el camino, como mi familia; mi papá, mi hermano. Todos fallecieron. Y yo sigo luchando”.
Desde hace algunos años, Celso ya no solo hebra la escoba; también la arma, la recorta y la vende. Pero cada vez menos, solo cuando le encargan. Camina despacio, como balanceándose, mientras pregona “eeeeescoooobaaaa”. Antes calculaba: después de venderle a una casera, esperaba un tiempo y se daba una vuelta por su casa. Sabía que vendería. Ahora es distinto; con el tiempo le empezaron a pedir escobillones. Así que además de cargar escobas, sumó las de plástico. En algunas ocasiones también ofrece plumeros.
Con los años, el escobero se hizo conocido e incluso inspiró un poema del poeta Claudio Lazcano y una cueca, del grupo La Quinta de Los Núñez. “Caramba, tempranito ya se escucha, caramba, sonando como clarín. Caramba, las escobas van al hombro. Caramba la grita, Celso San Martín”, dice la canción.
Hace siete años tuvo una trombosis en la pierna izquierda, y paró en su momento con las escobas. “Yo había dejado el taller, pero un día mi hijo menor me dijo: ¿Por qué no sigue haciendo escobas? Yo le dije: por mí, lo hiciera. Sí, me dijo, para que tenga un hobby”.
Y Celso retomó el oficio, apoyado por uno de sus hijos, que le hizo la página de Facebook “Escobas Artesanales San Martin”. Así la venta se reactivó, con pedidos incluso desde Coyhaique. Pero con la pandemia y las restricciones ya no pudo ir a comprar materiales a Los Andes. Estuvo siete meses parado. Hace dos semanas retomó, y si bien le han encargado un par, Celso reconoce que su oficio “va a tener que terminar. El único que trabaja las escobas en Valparaíso soy yo. Y aquí no hay una ayuda, no hay nada. A mí me dicen ‘oiga, pero usted es patrimonio’. Yo les digo, ¿y qué gano yo con eso? ¿De qué me sirve el patrimonio? La ciudad es patrimonio y está pa’ la cola”.
Los agricultores ya no siembran la curagüilla, los materiales escasean. “Todo subió”, cuenta. Pese a ello, Celso dice que no va a desistir. Continuará fabricando y vendiendo escobas hasta que su salud se lo permita. Él se siente todavía una persona activa, “sin muchos dolores o enfermedades”. Y así como ha hecho por casi 45 años, continuará saliendo, ya no con 12 o 14 escobas al hombro, sino con tres o cuatro. A probar suerte y recorrer los cerros de Valparaíso.