Florentino Pérez amenazó una bomba de hidrógeno y sólo fue un guatapique chingado. La Superliga europea murió al nacer, porque ni siquiera vio la luz del día y ya le estaban buscando la sepultura. Pero a nadie podía sorprenderle. Cuando las cosas se planifican torcidas, terminan mal.
Es curioso que fuera otro presidente del Real Madrid, Santiago Bernabéu, el gran impulsor de la Copa de Campeones (hoy Champions League) ideada por los periodistas franceses Gabriel Hanot y Jacques Ferrán de L’Equipe en 1955. Y el origen fue casi una anécdota. El año anterior, el Wolverhampton Wanderers, campeón de la liga inglesa, jugó y ganó una serie de partidos amistosos contra los equipos más prestigiosos de Europa. Entre ellos, el poderoso Honved, base de la selección húngara subcampeona mundial en Suiza. Misma selección magiar que había paseado a la inglesa tanto en Londres como en Budapest en 1953.
Los diarios británicos, embriagados por tal demostración, se apresuraron en proclamar al Wolverhampton como “campeón del mundo”. Ahí entraron Hanot y Ferrán. Tal afirmación había que refrendarla con algo más que unos amistosos dispersos, escribieron en L’Equipe. Y nació la Copa de Campeones, cuya primera edición se disputó en 1956. Seis décadas y media más tarde goza de excelente salud y es, por lejos, el torneo de clubes más prestigioso y rentable del mundo.
La Copa de Campeones fue concebida como una competencia abierta y cuyo único fin era ver en la cancha quién era el mejor. La Súperliga de Florentino y los doce millonarios (uno imagina esos capitalistas gordos con frac y sombrero de copa de las viejas propagandas soviéticas) tuvo el camino contrario: primero se pensó en una rentabilidad descomunal, ahí entraba JP Morgan, y luego lo competitivo, si es que eso importaba realmente. Y como los niñatos cabrones de la plaza, los dueños de la pelota, dejaron en claro que “nadie más juega”.
Pero había una pieza suelta, que no era ni la amenazante FIFA, ni la poderosa UEFA. Algo tan simple como el consumidor final, el hincha. Y el hincha, que será muy comprador de camisetas o bufandas y estará bastante amansado para pagar una locura por cualquier boleto, no es un mono amaestrado como los oligarcas rusos, jeques árabes o inversores estadounidenses creen. Y sabe perfectamente qué copas son de verdad y cuáles de cartón. Y no estaba dispuesto a sacrificar un torneo como la Champions, concebido por la más transparente de las razones, saber quién es el mejor, por una liga de prepotentes, cuyo valor deportivo no era mucho mayor que esos cuadrangulares de pretemporada que se hacen en Miami, con grandes clubes y estrellas rutilantes, pero cuyos ganadores son de una estricta irrelevancia.
Cuando los dueños de estos doce equipos se dieron cuenta que ni sus propios hinchas les respaldaban, se empezaron a descolgar uno por uno y la bomba de hidrógeno que Florentino Pérez iba a tirar sobre el fútbol europeo fue perdiendo su potencia en horas, hasta transformarse en un simple guatapique. Como hombre no acostumbrado a las derrotas, Florentino no renuncia al proyecto y sigue con sus maniobras para salvar algo. Seguramente logrará un porcentaje mayor de derechos de televisión por jugar la Champions, o algo así. Pero no mucho más. La Súperliga quedará como una mala idea tan estruendosa como breve.