Ana Luisa Paredes, toda una vida revelando fotografías:
Ana Luisa Paredes (64) ha dedicado más de tres décadas de su vida a la fotografía análoga. Desde la tienda Fotográfica 21, que adquirió en 1984 junto con dos socias, ha visto cómo ha evolucionado el oficio fotográfico desde los tiempos de las cámaras con rollo hasta la era digital. “Era muy rentable”, dice sobre los primeros años del negocio. “Las Polaroid y otras películas instantáneas se vendían como pan caliente”, recuerda.
Sin embargo, el proceso de revelado era lento. “El blanco y negro siempre fue un trabajo manual, muy diferente al color, que con el tiempo se volvió más rápido gracias a la tecnología”, indica. Las modernas impresoras hoy pueden producir 100 fotos en 15 minutos, algo impensable en los años 80.
A pesar de la digitalización, la tienda aún recibe a jóvenes curiosos por las cámaras antiguas -llamadas “vintage”- encontradas en sus casas. “Quieren saber cómo funcionan y piensan que la foto va a salir de inmediato”, dice. Ella, con paciencia, les explica el proceso y el encanto del revelado.
La llegada de la tecnología digital transformó el negocio: “Tuvimos que adaptarnos, comprar la tecnología y cambiar la maquinaria”. A pesar de ello, decidieron conservar el equipo antiguo “por amor al arte” y así satisfacer a los fieles clientes de lo análogo.
El revelado de fotos es un arte en sí mismo: “El color se procesa en máquinas que lo arrastran por químicos hasta salir seco. El blanco y negro sigue siendo manual, en espiral y tanque sellado, a oscuras. Es un proceso meticuloso y emocionante”.
Ana Luisa lamenta el posible fin de los químicos para revelado, por la preocupación medioambiental. “Trato de usar la menor cantidad de agua posible. Me da pena lavar mucho rato los negativos”.
Dice, además, que el declive comenzó en los 90. “Antes había 20 locales en la galería, ahora solo tres”. Sin embargo, asegura que seguirá resistiendo. “Pienso estar aquí hasta que se venda el último rollo”.
Dice también que la digitalización ha simplificado y acelerado el proceso fotográfico, pero ha perdido parte de su magia. “Antes, regalar una foto enmarcada era común. Si antes venían 50 personas, hoy vienen 10″, comenta la dueña de Fotográfica 21, a pasos del metro Santa Lucía.
Ella ha dejado de revelar en blanco y negro, delegando esa tarea a un colaborador. “Me cansé, ya no tengo la misma energía de antes”, confiesa. Aun así, a veces lo hace por el puro placer del oficio.
Para Ana Luisa la fotografía es un arte que no debería morir. “He visto a personas emocionarse hasta llorar al ver fotos antiguas. La fotografía análoga tiene una durabilidad que la digital no ofrece. Las fotos digitales se desvanecen con el tiempo, pero las químicas de antes pueden durar años sin deteriorarse. Es algo comercial, para que sigas comprando”, plantea.
La tienda de Ana Luisa sigue siendo un refugio para los amantes de lo análogo. “Aquí en la galería quedamos pocos con laboratorio, pero seguimos manteniéndonos”, insiste. Aunque la competencia con las empresas digitalizadas no ha sido fácil, clientes de todas las edades y comunas siguen realizando pedidos. “Tengo una clienta de 90 años que viene desde Puente Alto a revelar su rollo. No quiere saber nada de las cámaras digitales”.
“Este oficio es un arte, y el arte no puede morir”, concluye.
Jorge Marabolí y su sobrevivencia en la encuadernación manual:
A sus 57 años, Jorge Marabolí ha sido testigo de la transformación del mundo de la imprenta. Él mismo recuerda que comenzó su oficio de encuadernador casi por accidente: “Aprendí mirando cómo se hacía la revista de mi hermana mayor”, recuerda. En aquellos días su hermana editaba una revista de tributo y contabilidad, y Jorge, siendo un adolescente, se ofreció para ayudar. “Empecé repartiendo estos materiales cuando tenía 16 o 17 años. Luego me interesé en cómo se llevaba el material a la imprenta para diseñar la revista”, dice.
La impresión en esos años era un proceso meticuloso. “Todo se hacía de manera manual. Las letras se hacían con metal en máquinas tipográficas”, explica. Este método, aunque lento y laborioso, era considerado un arte. “Tenías que saber tipografías y todo. Pasaba por un proceso superlindo”, dice sin esconder su nostalgia.
Con el avance de la tecnología el oficio de encuadernador experimentó cambios significativos. “La tecnología ha hecho los procesos más rápidos, pero también ha afectado el oficio tradicional”, comenta. La llegada de los computadores y las planchas de fotomecánica modernizaron todo el proceso. “Ya no era necesario revelar películas, ahora las planchas salen listas para ser usadas en las máquinas de impresión de múltiples colores. Esto aceleró todo, pero también eliminó muchos puestos de trabajo”.
Jorge recuerda cómo la imprenta en la que trabajaba pasó de tener 30 empleados a solo dos o tres. “Yo, por ejemplo, tuve que aprender a manejar las máquinas modernas, pero muchos de mis colegas no se adaptaron y quedaron fuera”.
A pesar de los beneficios de la modernización, Jorge lamenta la pérdida del toque artesanal en el oficio. “Antes se hacían cosas manuales con mucha dedicación, como las tarjetas de visita que se imprimían y luego pasaban por un proceso especial para crear relieves. Los libros se cosían a mano, se hacían empastes y se doraban al fuego”, explica. “Hoy en día las imprentas digitales hacen el trabajo en minutos, pero se ha perdido esa magia, ese toque artesanal”.
Jorge tuvo que reinventarse para seguir siendo relevante en su profesión. Aunque ha logrado adaptarse al mundo de la maquinaria digital, extraña el proceso artesanal: “La clave fue subirme al tren de la modernidad, algo que muchos no hicieron y por eso quedaron fuera”.
A pesar de todo, mantiene la esperanza de que el oficio artesanal pueda coexistir con las nuevas tecnologías. “Me gustaría que se mantuviera el oficio artesanal y que no todo lo hagan las máquinas”, expresa con optimismo. Sin embargo, reconoce que es un desafío en un mundo cada vez más digitalizado. “La misma lectura se ha perdido; antes la gente compraba revistas y libros, ahora todo está en internet”.
Pese a todo, Jorge es optimista sobre el futuro de su oficio: “Creo que hay un espacio para el trabajo de calidad. Las grandes editoriales siguen haciendo libros con buenos materiales y técnicas, aunque sea en menor cantidad”.
Lorena Iglesias y el oficio que sus padres comenzaron en 1958:
En el corazón de una ciudad bulliciosa como Santiago existe un refugio para aquellos que aún creen en la durabilidad y el valor de las cosas bien hechas. Lorena Iglesias, una mujer enérgica y apasionada, trabaja en el negocio familiar: un taller de reparación de ollas que ha resistido el paso del tiempo y las tendencias desechables de la modernidad. Fundado en 1958 por sus padres, el taller ha sido testigo de la evolución de las tecnologías y los cambios en los hábitos de consumo, pero ha mantenido su esencia: la reparación y la reutilización como un arte y una necesidad.
“Mis padres iniciaron este negocio en 1958″, cuenta Lorena, con una mezcla de orgullo y nostalgia. “Lleva abierto 66 años”. Desde su infancia ha estado inmersa en el oficio, aprendiendo los secretos de la reparación de ollas y la importancia de mantener la calidad en cada trabajo. “He trabajado toda mi vida aquí, por media hora no nací acá”, dice.
Los años 80 y 90 fueron épocas doradas para el negocio. “En esa época las ollas eran muy buenas, gruesas y resistentes”, explica. “Llegan ollas de hace 50 años o más, y todavía tenemos repuestos para ellas”. Sin embargo, la irrupción de productos importados de bajo costo y la mentalidad de usar y tirar han impactado fuertemente el negocio. “Hoy en día todos los importadores traen ollas de China sin repuestos”, lamenta. “Si una pieza se quiebra, la gente no debería comprar una olla nueva. Por eso el planeta está como está, pidiendo auxilio”.
A pesar de los desafíos, el taller, también conocido como “La Casa de la Olla a Presión”, ubicado en calle Tenderini, ha sabido adaptarse. “Hasta 2019 teníamos un staff completo, pero el estallido social y luego la pandemia nos golpearon muy duro”, admite. Sin embargo, el negocio ha sobrevivido gracias a la propiedad del local y la decisión de reducir el personal. “Siempre hay que reinventándose”, reflexiona.
El proceso de reparación en el taller de Lorena es meticuloso. “Dividimos el trabajo en dos partes: lo que se puede hacer en el momento y lo que requiere más tiempo”, explica. Las reparaciones más complicadas pueden tardar hasta dos días, asegurando que cada olla quede probada y reparada correctamente. “Tenemos repuestos para todos los modelos, antiguos y nuevos. Tratamos de darles servicio a todos”, dice.
Para Lorena, la reparación no es solo un negocio, es una forma de preservar recuerdos y darles una segunda vida a objetos valiosos. “La reparación mantiene la historia viva”, sostiene. “Cada cosa tiene su recuerdo. Antes, cuando te casabas, la gente te hacía regalos significativos que podías recordar. Hoy en día todo es desechable”.
A pesar de las dificultades y los cambios en el mercado, Lorena sigue confiando en la relevancia de su oficio. “Mis hijos tienen miedo de que esto vaya a desaparecer, pero yo confío en que siempre habrá gente que quiera reparar sus cosas”, dice con determinación. Aunque sus hijos no están involucrados directamente en el negocio, ella espera que el taller continúe siendo un refugio para aquellos que valoran la calidad y la durabilidad.