Las cicatrices urbanas de la pandemia
Los rostros de muchas ciudades, a lo largo y ancho del planeta, han mutado a causa del impacto del Covid-19. En casos como Santiago, durante la pandemia restaurantes y bares han debido poner sus mesas en terrazas, mientras que se ha visto un aumento de la actividad deportiva al aire libre. Sin embargo, hay urbes como Nueva York donde ya se respira un nuevo momento, con ciudadanos vacunados y sin mascarillas, muy pocas restricciones y calles que ahora son completamente peatonales.
Santiago
La porfía podría estar en el escudo de armas de la Fuente Alemana de Plaza Italia, hoy rebautizada como Antigua Fuente: durante sus 53 años de vida jamás le dieron espacio al ketchup en su menú. Tampoco lo hacen ahora, pues les basta con su inconfundible mostaza para acompañar sus sándwiches, desde el lomito hasta el rumano. Lo que sí incorporaron hace poco es tocino, ingrediente que debutó al mismo tiempo que el recinto ingresó al rubro de la comida a domicilio.
Es una pequeña concesión, si se considera que el obstinado local no bajó la guardia durante la pandemia y que sigue funcionando en Alameda con Vicuña Mackenna. Antes, como se sabe, había sufrido daños colaterales tras las manifestaciones del estallido de octubre de 2019. Hoy, con una cuarentena en Fase 1 que la acorrala desde hace semanas, el local se mueve al ritmo de los alimentos remotos. Es la salida de emergencia de una parte no menor de la gastronomía santiaguina y en esta nueva realidad la contienda acostumbra a ser desigual: sobrevive el que mejor se adapta. O el más “porfiado”, en palabras de sus gestores.
“Es una tenacidad entendida en el mejor sentido”, explica Claudio Siri, uno de los socios de la ex Fuente Alemana, hijo de uno de los hermanos fundadores en 1968. “Hemos progresado en el tiempo gracias a esa persistencia. Quizás no somos muy creativos o geniales, pero sí porfiados. Esto significa cuidar nuestro boliche y aguantar lo que viene”, recalca quien antes de la pandemia trabajaba en la sucursal de Pedro de Valdivia.
En medio de la crisis sanitaria, los dos primos Siri separaron aguas con los otros socios del restaurante, cambiaron el nombre del local original y enfilaron por el nuevo rumbo, no sin antes consultar a sus padres. “Son una especie de consejeros. Tienen más de 80 años, confían en lo que hacemos y han dejado en manos nuestras muchas cosas, empezando por las aplicaciones, los pedidos por internet y todo eso”, explica Siri.
El mundo en modo delivery adoptado por el restaurante es un síntoma de los cambios experimentados por la ciudad desde que el 18 de marzo de 2020 se decretó la pandemia. La costumbre de comer en los locales cedió paso a las entregas vía aplicaciones y a la economía de plataformas, término técnico para los oficios que responden al pedido de un clic.
Pero además de la ubicua telealimentación, hay sectores de la ciudad que han ido incorporando un singular panorama de mesas y servicio a la vereda o incluso a la calle. En medio del paréntesis de la Fase 1 en parte de la Región Metropolitana, hay que recordar que hasta hace pocas semanas el barrio Italia era una vitrina de sobrevivencia culinaria. De igual forma que en la zona de Av. Brasil o el barrio Yungay, las mesas le quitaban terreno a la calle para que los comensales disfrutaran de una carta a la que se accedía por asépticas vías.
Uno de esos locales es The Jazz Corner, donde todo se pide a través de los códigos QR instalados en las mesas encaramadas sobre el asfalto de Santa Isabel con Av. Italia. “Gracias a las asociaciones gremiales de Plaza Italia y a estamentos intermedios de la Municipalidad de Providencia logramos que, por ejemplo, un sector de Av. Italia se vuelva peatonal los días viernes a partir de las 18 horas”, comenta Álvaro Gómez, dueño del local inaugurado en 2013, en ese tiempo junto a su socio y músico Cristián Cuturrufo, fallecido debido a complicaciones del Covid sólo hace tres meses.
Gómez no oculta que la gestión en pandemia ha sido cuesta arriba, pero al mismo tiempo cree que la urgencia es madre de la creatividad. “Estoy seguro de que mucha gente va a preferir desde ahora en adelante quedarse en las mesas de afuera, evitando las restricciones propias de un recinto cerrado, como fumar, por ejemplo. Va a haber un evidente cambio de hábitos y se aplica la frase de ‘la necesidad crea al órgano’”.
“Uno esperaría que la emergencia sanitaria dé paso a más calles peatonales o semipeatonales. En el sector del barrio Italia debería ser así, de la misma forma que pasó alguna vez con la calle Valparaíso en Viña del Mar”, reflexiona el dueño de The Jazz Corner.
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No todos se golpean contra las restricciones en el nuevo mapa urbano pandémico. Hay algunos sectores de la población que se han sacado el velo y han mostrado el rostro completo. Los más evidentes son los ciclistas. O mejor dicho los nuevos ciclistas.
“Debido a las restricciones de las cuarentenas y el distanciamiento físico, las ciudades han tratado de darles más importancia a los espacios de circulación peatonal y a la movilidad activa, específicamente a la bicicleta”, comenta el arquitecto Sergio Baeriswyl, presidente del Consejo Nacional de Desarrollo Urbano. “Se trata de formas de movilidad segura en la medida que también evitan el contagio que se puede producir mediante el transporte público. Hemos alertado con entusiasmo que existe mayor necesidad al respecto y que hay que optar por más vías peatonales y ciclovías”, complementa el urbanista del órgano consultivo, puntualizando que en medio de la conflictiva realidad de la urgencia sanitaria, hay luces y faros a los cuales asirse.
“Nuestro consejo desearía que después de esta emergencia sanitaria se perpetúen varias decisiones y se incorporen otras, con una ciudad más caminable, con más bicicletas, disminución de los estacionamientos y un mayor espacio para peatones y áreas verdes”, plantea Baeriswyl, enfatizando el concepto de “la ciudad de 15 minutos”, es decir aquella urbe donde las distancias se acortan y los grandes parques automotrices ceden paso a los dos pies y al pedaleo.
Se trata, además, de un lema popularizado por la actual alcaldesa de París, Anne Hidalgo, y que desde el año pasado y en medio de la cuarentena planetaria fue incorporado como objetivo del llamado Grupo de Liderazgo C40, entidad de 97 ciudades del mundo (entre ellas Santiago) que aúnan esfuerzos para reducir las emisiones de carbono y adaptarse al cambio climático.
En realidad, el plan de la ciudad de los 15 minutos es una idea desarrollada por el urbanista colombiano-francés Carlos Moreno y apunta a que cualquier ciudadano pueda cumplir seis funciones básicas sin desplazarse demasiado: habitar, trabajar, realizar compras, tener salud, educarse y descansar. Aunque en la Región Metropolitana, sólo la comuna de Santiago cumple todos los requisitos de esta utopía urbanística, hay indicios y hechos que nos acercan al modelo.
Una iniciativa en ese rumbo es la CicloRecreoVía, actividad importada por el geógrafo chileno Gonzalo Stierling precisamente desde Colombia, el país del arquitecto Carlos Moreno. Lo que en Bogotá ya tiene 40 años, en Chile lleva 14, con un promedio de 40 mil personas volcadas a las calles y avenidas cerradas a automóviles durante cada fin de semana, normalmente de 7 a 10 horas.
“En la medida en que la gente se empezó a ver encerrada por el confinamiento, también valorizó el espacio público. En Chile ya llevamos un tiempo, pero en ciudades de España o Canadá esto comenzó recién con la pandemia”, cuenta Stierling.
Aunque guarda las diferencias pertinentes con el clásico caso de los Países Bajos, “nación que fortaleció el uso de bicicletas desde la crisis del petróleo en los 70”, Stierling cree que sí es replicable en Chile el mismo entusiasmo por la conquista del espacio vial. “Es muy raro que después de comprobar las ventajas de una ciudad con más áreas para los peatones y los ciclistas, se vuelva al orden anterior. Lo que nace como una necesidad se suele transformar en una tradición, de acuerdo a la experiencia internacional. Hay que considerar que muchas familias que salen a las cicletadas, a correr o incluso a caminar también las valoran en cuanto contribuyen al mejor estado físico y están más preparados para una enfermedad”, puntualiza, especificando que el programa CicloRecreoVía no es un reino de los ciclistas, sino que “para todo lo que no tiene motor”.
Tampoco es territorio exclusivo de ciclistas el cerro San Cristóbal, repartido entre Providencia y Recoleta, o el más modesto cerro Quimey, 12 minutos al sur del popular cerro Chena, en San Bernardo. El primero vivió cambios en su población flotante y el segundo se transformó en una alternativa mientras el Parque Metropolitano, que administra 20 parques de la capital, le instala lagunas, senderos y zonas de picnic por una inversión que supera los 17 mil millones de pesos.
“En Fase 2 abrimos los accesos del cerro San Cristóbal de lunes a viernes para peatones, logrando una afluencia masiva de familias”, explica Juan Ormazábal, encargado de comunicaciones y marketing del Parque Metropolitano. “En Fase 3 se permitió el ingreso de ciclistas de lunes a viernes. Después se abrió la franja deportiva, que significó la llegada de deportistas desde las 6 am”, detalla Ormazábal, enfatizando que estos últimos son los que más han crecido, con tope hasta las 8.30 am de lunes a viernes y hasta las 9.30 am los fines de semana.
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Una escena habitual en las calles de Santiago son los múltiples y variados vehículos en que se desplazan los servicios de delivery, desde la moto de 125 centímetros cúbicos hasta las bicicletas eléctricas, los scooters, los monopatines, las bicimotos de 25 cc o las bicicletas de toda la vida, a tracción humana. También es común ver que los automóviles siguen siendo numerosos y que los semáforos en rojo parecen no ahuyentar como antes. Los cambios en el último año fortalecieron a los ya mencionados ciclistas, al trabajador de entregas a domicilio y a quien tiene dinero para comprarse un auto.
“Hay que reconocer que aunque en términos relativos hay más bicicletas, tendencia que venía de antes, también subió la presencia de automóviles”, dice Ricardo Hurtubia, ingeniero civil, académico de la Universidad Católica y ciclista día y noche. “El uso de transporte público ha bajado desde el momento en que hay temor al contagio o una parte de la población se trasladó al teletrabajo”, agrega el investigador del Centro de Desarrollo Sustentable.
“Todo esto se traduce en un clima de cierta agresividad en la calle, dominado por autos que andan a mayor velocidad y por escenas que antes no se veían. Un ejemplo es que cuando un semáforo pasa de verde a rojo, los autos siguen pasando varios segundos más de lo habitual”, enfatiza el académico, que además detalla las conclusiones de un reciente estudio de ocho investigadores en que se detectó que el 80% de las personas de altos ingresos se trasladó al teletrabajo y el 77% de los trabajadores de bajos sueldos sigue yendo a sus lugares de empleo. Para Hurtubia es una evidente muestra de brecha salarial, donde los casos más singulares en los segmentos más acomodados corresponden “a quienes incluso se fueron a teletrabajar a lugares lejos de Santiago”. “En este contexto también se produce el aumento de las parcelas de agrado cercanas a la ciudad”, ejemplifica Hurtubia.
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Hacia los bordes urbanos mencionados por Hurtubia también llegan los omnipresentes trabajadores del delivery y, en la práctica, la experiencia es una carrera de velocidad. R.V., que prefiere no dar su nombre, ha probado los diversos sabores de los empleos de aplicaciones. “Estuve en un servicio de comida a domicilio durante una semana y luego entré a un supermercado que enviaba productos a Calera de Tango, Talagante, Peñaflor, Buin, Paine, Isla de Maipo y El Monte”, cuenta. “Las distancias eran demasiado grandes y había que volar. Se aplica mucha velocidad y eso implica bencina extra en un auto que en este caso era mío. Finalmente comprobé que podía ganar lo mismo trabajando la mitad del día, pero en una aplicación de transporte de pasajeros”.
Este conductor comenzó a explorar nuevos empleos después de dedicarse toda la vida a la producción de eventos, rubro golpeadísimo tras la pandemia. Sus decisiones, como las de muchos, tienen que ver con la capacidad de adaptación. “Los muchachos, sobre todo los más jóvenes, suelen durar menos, incluso a veces una semana. Por otro lado, los que tienen más de 50 o 60 años y que llevaban un buen tiempo cesantes, se mantienen más. Encuentran ahí un lugar laboral donde no hay patrones y que les permite cierta estabilidad económica”, comenta sobre la alternativa laboral de la entrega desde los supermercados.
La digitalización parece inundar el ADN del futuro en todos los sentidos, desde los que trabajan remotamente hasta los que operan en dirección contraria, es decir, corriendo para entregar el pedido desde el teclado. En el primer segmento, los profesores se adaptaron a las clases telemáticas al ritmo de la vida doméstica y desplegaron los contenidos en la medida de las posibilidades de la plataforma.
W.T., que hace clases de artes plásticas en colegios de la zona sur de Santiago, hace lo que puede. “En una pieza enseño a través de Classroom y en la otra habitación tengo a mis dos hijos chicos desde el otro lado de la pantalla, en su propia clase. En los recreos subo las listas del curso y trato de preguntarles a ellos cómo les fue con lo suyo. El tiempo siempre escasea” dice la docente.
En el esquema a distancia, las clases suelen ser más cortas que las presenciales y no es raro comprobar que algunos contenidos quedaron fuera del año. “En mi caso son 45 minutos para 40 alumnos, es decir, menos de un minuto por alumno”, detalla la profesora, que para este caso terminó encontrando la solución otra vez en la red: “Me hice un canal de YouTube y ahí agrego lo que no alcanzamos a ver en la hora pedagógica”.
El trabajo frenético por la vía remota parece ser enemigo de los oficios en equipo, donde la comunicación en vivo y hasta los carraspeos valen para entenderse. Los deportistas sortearon la valla sanitaria con ventaja y nadie piensa en partidos de fútbol a control remoto. Pero quienes sí cayeron bajo el manto prohibitivo fueron los trabajadores culturales de espectáculos en vivo: actores, cantantes, músicos clásicos, técnicos asociados. El paliativo vino a través de clases por Zoom, por la vía de refundaciones artísticas o de derechas reinvenciones en otros trabajos.
El destacado guitarrista chileno de jazz Nicolás Vera, con 10 álbumes en su trayectoria, venía presentando el disco Nómada (junto a Félix Lecaros y Pablo Menares) cuando llegó el confinamiento. “Desde ese momento tocamos alguna vez para el público en la vereda del club de jazz Thelonious (en Bellavista) y sería todo. Afortunadamente, en el verano, con la reapertura, logramos grabar un disco con Félix Lecaros y Óscar Pizarro. Eso fue de manera presencial durante dos días. Ahora lo estamos mezclando por Zoom”, detalla. ¿Cómo se mezcla de esta manera?: “Hay que ser más preciso en las indicaciones a los compañeros. No le puedo decir que quiero ‘más magia’ en un instrumento, sino que ir al grano y pedir que suban o bajen determinado acorde o frecuencia”.
Aquellos añorados misterios a los que alude Vera (“el romanticismo de lo presencial”, dice) al menos tienen una contracara en los hallazgos sólo posibles en un nuevo orden. Para él se ha cristalizado en más horas dedicadas a la lectura y al aprendizaje, a más grabaciones en solitario y a inéditos sonidos. “Siempre hay cosas nuevas que se pueden hallar en la guitarra. Es menos explícita que un piano”, explica Vera, que desde ahora en adelante, por gusto y por necesidad, se reconvirtió en introspectivo músico de las seis cuerdas y en profesor casi a tiempo completo por el formato distante.
Nueva York
Para ver a los neoyorquinos en su máximo esplendor, lo mejor es subirse a un Metro con dirección a Manhattan un viernes a eso de las 18.30. A esa hora, la gente ya cerró sus computadores y se adentra en la ciudad para cenar, tomarse unos tragos y llenar las horas que los separan del brunch del sábado. Con sus mejores tenidas, los habitantes de la Gran Manzana se pavonean en una versión altamente curada de sí mismos. Reinan las pequeñas carteras Chanel -esas que cuestan un arriendo y medio en Brooklyn-, Air Force Ones tan blancas que parecen un milagro en una ciudad tan sucia como ésta, y pestañas postizas tan largas que simplemente ni se preocupan por parecer naturales.
Quizás es por eso que pasan al menos dos estaciones antes de darme cuenta que un grupo de chicas que se subió en Bedford Avenue no lleva mascarillas. Es posible pensar que en el apuro por no perder sus reservas en algún restaurante las olvidaron en la casa, pero no parecen urgidas. De hecho, conversan normalmente, se ríen y no tienen ningún problema en tocar los postes metálicos cuando el carro del Metro se sacude en las curvas. Lo más sorprendente es que el resto de los pasajeros parece estar tan despreocupado como ellas.
El 18 de junio la ciudad de Nueva York celebró lo que hace un año parecía impensable -la meta de tener a más del 70% de la población totalmente vacunada contra el Covid-19. A diferencia de lo que sucede en otras zonas de Estados Unidos, especialmente en áreas rurales, los habitantes del que fue el epicentro de la pandemia a nivel mundial corrieron a los centros de vacunación tan pronto como les fue posible.
A principios de abril, luego de que el gobernador Andrew Cuomo anunciara que los mayores de 30 años sin preexistencias ya estaban autorizados para recibir la vacuna, conseguir una hora para recibir ese primer pinchazo era una hazaña. Ahora, es posible acceder a vacunas monodosis gratis en estaciones de Metro o incluso en el Museo de Historia Natural en el lado oeste de Manhattan. Ahí, el personal médico atiende bajo el modelo a escala de una ballena azul de casi 30 metros de largo, con un muy proporcional parche curita sobre su aleta izquierda.
Como en todo el mundo, las vacunas cambiaron a los neoyorquinos, que ya dejaron de ser temerosos transeúntes y volvieron a abrir las puertas del Metro a la fuerza. Pero no es solo la seguridad que provee la inmunidad de rebaño -son también las altas temperaturas, es la juventud, las calles peatonales, los tragos to-go, el olor a marihuana que no se disculpa, las fiestas hasta altas horas de la madrugada en Washington Square Park, el #hotgirlsummer, el vacío de facto en la alcaldía local, y la idea de que este es, definitivamente, el verano de Nueva York.
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El diario The New York Times lo anunció a mediados de junio: este es el verano en que la juventud se toma la ciudad. Uno de los cambios más profundos que dejó la pandemia fue el éxodo masivo de familias, adultos mayores y cualquiera que tuviera suficiente dinero para reubicarse mientras la ciudad caía víctima del cierre de servicios y comercios no esenciales.
Este verdadero terremoto demográfico no sólo convirtió en tierra de nadie a áreas como Midtown y el Upper East Side -donde se concentran millonarios y oficinas de grandes corporaciones-, sino que revolucionó el mercado inmobiliario. Los pudientes que cambiaron el epicentro de la pandemia por áreas más rurales y casas de playa dejaron inmuebles vacíos que, frente a la menguante demanda de una ciudad azotada por un desempleo que aún no da tregua, no tuvieron más alternativa que bajar su valor. Hoy, los arriendos en cualquiera de los grandes barrios de Nueva York -Manhattan, Queens, Brooklyn, el Bronx y Staten Island- están en su punto más bajo desde hace más de una década.
Los que salieron ganando son los que se quedaron. Pero no todos. La caída de los arriendos se convirtió en una posibilidad particularmente atractiva para jóvenes profesionales que por 200 dólares más al mes, pudieron pasar de 60 metros cuadrados compartidos entre cuatro personas, a un departamento para ellos solos, en un mejor edificio y en un mejor barrio.
Billy, de 33 años, no se cambió de hogar precisamente porque quisiera más espacio, pero su necesidad no podía llegar en un mejor momento. Problemas legales en su edificio del Upper West Side lo obligaron a buscar uno nuevo, y ante la insistencia de sus amigas, la búsqueda se centró en Brooklyn. “Los precios eran más o menos los mismos que antes, pero con ofertas de uno o dos meses gratis”, cuenta. Eso, para él, son al menos US$ 5.000 de los que no se tiene que preocupar en los próximos 60 días.
En diciembre, Billy se fue a vivir junto a Wanda -una cachorra mezcla de pitbull- a un edificio remodelado en el barrio de Bed Stuy, al norte de Brooklyn. Cuando no hace tanto calor, trabaja desde la terraza habilitada en el cuarto piso, donde también comparte con el resto de los inquilinos, todos profesionales, artistas, fotógrafos y músicos. Ninguno de más de 40 años. La mayoría con perros adoptados en el último año y medio.
Nueva York nunca ha sido una ciudad hostil con las mascotas, pero durante la pandemia ha tenido que adaptarse a la creciente población canina. Según la ONG Shelter Animals Count, en Estados Unidos se adoptaron menos animales en 2020 comparado con el año anterior, pero esos números no se ven en las calles. Entre marzo y abril pasado, los medios estadounidenses informaban de listas de espera y refugios casi vacíos luego de que la llegada del teletrabajo gatillara un boom de adopciones. Hoy, una visita a cualquier canil de la ciudad cuenta una historia parecida, pocos perros tienen más de dos años.
Históricamente, los perros han sido bienvenidos sólo en ciertos locales de Nueva York, en su mayoría restaurantes y bares con terrazas con acceso a la calle, y en trenes y buses, siempre y cuando estén dentro de una bolsa. Las reglas siempre han favorecido a los perros pequeños, y hay pocas razas que no cumplan con la regulación de la Autoridad de Transporte Metropolitana si se cuenta con un saco, un par de tijeras y un poco de creatividad. Pero hoy ni eso es necesario.
Mientras las restricciones se levantan, los “perros pandémicos” se han unido a sus cuidadores en el regreso a las oficinas, las tiendas y los almuerzos de fin de semana. Y no se trata sólo de pekineses y schnauzers diminutos colgando de carteras en las mesas exteriores de un Starbucks; son siberianos en el pasillo de las bebidas del supermercado, pitbulls eligiendo suplementos en las farmacias y beagles oliendo muebles en Ikea. Ver a comensales acompañados por sus perros en restaurantes caros no es raro, y si alguno de ellos ladra en medio de la cena, la gente tampoco reacciona con disgusto como podría esperarse. La mayoría lo ignora, pero algunos sonríen con ternura. Lo más probable es que ellos también tengan uno de esos esperándolos en casa.
La entrada de los canes a la vida pública de los neoyorquinos fue facilitada por la instalación de los espacios exteriores de cafés y restaurantes en la ciudad. Para dejar las veredas libres y permitirle a la gente poder distanciarse, al inicio de la pandemia se otorgaron permisos especiales para que estos recintos pudieran usar la pista contigua a sus locales e instalar mesas con distancia social. El espacio antes ocupado por autos, convirtió a calles amplias en vías angostas, y en virtud de entregar aún más espacio para que la gente paseara con las debidas precauciones, algunas de éstas, como la famosa Bond Street en NoHo, pasaron a ser totalmente peatonales. Eso fue en abril del año pasado y, hasta el momento, los más de 160 kilómetros que la ciudad vetó del tráfico vehicular, aún no tienen planes de volver a la normalidad.
Lo mismo sucede con las extensiones que los restaurantes y bares instalaron en las calles. Las que al principio empezaron como enclenques juegos de terraza sobre un rollo de pasto sintético, separadas de la calle sólo por un par de maceteros, hoy son verdaderas construcciones. El invierno obligó a los locatarios a acondicionar estos espacios, que a medida que pasó el tiempo, empezaron a tener techos, ventanas, puertas y hasta decoración especial.
Hoy, a pesar de que las capacidades en los interiores de los restaurantes ya no están restringidas al 50%, no existen planes de devolverles la calle a los automovilistas. Menos ahora que el alcalde Bill de Blasio va de salida luego de su segundo periodo, y que el nuevo sistema de votación por ranking no entregará oficialmente el nombre de su sucesor hasta unas semanas más. E independiente de quién sea el próximo edil, lo más probable es que la política no permita que las cosas cambien mucho. Echar abajo una de las pocas ventajas que hoy tiene uno de los sectores económicos más golpeados por la pandemia no sería una jugada muy popular. Menos cuando la ciudad está reabriendo sus puertas y ofreciendo vacunas gratis a todo turista que pase por el aeropuerto JFK.
“Pienso que las cosas se van a quedar así por lo menos hasta el final del verano”, dice Jess, una contadora de 39 años de Williamsburg, mientras alterna entre un cigarro y el primer café de la mañana. “Nosotros ya nos vacunamos, cumplimos con la tarea. Cuando llegue septiembre y los niños vuelvan a clases, recién ahí podremos volver a la normalidad. Ahora toca un poco de desenfreno”.
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