Lollapalooza renace y abre una nueva era para los shows post Covid
Una de las citas más multitudinarias del país volvió ayer en su primera jornada y marcó un hito por partida doble: debutó luego de nueve años en otro lugar, el Parque Bicentenario de Cerrillos, y simbolizó el retorno a plenitud de los grandes espectáculos en el país luego del largo paréntesis de la pandemia. Aunque hubo opiniones distintas en torno al nuevo recinto, en general reinó la sensación de que los shows en lo inmediato tendrán este formato: todos juntos como ayer, pero protegidos con una mascarilla y un pase de movilidad como hoy.
Cerca de las 12.20 horas, los escenarios principales del festival Lollapalooza disparan a alto volumen la archiconocida fanfarria del tema central de Star Wars, aquella orquestación diseñada por John Williams que arremete como si se tratara del inicio de la madre de todas las batallas. Los accesos se habilitan, el público empieza a entrar y despega de forma oficial uno de los espectáculos más convocantes del país: difícil imaginar otra melodía más apropiada para el carácter de hito que hoy exhibe la décima edición del espectáculo.
Lollapalooza inaugura una nueva era, tanto en lo propio como en lo ajeno. En lo propio, porque debuta en el Parque Bicentenario de Cerrillos, luego de nueve años en el Parque O’Higgins, desde donde optó por mudarse debido a fricciones con la Municipalidad de Santiago.
Y en lo ajeno, porque se trata del primer gran show de características multitudinarias que se realiza en Chile desde el inicio de la pandemia. Es algo así como el despertar después de una siesta prolongada. Un sondeo rápido entre la audiencia de ayer -el cómputo definitivo arrojó un total de 75 mil personas- corrobora la tesis: para muchísimos, era su primer concierto en casi dos años.
Hay que viajar hasta el Festival de Viña de febrero de 2020 para encontrar el último gran encuentro de carácter colectivo y con miles de personas que se montó en el país antes del asfixiante paréntesis que abrió el Covid-19.
Es más: la última vez que se hizo un Lollapalooza en la capital fue en marzo de 2019, en otro mundo, otra vida, cuando el estallido social chileno y el enclaustramiento sanitario global ni siquiera se pensaban como parte de nuestro léxico de cada día.
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Y si John Williams escribió la canción central de Star Wars fantaseando con una guerra entre imperios y galaxias, hay algo también de lucha y desafío en la actual entrega de la cita. Por lo pronto, con los propios escollos que debió sortear ante un recinto que se confirmó sólo hace tres meses y con una pandemia que aún acecha bajo una tregua relativa, lo que hizo que hasta hace un par de semanas la materialización del evento siguiera siendo una incógnita, sólo destrabado a principios de marzo por una medida gubernamental que eliminó los topes de aforo.
Si se quiere seguir con las alegorías, Lollapalooza Chile de algún modo volvió a la cuna, a esa sensación de sus inicios, cuando transitaba entre la sorpresa y el enigma. “Este será otro festival”, repetían sus organizadores en los meses previos, atendiendo a que el cambio de ubicación configuraba de otra forma la geografía de la fiesta.
Y al menos en un principio, Cerrillos cumplió. Los accesos desde el metro del mismo nombre fueron en general fluidos y no existieron atochamientos desmesurados durante las primeras horas. Ya dentro del parque, las sensaciones eran otras. Mixtas: algunos declaraban conformidad con el nuevo espacio, mientras que otros rememoraban con nostalgia el Parque O’Higgins.
¿El principal punto que separaba aguas? La menor presencia de árboles, áreas verdes y lugares de sombra en comparación con su antecesor de Santiago centro. Y sobre todo un día en que el termómetro rasguñó los 30 grados. Las amplias extensiones de cemento -más que en el O’Higgins- también generaron una sensación de calor inclemente y de reducto poco agreste.
“El Parque Bicentenario está bien, pero el O’Higgins era mucho más amigable en cuanto a árboles o lugares para descansar. Además, quedaba un poco más céntrico”, comenta Joaquín Cornejo, uno de los asistentes, sobre todo observando los largos tránsitos que había entre algunos escenarios. Por ejemplo, la tarima bautizada como Perry -consagrada a la música urbana, por lejos lo más vitoreado de la jornada- estaba separada de los escenarios principales por un largo tramo sin árboles que a cierta hora del día parecía una prueba sólo para temerarios.
Se trata claramente de un lugar más espacioso, con números que establecen que mientras el Bicentenario ronda las 250 hectáreas, el O’Higgins sólo se empina por las 80. En contraparte, la distancia entre algunos escenarios y el hecho de que no hubiera ninguno bajo techo -como sucedía en el pasado con el Movistar Arena, donde se refugiaban los sonidos electrónicos- hizo que otros lo agradecieran: en días de coronavirus, el flujo más extenso de personas, sobre todo cuando en la tarde ya se superaban los 20 mil espectadores, asoma como más benevolente ante eventuales contagios.
“Prefiero que exista todo este espacio grande a que esté toda la gente tan junta como pasaba antes, porque aún seguimos en pandemia. Por eso el parque me parece okey”, expresa por su lado Esperanza Lara.
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El cuidado sanitario también fue protagónico y se cumplió sin grandes inconvenientes. En la semana, los espectadores debían cargar su pase de movilidad en la ticketera encargada de las entradas, por lo que al llegar al lugar sólo se pidió la cédula de identidad. El uso de mascarilla era obligatorio, con la figura casi distópica de miles de personas vociferando canciones con el rostro camuflado y la voz ahogada entre la tela: sobre las 16 horas, en pleno show de Marky Ramone, cuando el baterista descargaba como dinamita el acelerado material de los Ramones, el ejercicio era aún más complejo. Como en todos los shows, no fueron pocos los que simplemente se bajaron la mascarilla o se la sacaron, sofocados por la energía vespertina.
Quizás esa postal ilustra cómo nos deberemos habituar a los recitales a partir de este fin de semana: juntos como antes, guarecidos tras una mascarilla como hoy. Sin distancia social, pero con parte del cuerpo protegido. Según han declarado representantes de la propia industria de espectáculos en Chile, los tres días en desarrollo de Lolla Chile son una prueba de fuego, la primera piedra donde se afirma el renacer que viene, la muestra de que se puede volver de modo paulatino a arañar la normalidad de antaño.
En el grueso, un trozo mayoritario del público que ayer fue parte de la cita -la que partió con la chilena Flor de Rap y culminaría con los estadounidenses Foo Fighters- respondió al perfil juvenil y adolescente que ha caracterizado su historia, aunque la presencia del conjunto noventero de Dave Grohl amplió la audiencia y la hizo un poco más transversal: poleras de Led Zeppelin -nada más siglo XX que la imagen de Robert Plant y Jimmy Page aullando frente a una guitarra y un amplificador- aparecían entre el look más deportivo, de pantalones anchos y zapatillas con plataforma, que hoy dicta la música urbana, ese género donde a veces basta con convivir con elementos caseros para ser estrella. Las coronas de flores y los brillos que monopolizaron el ecosistema del evento en sus primeros años hoy se baten en retirada.
Como fuere, más allá de los looks, el nuevo lugar, la obligatoriedad de la mascarilla o el lineup, casi todos los presentes expresaban una sensación de alivio: un espectáculo masivo, esa secuencia tan natural pero que por dos años representó un peligro y una escena imposible, ayer de una vez pareció renacer casi en su totalidad.
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