La foto de una niña jugando en un arenero, enviada por WhatsApp, sirve para ahorrarse explicaciones.
—Me calzaron cuidando a mi sobrina.
Cae la tarde y “Romina Pistolas” (Puerto Varas, 1987) contesta por teléfono desde la casa de sus padres en Calbuco.
Allí vivió hasta que entró a la universidad, cuando escuchó hablar del working holiday, un visado para gente que se iba a lugares como Australia o Estados Unidos a trabajar, ahorrar algo de dinero y devolverse al año siguiente.
Y le encantó esa idea.
—En 2011 me fui a Nueva York. Pensé que sería una buena forma de practicar el inglés y además conocer la única ciudad del mundo que me importaba. Pero ese viaje fue un fiasco por distintas razones. Al año siguiente empecé a hacer los trámites para viajar a Sydney y mis papás no podían creerlo. Yo me fui con sueños de dinero, de viajar un poco y ver si me podía hacer una casa en el sur. Pero terminé quedándome para siempre.
¿Querías ser stripper desde un comienzo?
—Traté de trabajar en cualquier cosa. Empecé limpiando oficinas, después en una fábrica, pero siempre estuvo la inquietud porque quería juntar plata rápido. Bueno, me dije, aprovechando que en Australia nadie me conoce cumplo mi sueño. Y cuando una chilena me dijo que ella también trabajaba de stripper, me fui a probar.
Su vida como stripper explica el germen de Carmen, pero quizás entonces lo mejor sería empezar por el principio.
Había un padre profesor normalista, una madre profesora diferencial y dos abuelos profesores de letras, había montones de libros y había esta niña que encontró en la lectura una forma de compañía.
—Cuando nací, mi mamá necesitaba una cesárea y se sintió más segura en Puerto Varas. El resto de mi vida la viví en Calbuco, hasta que me fui a estudiar a Santiago. No tenía vecinos en mi casa y me llevaba pésimo con mi hermana mayor. Así que los libros se transformaron en compañía, pero también eran una forma de vivir en otros lados.
A los cinco años “Romina Pistolas” ya sabía leer y su papá la dejaba en una biblioteca donde devoraba títulos como Papelucho y La Porota, pero también los cuentos y novelas de Quiroga y Dickens.
—Para cada cumpleaños mi abuelo me regalaba uno de sus libros. Me acuerdo que en La Tercera venía un suplemento que se llamaba “Papas Fritas” y me lo pasaba todos los domingos. Sola, también descubrí a Jane Austen y a Charlotte Brontë.
A los 14 sentía que no encajaba con sus compañeros y empezó lo que llama “su vida online”. Es decir, a chatear con gente de otras geografías con sus mismos gustos.
—Me gustaba mucho el hardcore punk tipo Fun People y el brit pop. Pero todas mis compañeras de curso estaban interesadas en Luis Fonsi.
A los 17 decidió irse a estudiar a Santiago y se inscribió en Traducción de idiomas, inglés-español.
—Fue el momento de descubrir cosas nuevas y experimentar, y Calbuco es hermoso pero es un pueblo muy chico. Lo malo es que toda la gente sabía lo que estabas haciendo y lo comentaban. Por eso decidí que apenas fuera el momento iba a estudiar cualquier cosa, pero iba a ser en Santiago.
Mi vida como stripper
La primera vez que Romina pisó un strip club fue sola en Australia y se quedó con una sensación extraña.
—Me había parecido que todas las mujeres eran demasiado estupendas y diferentes a mí. Pero cuando conocí a Karla, que era una chilena común y corriente, de mi mismo porte y contextura, fue como “ya, démosle”.
La decisión de lanzarse al escenario y sacarse la ropa al ritmo de la música, dice en entrevista con La Tercera, fue fácil.
—Cuando una es más chica, y sobre todo cuando estás viajando, se es más valiente. No sé si ahora me habría puesto a viajar sola con 300 lucas en el bolsillo y sin conocer a nadie. Sí sentí que mi vida iba a cambiar para siempre. Eso lo intuí, que si empezaba a trabajar de stripper iba a ser una ida sin retorno.
¿Cómo manejas el pudor en un escenario?
—Cuando una está creciendo, en el adolecer, no tiene mucha seguridad. Pero ahora me parece todo muy natural y una forma muy viable de hacer plata. En mi experiencia es súper seguro, las personas pueden mantener el anonimato, yo utilizo un nombre de escenario, Carmen, y el cliente sabe que, si transgrede alguna regla, las consecuencias son graves.
Su trabajo como stripper, cuenta “Romina Pistolas”, tiene dos modalidades. Primero, aparece durante la noche unas dos o tres veces sobre el escenario principal del club, tratando de fijar el interés de algún cliente.
—Muestras tus aptitudes, tu sensualidad o tu personalidad. Porque puede ser que en el escenario te pongas a dar saltos y te mueras de la risa con los clientes. O puede ser que salgas muy erótica y sensual, y te bookeen para algo más calentón.
Que te bookeen significa ir a un privado, donde puede darse una conexión desde los 10 minutos hasta las ocho horas con un mismo cliente. Allí las posibilidades van desde un baile erótico hasta una improvisada conversación íntima. Eso sí las reglas son bien claras: nada de tocar.
¿Qué es lo mejor de ser stripper?
—La familia que he descubierto, las tribus que he armado entre las compañeras y el dinero.
¿Y lo peor?
—Hace poco me pasó algo muy fuerte, que no supe cómo reaccionar. En Australia es más aceptado que un hombre pague 600 dólares australianos la hora a una stripper (más de $ 367 mil), a 200 la hora en un psicólogo. Me pasó que un chico joven, de 40 años, me contó después de mucho rato que estaba súper traumado porque había hecho cosas terribles. Era del Ejército australiano y había ido a Afganistán. Me contó de cosas que no lo dejan dormir, como bombardear escuelas con niños dentro. Y eso es terrible de escuchar.
Una voz
Antes de lanzarse a escribir Carmen, “Romina Pistolas” publicó un libro de fotografías de strippers. Se llama They are naked and they dance y fue la manera de contar a sus cercanos en Australia cómo se ganaba la vida.
—Me había comprado una cámara análoga y estaba tomando fotos cotidianas. Pero se me ocurrió llevarla al trabajo y saqué fotos de mis compañeras haciendo bailes privados o en el camarín.
Lo que encontró fue una serie de momentos sin poses, algo que podría configurar un registro crudo y sin censura de lo que no se ve a simple vista en los clubes nocturnos.
—Como contar plata a las cinco de la mañana con el maquillaje corrido o estar haciendo un baile a un cliente y usando el vaporizador al mismo tiempo.
Después, decidió que allí había algo más.
—Las chicas fueron súper amables de entregarme sus cuerpos. Así nació la idea del libro, un poco con la necesidad de visibilizar el mundo de las strippers, que sigue siendo underground. También fue el puntapié para seguir dándole riendas a mi veta artística.
¿En qué momento decides ponerte a escribir estas historias y publicar Carmen?
—Tenía muchas ganas de empezar a escribir desde chica, pero siempre la vida se había puesto en medio y nunca encontraba el tiempo ni espacio para hacerlo. También porque, siempre que me sentaba a escribir, no sabía por dónde empezar. En el taller de escritura de no-ficción, con Camila Gutiérrez, fui encontrando mi voz.
¿Y qué encontraste?
—Lo que hice fue querer escribir, empezar a escribir y tomar lo que tenía a mano, que era lo que estaba viviendo. Justo estaba pensando en contarle a mis papás sobre mi trabajo, después de ejercerlo por años en secreto. Y me pareció una buena historia, pero además era mi historia, porque uno tiene que escribir lo que conoce.
Consultada por La Tercera, la escritora Camila Gutiérrez cuenta que cuando leyó los primeros textos de “Romina Pistolas”, “eran todavía fragmentos, no una novela, y los encontré muy entretenidos”.
“Tenía una historia muy buena más allá de ser stripper y tenía una velocidad narrativa atractiva”, recuerda la autora de Joven y alocada.
Carolina Ruiz, editora del sello Cuneta, también habla de esa voz. “Romina no es nada pudorosa ni temerosa a los prejuicios, lo que la hace una voz arrojada y sincera como pocas a contar su verdad y su trabajo”. Luego cierra: “Sentí esa chispa que se da pocas veces y solo aparece ante manuscritos muy honestos, historias con calle, que son para mí lo mejor de la literatura”.
Libre
En algunos pasajes de Carmen hablas de la salud mental y de los problemas con la ansiedad, ¿por qué?
—Creo que echar para afuera esos pensamientos significaba que iba a estar un poco menos dentro de mi cabeza, atrapada. En ese momento pensaba que yo solamente tenía ansiedad, pero hace poco me diagnosticaron con trastorno obsesivo compulsivo, lo que explica mucho mi constante fijación con la muerte.
“Estaba desbordándome, y al no poder explicarlo en ese momento, cuando escribí el libro me sirvió tratar de contar cómo yo me sentía para ver si alguien más pasaba por lo mismo. Tal vez para no sentirme tan sola y también para sentir que no iba a volverme loca”.
¿Cómo llega Tiger Lily, la hija de Michael Hutchence que ilustra el libro?
—La conocí cuando vivía en Fremantle, antes de mudarme a Melbourne. Nos hicimos amigas porque ella con su humor británico y yo con mi humor calbucano nos reímos de las desgracias. Congeniamos bien y por eso fue parte de contar las historias que de repente eran súper difíciles de verbalizar.
¿Cuándo decides contarle a tu familia que trabajas como stripper?
—Contarles fue parte de escribir el libro, muy en paralelo, casi como una consecuencia. No sé qué vino primero, pero lo uno se alimentaba de lo otro. Llegó un momento en que personalmente me afectaba esconder mi profesión, porque sentía que si lo estaba escondiendo… ¿estaba realmente de acuerdo con mi trabajo? ¿estaba orgullosa?
“Contarle a mis papás fue lo más bonito que me ha pasado. Verlos en el lanzamiento por primera vez después de cuatro años y yo con el poto al aire en un traje de látex, fue el momento más especial. Fue mostrarme tal como soy y ellos aceptándome a pesar de tener miedo por el qué dirán. Ser libre me hace muy feliz”.