Los 60 lancheros del muelle Prat de Valparaíso dicen que han enfrentado “tres pandemias” en los últimos años. Primero fueron las movilizaciones de los portuarios, en diciembre de 2018, que impidieron realizar la fiesta de Año Nuevo, una de las mejores fechas para los dueños de embarcaciones de turismo. Después vino el estallido social, que alejó a los visitantes, y, finalmente, el Covid-19, que paralizó todo.
No es lo único. Según cuenta Cristian Carrere (63), conductor de lanchas turísticas, la Empresa Portuaria de Valparaíso licitó a un privado el varadero donde solían reparan sus embarcaciones. El concesionario les cobra una tarifa más alta que la fijada previamente por la estatal, reclama Carrere, y, pese a los limitados ingresos de los últimos meses, deben pagar por cada atraque que realizan en el embarcadero, la zona donde aguardan los turistas para abordar las lanchas.
Así todo, ninguno cambió el oficio. Echaron el ancla y siguen ahí. “Hemos sobrevivido a puro crédito”, cuenta Carrere, quien lleva cinco décadas en el gremio.
Ahora, con la comuna en Fase 4, el muelle Prat está viendo retornar a los turistas. Cautelosos y en grupos pequeños, al menos han permitido desempolvar las lanchas que -como la “Doña Ruth”, propiedad de Carrere- recorren una y otra vez la bahía porteña, cargadas de entusiastas visitantes enfundados en naranjos salvavidas.
Cuesta cuatro mil pesos el paseo, que dura casi media hora y recorre desde el espigón hasta muelle Barón. El problema, cuenta el lanchero, es que “por el aforo se puede subir la mitad de los turistas”. No alcanzan a ganar mucho, dice Carrere, pero al menos recuperan y así “no nos morimos todavía”.
El gremio está esperanzado en el próximo verano. Las últimas semanas la zona ya ha visto una reactivación del turismo y, eso sumado a las dificultades de viajar al extranjero, podría significar una mayor afluencia de visitantes en los destinos nacionales.
En eso piensa Carrere, quien tiene todas las ganas de reparar a su “Doña Ruth”, bautizada en honor a la madrina de uno de sus hijos. Su plan es comprar unos tarros de pintura y volverla a colorear. El tiempo que ha pasado y la falta de recursos para una “manito de gato” se notan. “Está cada día más feúcha”, se lamenta.
La reinvención del Motemei
Carlos Martínez, más conocido como “Motemei”, es la cuarta generación de vendedores de mote de maíz en su familia. Durante años recorría los cerros ofreciendo el producto, calientito, a los porteños que volvían a sus casas después del trabajo.
El Motemei, como personaje típico, fue incluido en la postulación de Valparaíso como Sitio Patrimonio Mundial en 2003. Doce años más tarde, en 2015, el entonces Consejo Nacional de la Cultura y las Artes le entregó el premio “a la expresión del patrimonio”, con una pensión que recibe hasta el día de hoy y le ha ayudado a sortear la pandemia.
Martínez, eso sí, por esos años colgó su poncho “que tiene entre 160 y 200 años”, cuenta, porque los hábitos culinarios de los chilenos cambiaron.
“El mote lo tuve que dejar porque ya no se vende en las calles de Valparaíso. Han cambiado todos los sistemas de arte culinario. El mote, los porotos y las tortillas de rescoldo la gente ya no las compra. Ahora todo es panadería, fábricas especiales. Se fue borrando esta tradición”, explica.
Así que se reinventó. Se puso a fabricar pan, empanadas y sopaipillas. Y ya había ganado una clientela. Pero llegó la pandemia, con las cuarentenas, y el negocio tuvo que pausarse.
“Ahora estoy volviendo, pero ha cambiado todo el asunto. Hay que recuperar todo el tiempo que se perdió. Y va acostar bastante, yo creo. Más de un año de pandemia, son muchos meses en que uno no pude salir a la calle; se pierde mucha clientela, entonces hay que volver a salir”, señala el Motemei.
Aunque a Martínez lo siguen convocando a eventos costumbristas. Y sigue representando, de vez en cuando, al “vendedor de la época, que no era un hombre letrado”, dice. Y cada vez que esto ocurre, vuelve a vestir su atuendo característico; poncho, camisa afranalada, faja y ojotas, además de un canasto y un farol, para iluminar los recorridos nocturnos, acompañados del clásico pregoneo: “Mote’e mei, pelao el meyo, calentitooooo”, que está grabado en la memoria de los porteños.
Enamorado de Valparaíso
Para el grabador francés Thierry Defert, conocido también como Loro Coirón, la ciudad, con sus ritmos, también ha cambiado.
Al Loro -como le dicen, por su don para la palabra- la pandemia lo encontró en Lontué, en la Región del Maule. Preparaba una exposición para la Universidad de Talca, que nunca se concretó. Allí se quedó junto a su esposa, Luz, que es de la zona, durante toda la cuarentena.
Deshabitado quedó su taller del cerro Cordillera. Pero, aunque impedido de ir a Valparaíso, continuaba dibujando la ciudad “de memoria” y a partir de los cientos de croquis que ha elaborado los últimos 25 años, cuando decidió que se quedaría a vivir en la Ciudad Puerto.
Eso fue en 1995, mientras esperaba un barco que lo llevaría de regreso a Europa y que lo mantuvo tres semanas en la ciudad. Para paliar la espera se sentaba en la calle Chacabuco, con un lápiz grafito 8B y papel mantequilla. “Y así descubrí la ciudad, que me ha encantado, por su tiempo suspendido. En la calle Chacabuco vi cada día a los maestros trabajando, como una pintura del renacimiento y con una energía increíble”.
La misma costumbre de salir a dibujar la replicó hasta que la pandemia lo retuvo en el Maule. Le asombraba, gratamente, la hospitalidad de los porteños. “Tú estás dibujando en tu rincón y viene una señora que dice ‘por favor caballero’, y te lleva un tecito o que echa un poco de cloro para espantar a las pulgas. Es una maravilla la gentileza y la solidaridad, como fue también después del gran incendio (de 2014). Todos estaban en la calle, dispuestos a ayudar”.
Cuenta que pudo arrancarse por un par de días a Valparaíso. “No vi ninguna diferencia, solo la gente tiene una cara triste, porque es difícil comprar el pan”.
Y evoca lo que ve en Valparaíso y que trata de plasmar en sus bocetos: “Es una maravilla, porque hay color, como el color de París. Valparaíso tiene la suerte de ser un puerto. Eso hace que la gente se acostumbre a recibir a los visitantes. Y también hay una costumbre de afrontar la dificultad. ‘No te preocupí’; esa es una palabra bien porteña. Valpo tiene la costumbre de la catástrofe, es casi una cultura porteña; si un día el cielo es rojo, la gente dirá es normal porque estamos en Valparaíso. Hay una costumbre al caos. Es una identidad. Pero es difícil ser porteño. No es solo un lugar de música y de fin de semana. Valparaíso construyó su identidad al sobrevivir y hacer su propia dignidad”.
Cuenta que “a la vuelta en el campo hice muchos croquis sobre la soledad, con la idea de mostrar la emoción de la soledad, que puede ser terrible pero también una cosa maravillosa, filosóficamente genial”.
En lo práctico, el artista cuenta que, producto de la pandemia, si antes tenía quince puntos de venta de afiches, postales y grabados, entre Santiago y Valparaíso, hoy solo tiene dos: el bazar Puta Madre, en Almirante Montt, y su galería, Bahía utópica. Aún así, plantea que “los artistas tenemos una libertad de organización. Podemos lidiar solos. Tenemos la costumbre de la soledad, que es un arte cuando es una elección. Una maravilla. Una manera de funcionar”.
“Piensa en mí”
Lucy Briceño (90), cantante de cuecas y costurera, también es una mujer solitaria. “Yo soy jubilada. Y soy sola. No tengo ni hijo ni perro, ni marido ni gato. Así que me barajé bien en la pandemia. Me gusta estar sola”.
Briceño es referente de la canción popular porteña y fue reconocida por el Estado, en 2017, como Tesoro Humano Vivo. “Yo estoy viva, pero además, vigente (ríe). Todavía leo sin lentes. Puedo enhebrar la aguja y correr a tomar el bus”.
Lleva 21 años interpretando cuecas, vals y boleros en el Rincón de las Guitarras, una picada típica en Valparaíso. Antes de la pandemia, cada viernes y sábado, se vestía, se arreglaba y partía al restaurante.
Pero después, con las cuarentenas, dice, “nos quedamos sin trabajo. No llegaba ninguna ayuda para los músicos. Se portó mal el Estado con nosotros”.
Ahora está contenta. Desde que Valparaíso pasó a Apertura y el toque de queda se redujo a la medianoche, los bares y pubs han reabierto. Y ella ha vuelto a lo suyo. A la canción. Y en estos pocos días que ha retomado la actividad, dice que ahora los boleros y vals son más populares, y que los clientes le piden, sobre todo, “Piensa en mí”, “Tu olvido” -esa es antigua, admite-, y “Ódiame”.
“Ódiame por piedad, yo te lo pido. Ódiame sin medida ni clemencia”, canta, entusiasmada, ensayando la canción que seguramente le pedirán este y los próximos fines de semana. Lo mismo en la Isla de la Fantasía, donde la esperan los domingos, después de almuerzo. Y los días que sean, destaca, porque la cantante no piensa en retirarse. Ni por la pandemia, dice. “Cuando vea que mi garganta no me responde, ahí sí me voy a retirar. Antes de que me pifien”, se ríe.