No es fácil descifrar si Mohammad Salem Wahdat está más desesperado, hundido o aterrorizado. Logró escapar de Afganistán en el último vuelo comercial (pagando 2.500 dólares por un pasaje a Estambul que en realidad costaba 300) que despegó de Kabul la noche antes de que los talibanes tomaran la capital, pero su familia sigue en el país. Escondida. Y la persiguen igualmente para ajusticiarla como si fuera también responsable de los ‘pecados de traición’ que a él lo condenan: haber ejercido sucesivamente durante estos últimos 20 años como intérprete de las Fuerzas Armadas españolas, ayudante de corresponsales extranjeros en la zona (Amaro Gómez Pablos para TVN, entre otros), asesor de seguridad de una empresa de transportes estadounidense y funcionario del gobierno afgano.
“Me ven más enemigo que a los extranjeros. Me lo dijeron muchas veces: ‘Tú eres los ojos, las manos y la munición de los ocupantes; si no estuvieras ahí, ayudándoles, ellos no podrían venir acá’”, afirma Mohammad Salem, uno de tantos afganos sentenciados por trabajar en algún momento al servicio del adversario. Uno de los que han conseguido marcharse estos días a la desesperada. Aunque por su cuenta, no en los vuelos de evacuación que los países extranjeros organizaron a contrarreloj antes de que venciera el plazo límite del 31 de agosto para que los Ejércitos foráneos abandonaran el país.
Su mujer y sus hijos están desde hace un mes en Canadá, a salvo. Su madre y sus hermanos, que vivían en un mismo bloque con cinco departamentos, al enterarse de que “los talibanes están buscando casa por casa a los intérpretes y sus familias, para matarlos”, huyeron a un pueblo de la región de Kapisa, 100 kilómetros al norte de Kabul. Cuando pretendieron volver hacia el aeropuerto, un control talibán, aunque no los reconoció, los mandó de vuelta. Sólo uno de sus sobrinos -de 21 años- consiguió pasar, pero no le permitieron subirse a ningún vuelo español. Cuatro días esperando y nunca le llegó el salvoconducto. “Le envié un correo al cónsul el lunes 23, y no me ha contestado. Y si llamo por teléfono, me sale el ‘si quieres hablar con consulado, marca 0; con no sé qué, 2’. Tres horas. Y me dicen ‘no están, gracias, adiós’. Hablé con el Ministerio de Defensa español, les alerté de que el chico estaba en peligro, y dijeron que fuera con un pañuelo amarillo y un chaleco rojo. No han enviado nada”.
“Pero yo fui intérprete en primera línea de guerra, eh. No un traductor de documentos que está detrás del escritorio. No me quedaba como los cocineros o las limpiadoras en el destacamento. Yo corría peligro. Me llevaban a operaciones especiales. Tenía que entrar en casas a hablar con terroristas, ‘no dispares, queremos hablar contigo; somos españoles, somos de la OTAN, si disparas, te vamos a matar’. Iba con casco, chaleco, corría el mismo riesgo que los soldados”. No lo dice para sacar pecho, sino para desahogarse y describir que se jugó el cuello por el país al que ahora, sin éxito, reclama ayuda. “Todos me conocían. No tenía otra oportunidad que salir. Si me quedaba, me mataban. Para ellos soy un traidor…, pero no lo soy. Yo trabajé para la OTAN en contra del terrorismo, defendiendo a otra parte de mi país, porque en mi país no queremos a los terroristas”, añade.
Lo que pide Mohammad es que Defensa le proporcione un visado español o le ayude a conseguir uno canadiense para reunirse con su mujer y sus hijos. Y, sobre todo, que saque a los demás Wahdat de Afganistán. “Si no pueden ya desde Kabul, tienen que darles otro camino, hay muchos. Por Pakistán, Irán, Uzbekistán, Tayikistán o Turkmenistán.... Si se quedan, los van a matar 100 por 100. O a mis hermanas las van a casar a la fuerza. A una que está viuda y a otra soltera. Mi madre es viuda también, pero ya está un poco vieja para eso. A lo mejor a ella no la van a tocar. La otra, como está casada, no corre tanto peligro, pero a su marido lo van a matar igual. Lo ven un traidor. Los talibanes van por familias, no solo por mí”.
Mohammad grita, pero es pesimista: “España no me va a ayudar”. Como ya se olía lo que ha ocurrido (“pensaba que en seis meses iba a caer el gobierno, pero es que ha caído en seis días”), solicitó el visado español en julio. Pero se lo denegaron. “Piden documentos que es imposible conservar para acreditar que fui traductor. El Ministerio de Defensa, con ellos hice el contrato, tienen que tenerlo. Pero como sólo me contesta un teléfono automático… Hace casi 15 años que terminé de trabajar con los españoles y nunca me llamaron para decir qué tal estás. Y no fueron responsables. Empezaron a intentar sacar a los intérpretes hace ocho días. Estados Unidos los está sacando desde hace ocho años”.
Mientras se le consume el dinero con el que logró llegar a Estambul, Mohammad Salem Wahdat se ha convencido de que no tiene ninguna esperanza: “Que no tengo futuro yo lo sé. Lo pensé está mañana, nosotros morimos el día que nacimos en Afganistán. Hemos perdido todo en una semana, en 20 horas. El Ejército, la policía, los derechos humanos. Las chicas que estaban estudiando, las académicas, los profesores, las juezas, las fiscales, la policía de las mujeres. Lo hemos perdido todo. No tenemos nada ahora mismo. Cuando yo salí de Afganistán tenía 39 años, ahora no lo sé. Mi familia ha quedado abandonada”.
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Ariel (así pide que lo llamen para guardar el celo del Ejército) era capitán cuando lo destinaron a Qala i Naw, en la peligrosa región de Badghis, en el noroeste de Afganistán, como parte de un equipo de asesores y guardianes del Ejército afgano. Uno de los casi 30.000 militares españoles (102 perdieron la vida) que participaron en la misión internacional iniciada en Afganistán tras los atentados del 11 de septiembre de 2001 y que terminó estos días (aunque oficialmente España la dejó en 2015). “Cuando se empezó a entrenar al Ejército afgano, se iba con ellos en las operaciones. Cuando fueron cogiendo soltura, se empezó a reducir ese acompañamiento. Y en la fase en la que nosotros estábamos, iban completamente solos al combate, pero se les enseñaba a planear esas acciones y se hacía seguimiento de las operaciones”, dice.
Lo primero que hizo el capitán español fue dejarse unas barbas muy largas, porque le dijeron que así los afganos lo respetarían más. Una forma de prepararse para una convivencia entre culturas y costumbres antagónicas, además forzada, que no se presumía fácil. “Se notaba mucho la diferencia entre oficiales y tropa. Los oficiales tenían cierta cultura y comprendían que estábamos allí para ayudarlos. Jamás me encontré un oficial que no fuera amable con nosotros. Se establecían lazos de camaradería. Con la tropa también había complicidad. Soldados a los que veías todos los días y con los que, cuando cogías confianza, no faltaban nunca los choques de mano o las bromas en su idioma. Sin embargo, es cierto que había otros a los que no ibas a poder acercarte, aunque quisieras, porque de verdad creen que no pueden hablar contigo porque eres infiel. Gente inculta hasta niveles que no puedes ni imaginar, con una carga religiosa brutal. En alguna ocasión me negaron la mano o escupieron a mi paso, claramente en señal de desprecio. Reaccionas no dándole importancia. Sigues tu camino y no le quitas ojo por si acaso hace algo raro. Cartucho en recámara y a otra cosa. No vas a convencerlo de que no eres el demonio”.
La desconfianza mezclándose con la fraternidad, un continuo contraste: “El peligro de Green on Blue (como se denomina a un ataque que lleva a cabo un enemigo infiltrado en las filas del Ejército al que asesoramos sobre un soldado aliado) está allí y era nuestra principal amenaza. Puede estar motivado directamente por un terrorista que se infiltra en el Ejército, pero lo normal es que sea por otros motivos. Hay que estar muy al tanto de las diferencias culturales para no cometer algún tipo de ofensa. El símbolo con los dedos que para nosotros significa ‘ok, todo va bien’, en Afganistán viene a significar, y perdón por la expresión, ‘que te den por el culo’. Y el pulgar hacia arriba no es ‘vale’ para ellos, sino el símbolo de rajar el cuello a alguien. Le haces esta señal a un oficial afgano, se ríe y ya está. Pero si se lo haces a un cabrero que le acaban de poner un uniforme, puedes tener un problema”.
“Otro modo de que te metieran un tiro por la espalda”, añade, “es que los talibanes se enteraran de quién estaba en el Ejército y secuestraran a algún miembro de su familia y amenazaran con matarlo si no se llevaban a alguien por delante. Afortunadamente eso no nos pasó a nosotros”.
Sí le tocó vivir algún episodio comprometido, de susto: “Yo tuve un par de veces que abandonar el asesoramiento y volver a nuestra base. Nos ponían en aviso los propios afganos. Recuerdo estar con ellos y entrar un coronel afgano y decirle a mi intérprete algo, cambiarle la cara y decirme ‘nos tenemos que ir, porque alguien quiere matar a alguien’. Y entonces salir de allí se convierte en algo un poco tenso. O cuando pasas por delante de un convoy que está a punto de salir de misión y te encuentras 20 vehículos armados hasta los dientes con todos los tipos mirándote como si quisieran comerte. No hacía mucho, un guardia en una torre de vigilancia del aeropuerto de Kaia empezó a disparar contra una furgoneta con asesores checos y mató a siete”.
Otro tipo de convivencia era la que se entablaba con el personal que trabajaba al servicio de la OTAN. “Dentro de la base, yo no recuerdo ver más que hombres afganos trabajando en tareas de limpieza. Había mujeres, pero eran filipinas. Los intérpretes eran todos hombres”. El traductor de dari y pastún que acompañaba a Ariel, generalmente desde las siete de la mañana hasta la hora de comer, se llamaba Hamed, un joven universitario natural de la región de Herat. No sabe si sigue en Afganistán o habrá conseguido salir. “Fue a Madrid en 2013. Hablé con él, pero luego le perdí la pista. El número de teléfono que tengo suyo no existe ya. Espero que le vaya muy bien, la verdad. Era muy buen chaval”, afirma.
Seis meses de trato permanente forjaron una relación de lo más cordial entre ambos. Con anécdotas que ilustran dos mundos frontalmente distintos: “Un día le enseñé fotos de mi familia. Mi mujer, hijo, madre, padre... lo típico. Mi casa, mi ciudad… Y él me dice que al día siguiente me trae fotos de la suya. Aparece con un pendrive (su móvil era el típico Nokia viejo) con fotos de su hijo, su padre, su hermano, su amigo de la universidad... Me lo quedo mirando y le digo: ‘¿En tu familia no hay mujeres o qué?’. Y el tipo se ríe y me dice: ‘Hombre, sí, pero no te las voy a enseñar’. Y le digo que por qué no y me dice: “Es que no sé si vas a tener pensamientos impuros si ves a mi mujer”. Y le bromeo: ‘¿Tú has tenido pensamientos impuros al ver a la mía?’. Y se queda el tipo todo serio, se pone como un tomate y me dice ‘no, no, te juro que no’”.
Del legado en Afganistán del capitán Ariel, que ha ascendido a comandante y anda en otra misión de la Unión Europea, no queda hoy mucho rastro. En tan solo unas horas, sus alumnos han entregado sin oponer resistencia el territorio al enemigo talibán. “Yo estoy convencido de que contribuimos a mejorar mucho al Ejército afgano. Creo firmemente que nuestra labor allí contribuyó a tener a los talibanes a raya y lejos de nuestros hogares. Y si Afganistán ha caído no ha sido porque su Ejército fuera malo, sino por la corrupción tan generalizada que existe en el país. Se supo que el Presidente huyó con 160 millones de dólares en efectivo… Se vieron talibanes en casas de generales que eran auténticos palacios… De ahí empiezas a tirar y es todo un mundo de corruptelas. El soldado no tenía nóminas desde hacía meses. No puedes pensar que un Ejército que ha sufrido durante años se mantenga firme mientras sus líderes se largan con el dinero, cuando el Presidente de EE.UU. retira sin previo aviso a todos los contratistas que iban a mantener vehículos y equipos... Lamentablemente, y espero equivocarme, echaremos pronto de menos la inseguridad en la región”.
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“Son personas que no han previsto tener que emigrar, que tenían una vida muy normalizada con sus seres queridos y su proyecto vital se ha roto abruptamente. Están viviendo en una situación de cierto shock, de altos niveles de miedo, de incertidumbre y sobre todo de mucha preocupación por quienes dejan atrás, por saber qué posibilidades van a tener sus familiares de estar en una lista”. Áliva Díez Martínez, coordinadora estatal de acogida de la Comisión Española de Ayuda al Refugiado (Cear), trata de organizar con eficacia y sensibilidad la llegada masiva estos días de ciudadanos afganos y sus familiares a Torrejón de Ardoz, donde se ha levantado un campamento de emergencia.
Allí se han registrado ya 2.051 personas evacuadas de urgencia que lograron subirse, en una suerte de cruel y caótica lotería, a los aviones españoles que despegaron esta semana de Kabul. Y de las que 1.717 ya han solicitado asilo. Incluso tras someterse a entrevistas de valoración social para detectar sus necesidades más apremiantes o situaciones a tener en cuenta, han sido derivados en un tiempo récord (no más de dos noches) a centros de acogida por toda la península.
“Sobre todo muestran mucho agradecimiento”, explica Áliva, “cada vez más conscientes de lo privilegiados que han sido por poder llegar. Las últimas noticias de Kabul no dejan de elevar su nivel de preocupación, perciben cada vez más ese tiempo a contrarreloj de las posibilidades para sus seres queridos”. Por eso, su asociación reclama que se abran vías legales y seguras para que “la población civil que no ha tenido la suerte de subirse a los vuelos de evacuación tenga alguna opción de poner a salvo sus vidas”. Un corredor humanitario que las personas puedan utilizar para poner a salvo su vida, buscar un país seguro donde continuarla.
Las entidades que se encargan de la acogida de los afganos que sí han podido huir tratan de ayudarlos en las necesidades materiales (“desde vestimenta a cargador de celulares”), en las burocráticas (“acompañar los trámites básicos iniciales: la solicitud de protección internacional y luego empadronamientos, el acceso al sistema sanitario, la escolarización de menores…”) y en las de contexto (“explicar las obligaciones y derechos del programa, cómo funciona cultural y socialmente la localidad a la que van, de qué vías disponen para comunicarse con sus seres queridos o en quién apoyarse en caso de problemas”).
“Ahora lo urgente”, añade Áliva, “es parar y ser muy conscientes del proceso tan abrupto de migración forzada que han vivido. Ubicar mentalmente las pérdidas, la desconexión con otros seres queridos y empezar a trabajar desde una rutina que les permita poco a poco gestionar ese duelo que suele darse una vez que la persona ya se siente en un espacio seguro. Esto se apoya desde un plano psicosocial por parte de profesionales y a partir de ahí se trabajan muchas otras cuestiones claves para un proceso de integración: aprendizaje del idioma, talleres de conocimiento de la sociedad de acogida, formación u homologación de la titulación, si la hubiere, y búsqueda activa de empleo”.
En este sentido, la coordinadora de Cear percibe señales de esperanza para el grupo en medio de su tragedia: “Pese a la situación tan dramática que han vivido y esa ruptura tan rápida y abrupta de su proyecto de vida, los afganos están llegando con motivación, con ganas de empezar de nuevo. Sobre todo las familias, muchas numerosas, con menores muy pequeñitos a cargo, que tienen como una necesidad urgente poner un punto y aparte, y empezar de nuevo. Tienen muchas ganas de proyectarse en lo que saben que va a ser su vida en el mediano plazo. Porque si algo comparten las familias, o lo que están verbalizando, por lo menos en nuestras aproximaciones con ellas, es que son muy conscientes de que no van a poder volver. Que los talibanes están creando una situación que no permita regresar a quien no están de acuerdo con el régimen que intentan imponer”.