Robert Oppenheimer: la recuperación del “padre de la bomba atómica”
De aspecto frágil, sombrero y pipa, el físico nacido en Nueva York en 1904 fue protagonista de grandes batallas de la ciencia, la política y la Guerra Fría. Gran difusor de la mecánica cuántica en EE.UU., profesor en Berkeley -donde abrazó causas de izquierda-, fue director del Proyecto Manhattan en el laboratorio de Los Álamos, en Nuevo México. Tras el bombardeo de Hiroshima y Nagasaki en 1945, se comprometió a luchar por el control de la energía nuclear con fines civiles. Durante la posguerra cayó en desgracia: se le consideró una amenaza para la seguridad nacional. Una biografía ganadora del Pulitzer y la nueva película de Christopher Nolan recuperan su legado.
Magnético, sofisticado y elegante en sus operaciones teóricas, Robert Oppenheimer solía tener un séquito de brillantes alumnos de doctorado. Se reunía diariamente con ellos y podía pasar con absoluta fluidez de los rayos cósmicos a la física nuclear. En 1942 estaba reclutando ayudantes para una misión secreta: había sido nombrado director del Proyecto Manhattan, el proyecto de la bomba. Aun con la admiración que sentían hacía él, algunos de sus alumnos abrazaban dudas: “¿En qué va a terminar esto?; puede reventar el mundo entero”, le dijo uno de ellos. Oppenheimer respondió:
-¿Y si los nazis la construyen antes?
Desde febrero de 1939, la comunidad científica sabía con certeza que era posible construir una bomba atómica. Dos químicos alemanes, Otto Hahn y Fritz Strassmann, habían logrado la fisión de un núcleo de uranio bombardeándolo con electrones. Fue un hallazgo fundamental y Oppenheimer estaba entusiasmado.
El impulso definitivo lo dio el Presidente Roosevelt a fines de 1941, cuando decidió financiar un programa para desarrollar la bomba. Formado en Harvard, Cambridge y Gotinga, en Alemania, Oppenheimer se unió a las discusiones en torno al uranio y fue designado director del Proyecto Manhattan.
No fue una designación libre de controversias. Su excelencia científica estaba fuera de duda, pero sus atributos de liderazgo eran menos convincentes. Había otro reparo: su cercanía al Partido Comunista.
Nada de eso le importó al general Leslie Groves, líder militar del proyecto. “Es un genio”, dijo después de conocerlo.
Oppenheimer convocó a las mentes más brillantes para el proyecto, entre ellos varios premios Nobel. Trabajaron secreta e intensamente en el laboratorio de Los Álamos, en Nuevo México. Y el 16 de julio de 1945, boca abajo en el suelo fuera de un búnker, a nueve kilómetros de la zona cero, Oppenheimer vio cómo el resultado de sus esfuerzos generaba una explosión devastadora sobre el desierto. La prueba Trinity, como se le llamó, iluminó el cielo con una luz violenta y dibujó una nube aterradora. “El mundo cambió para siempre”, dijo.
Admirador del poema hindú Bhagavad Gitá, Oppenheimer dijo que el poder destructivo de la bomba le recordó unos versos donde el dios Vishnú se declara “el destructor de mundos”. “Supongo que todos, cada uno a su manera, pensamos algo así”, dijo.
La sensación se agudizó después del bombardeo a Hiroshima y Nagasaki, el 6 y 9 de agosto.
Tras los bombardeos, Oppenheimer se convirtió en una celebridad, era el “padre de la bomba atómica”, pero era una paternidad amarga. El físico comenzó una campaña para controlar la energía nuclear a nivel mundial y prohibir su uso bélico.
Sus esfuerzos lo pusieron bajo sospecha. En plena Guerra Fría y en medio de una ola anticomunista en Estados Unidos, Oppenheimer se volvió un personaje controvertido por sus simpatías de izquierda. Siendo asesor del Comité de Energía Atómica (CEA) fue acusado de ser una amenaza para la seguridad nacional. Tras un proceso irregular, fue liberado de cargos, pero perdió su credencial de seguridad: su carrera de servicio público llegó a su fin.
“Como aquel rebelde dios griego Prometeo, que robó a Zeus el fuego y se lo entregó a la humanidad, Oppenheimer nos dio el fuego atómico. Pero cuando quiso controlarlo, cuando trató de hacernos conscientes de los terribles peligros que entrañaba, los poderes fácticos, como Zeus, reaccionaron con furia y lo castigaron”, escriben Kai Bird y Martin J. Sherwin en Prometeo americano: el triunfo y la tragedia de J. Robert Oppenheimer, una monumental biografía ganadora del Pulitzer.
Profusamente documentada, basada en cientos de entrevistas, cartas y archivos del FBI, la obra es la fuente en que se inspira Oppenheimer, la nueva película de Christopher Nolan que se estrena el 20 de julio. Cillian Murphy interpreta al físico de figura delgada, sombrero y pipa, y en el elenco figuran Emily Blunt, Matt Damon y Robert Downey Jr., entre otras estrellas.
La nueva ciencia
A mediados de los años 20, la física vivía un momento de esplendor en Europa. Los aportes de físicos como Niels Bohr y Werner Heisenberg estaban delineando una teoría llamada mecánica cuántica: el estudio del átomo y sus electrones. La teoría cuántica venía a reemplazar a la física clásica y Oppenheimer la descubrió al llegar a los laboratorios de Cavendish, en Cambridge.
Hijo de un comerciante judío de origen alemán y de una pintora que había estudiado en París, Robert Oppenheimer nació en Nueva York en 1904 y creció en un entorno privilegiado. En el salón de su casa convivían pinturas de Picasso, Renoir y Van Gogh. Frágil físicamente, de niño le gustaba coleccionar minerales, leer y escribir, y construir con bloques. A los 12 años ingresó a la Escuela por la Cultura Ética, una rama del judaísmo, de inspiración progresista, cuyo lema era “Hechos, no credos”.
Oppenheimer se graduó en química en Harvard. Se interesó por la física experimental y prosiguió sus estudios en Cambridge, donde conoció a Bohr. “No supe nada de mecánica cuántica hasta que llegué a Europa”, recordó.
La nueva física era controvertida. Heisenberg postulaba que el principio de incertidumbre domina en el mundo cuántico, es decir, que hay un grado de azar en sus experimentos. La nueva teoría no convencía a Einstein. “Da muchas soluciones, pero no nos acerca más a los secretos del Creador. En cualquier caso, estoy convencido de que Él no juega a los dados”, escribió.
Ciertamente, la física cuántica era ciencia de jóvenes y otro de sus centros estaba en la Universidad de Gotinga, que fue la siguiente escala de Oppenheimer y donde conoció a Heisenberg.
Entre 1926 y 1929, Oppenheimer publicó 16 artículos sobre problemas de física subatómica, que giraban en torno a electrones, funciones de onda y el coeficiente de absorción de los rayos X. Más tarde escribió sobre radiación, rayos gama y estrellas de neutrones.
En la década del 30 Oppenheimer fue el gran difusor de la nueva ciencia en Estados Unidos. “Bohr era Dios, y Oppie, su profeta”, dijo un alumno. Si hasta entonces la política le era indiferente, en Berkeley se relacionó con un entorno social y académico preocupado de los problemas políticos. Muchos de ellos eran militantes comunistas.
Esperanza y dolor
Tras el ascenso de Hitler al poder, Oppenheimer comenzó a donar dinero para los científicos judíos perseguidos. Apoyó también la causa republicana en la Guerra Civil Española. Precisamente en una fiesta de recolección de fondos conoció a Jean Tatlock, hija de un académico de literatura y militante comunista. Ella fue uno de sus grandes amores y quien lo llevó al activismo.
Tras el fin de su romance, se casó con Katherine Puenning Harris, también comunista, quien le dio estabilidad a su vida.
Según los biógrafos, sus relaciones con miembros o simpatizantes comunistas era una extensión natural de su vida en California. Admiraba a Roosevelt y apreciaba al Partido Comunista “por la oposición que representaba al fascismo en Europa y por abanderar los derechos de los trabajadores”.
Pero “cualquier intento de afirmar que Robert Oppenheimer fue miembro del Partido Comunista es un ejercicio inútil, como comprobó el FBI, para su frustración, a lo largo de muchos años”. De hecho, su simpatía comenzó a socavarse con el pacto de no agresión firmado entre la URSS y Alemania en 1939.
Como director del Proyecto Manhattan, Oppenheimer dedicó sus energías al éxito de la misión. Ordenó la construcción de un laboratorio en Los Álamos, zona que conocía bien y que amaba. Allí llegaron a vivir seis mil trabajadores.
Oppenheimer fue capaz de conciliar las personalidades y los egos de las mentes brillantes que convocó, entre ellos Leo Szilard, Enrico Fermi (Nobel 1938) James Chadwick (Nobel en 1935), Isidor Rabi (Nobel 1944), Hans Bethe (Nobel 1967), Luis W. Álvarez (Nobel 1968) y el húngaro Edward Teller, futuro padre de la bomba de hidrógeno.
A fines de 1943, en Los Álamos recibió la visita de Niels Bohr, para quien “esta bomba será una cosa horrible, pero puede ser también la ‘Gran Esperanza’”. El físico danés era contrario al secretismo: creía indispensable compartir el conocimiento con la Unión Soviética.
Una idea controversial que los líderes militares rechazaron.
A fines de 1944 ya podía divisarse el fin de la guerra. Muchos científicos expresaron sus dudas éticas y postularon hacer solo una demostración. Oppenheimer, en cambio, apoyó la idea de usarla para prevenir futuras guerras.
Pero tras el bombardeo de Japón lamentó haberla utilizado contra un enemigo “fundamentalmente derrotado”. Ya entonces creía necesario el control internacional de la energía nuclear. Y trató de comunicárselo al Presidente Harry Truman en octubre de 1945. “Señor Presidente, siento que tengo las manos manchadas de sangre”, le dijo. El comentario enfureció a Truman. “Las manos manchadas de sangre, qué valor, no tiene ni la mitad de sangre que tengo yo en las mías. Uno no va por ahí lloriqueando”, dijo.
En la posguerra, Oppenheimer se refugió en la Universidad de Princeton y fue nombrado presidente del comité asesor de la CEA. Desde allí se opuso a la creación de la bomba H. No fue escuchado.
En la Navidad de 1953, Lewis Strauss, presidente de la CEA, le entregó una carta. Tras hacer una nueva revisión de sus antecedentes, se le consideraba una amenaza para la seguridad nacional. Y se le conminaba a dejar el cargo.
Oppenheimer decidió defenderse y en 1954 fue objeto de un proceso secreto donde el FBI expuso toda la información que había recabado. Oppenheimer era investigado desde 1941. “El gobierno ha gastado más dinero en pincharme el teléfono que lo que me pagaron en total en Los Álamos”, dijo.
El proceso estuvo cruzado de irregularidades, pero Oppenheimer contó con eminentes testigos a su favor, entre ellos Einstein. Al finalizar las audiencias, fue exonerado de cargos, pero se le bloqueó el acceso a los secretos atómicos.
“Me siento como si estuviéramos investigando a un Newton o a un Galileo por riesgo para la seguridad”, dijo el asesor presidencial John McCloy. Esa fue la sensación que quedó entre sus colegas.
Indignado, Einstein afirmó que la CEA debería pasar a llamarse “Conspiración para la Exterminación Atómica”.
Ciertamente, el veredicto supuso un golpe para la comunidad científica y restringió los límites del debate en la Guerra Fría.
Nueve años después, el Presidente John Kennedy le otorgó el premio Enrico Fermi de la CEA. Tras su muerte, el reconocimiento se lo entregó Lyndon Johnson.
Robert Oppenheimer murió de cáncer a la garganta en 1967.
Pero la historia no terminó allí. Más de 50 años después, en diciembre de 2022, la secretaria de Energía de Estados Unidos anuló el veredicto de la CEA de 1954. “Ha salido a la luz más evidencia del sesgo y la injusticia del proceso al que fue sometido el Dr. Oppenheimer, mientras que la evidencia de su lealtad y amor por el país solo se ha afirmado aún más”, dijo.
“Estoy abrumado por la emoción”, expresó el biógrafo Kai Bird. “La historia importa y lo que se le hizo a Oppenheimer en 1954 fue una parodia, una mancha negra en el honor de la nación”, dijo Bird.
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