Es difícil creerlo, pero la imagen no miente: ese hombre que, literalmente, suda tinta desde su pelo, tratando de echar mano a una teoría conspirativa tras otra para explicar por qué su representado, Donald Trump, en verdad fue víctima de un megafraude electoral del que no existen pruebas, es el mismo que veinte años antes había liderado con imponente autoridad desde la “zona cero” del ataque a las Torres Gemelas quizás la reacción más importante en la historia de Estados Unidos.
Para explicar cómo Rudolph Giuliani -Sir Rudolph Giuliani, si consideramos que la reina Isabel II lo nombró caballero en reconocimiento a su rol tras el atentado en Nueva York- llegó hasta ese punto, hay que hacer una reconstrucción fina de las últimas décadas de la política estadounidense, en que siempre el exalcalde llegó tarde y mal a todas las contiendas y terminó convertido en un chiste de sí mismo.
Partamos desde el origen: el 11 de septiembre de 2001, Rudolph Giuliani iba de salida. En apenas tres meses le tocaría entregar el cargo a su sucesor, dado que él había decidido no repostular tras dos períodos. El abogado había conseguido un logro no menor: vencer, como republicano, en uno de los mayores bastiones de los demócratas, y más encima ser reelecto con un mayor margen. Su sello había sido la seguridad, con la famosa política de “tolerancia cero” que provocó una serie de imitaciones de autoridades locales a lo largo de todo el mundo. Y, en lo personal, lidiaba con un cáncer de próstata y una reciente separación matrimonial que había hecho que disminuyera en algo el gigantesco ritmo de exposición que tenía.
Pero en la jornada del 11/S Giuliani fue el líder de la respuesta. La máxima autoridad en terreno. Con el presidente George W. Bush en vuelo a una ubicación desconocida por motivos de seguridad, el rostro inicial de la institucionalidad estadounidense fue el alcalde de la ciudad bajo ataque, quien dirigió en terreno las operaciones, incluso arriesgando su integridad física. “Es el alcalde de América”, diría días después una de las celebridades televisivas más grandes de Estados Unidos, Oprah Winfrey, que no puede estar más lejana al mundo republicano. Y la revista Time iría más allá: en su recuento de 2001, Giuliani fue elegida la Persona del Año. No había muchas dudas de eso. Y tampoco de para dónde se dirigía su mirada. De hecho, en una de sus biografías más célebres, “Grand Ilussion”, los periodistas Wayne Barrett y Dan Collins cuentan que esa noche del 11 de septiembre, lejos de irse a dormir, Giuliani leyó trozos de una biografía: la de Winston Churchill. Y, en particular, las partes que relataban su ascenso hasta llegar a ser el primer ministro británico.
Pero había un problema temporal: aunque en la ruta de Giuliani la Casa Blanca aparecía como un paso obvio, más con su tremenda popularidad, George W. Bush recién llevaba seis meses en la Casa Blanca y era de su mismo partido. Eso implicaba, por lógica, que intentaría reelegirse y que su primera oportunidad real de competir se daría en 2008, siete años después de su minuto cumbre.
Para ese entonces, había acumulado una cierta fortuna dedicándose a asesorar empresas, y aunque no había perdido del todo su carisma, el efecto ya no era el mismo. En 2007, de hecho, fue el entonces senador Joe Biden, uno de los postulantes a las primarias demócratas, quien lo definió con una línea que terminaría hiriéndolo políticamente, asegurando que cualquier frase de Giuliani incluía sólo tres palabras: “un sustantivo, un verbo y el 11 de septiembre”.
Pese a eso, las encuestas lo mostraban como el líder en un campo republicano sin un claro favorito. Pero ahí el abogado, que pertenecía al ala más moderada del partido, cometió un error táctico: decidió no concentrarse en las primeras contiendas primarias, Iowa y New Hampshire, y apostar todo a una arremetida en Florida, que tenía su elección varias semanas después. Entremedio, sin embargo, apareció John McCain, quien tomó el liderazgo y no lo soltó más. Tras terminar tercero en Florida, Giuliani se retiró.
Mano derecha de Trump
No quiso competir en 2012 y, en 2016, su reputación estaba más mermada. Fue en ese momento cuando tuvo la decisión que marca su actual momento: acercarse al entonces candidato Donald Trump, quien lo fichó como su abogado y representante de confianza. Un rol que incluyó una serie de dudosas tareas que lo tienen hoy no sólo como un paria político, sino bajo escrutinio judicial.
Entre otros temas, Giuliani se convirtió en el nexo de Trump con Ucrania, en una operación que buscaba dañar a Biden con información sensible que supuestamente lo iba a dejar mal. Este tema estuvo al centro del primer juicio político contra el entonces mandatario, y dejó por los suelos la imagen del exalcalde. Vendría más: uno de los momentos más incómodos de su carrera fue cuando cayó en medio de la grabación de la segunda parte de la película “Borat”, en que una supuesta periodista lo masajeaba y le hacía insinuaciones sexuales. Todo, por supuesto, era mentira, pero fue exhibido y repetido hasta la saciedad en la pantalla gigante de los cines, para escarnio del otrora ícono republicano.
Y si había dudas de si Rudolph Giuliani, el alcalde de América, podía caer más bajo aún, las despejó con su rol protagónico en el escándalo posterior a las elecciones en que Joe Biden le ganó a Donald Trump. La humillante imagen de él llamando a una conferencia de prensa en el estacionamiento de un perdido local en los suburbios de Philadelphia -Four Seasons Total Landscaping- mientras las cadenas de prensa confirmaban el triunfo del demócrata ilustra su rol. Luego, la tinta corriendo por su mejilla, que dio la vuelta al mundo. Y finalmente, su discurso minutos antes de que los manifestantes pro Trump atacaran el Capitolio estadounidense, el 6 de enero pasado, y asegurando que había una manera -sin precisar cuál- de que el magnate se mantuviera como gobernante.
Probablemente es esa última imagen la que muestra el contraste de la carrera de Giuliani. Dos décadas atrás, entre los restos de las Torres Gemelas en Nueva York, había sido el bastión de la institucionalidad estadounidense; ahora, en Washington D.C., enardecía a una multitud que arremetería precisamente contra esa institucionalidad.
Hoy sólo quedan sombras perdidas del héroe que alguna vez pudo haber existido. En sus últimas entrevistas, ha reconocido que sabe que puede enfrentar cargos por sus acciones mientras fue el abogado de Trump. Este último, según la prensa estadounidense, aún no le paga por sus servicios -cerca de US$80 millones- ni tiene pretensión de hacerlo. Humillado, en bancarrota y sin capital político, es el solitario final de un emblema de la Gran Manzana a manos de otro ícono neoyorkino. Un cierre que da, literalmente, para ríos de tinta.