Umut Aydin, politóloga turca: “La idea de no injerencia en los asuntos de otros Estados se ha debilitado”
La académica del Instituto de Ciencia Política de la Universidad Católica aborda los roles de la comunidad internacional y de las grandes potencias en el escenario que se dibuja con la salida de Estados Unidos del territorio afgano.
¿Hay deberes -políticos, estratégicos, morales- para las potencias y superpotencias que entran y se quedan buen tiempo en otros países? ¿Hay otros que esgrimir cuando se sale, como Estados Unidos de Afganistán? ¿Qué deberes, reales o presuntos, son y han sido esos? ¿Cómo se han redefinido la autonomía y la legitimación desde que George W. Bush decidió, sin consultarlo mucho, ocupar el país hace 20 años? ¿Qué puede decir al respecto una cientista política turca residente en Chile desde hace una década?
Umut Aydin, docente del Instituto de Ciencia Política de la UC, especializada en relaciones exteriores y en economía política internacional e integrante de la Red de Politólogas, ofrece en primer lugar una panorámica de ciertas conductas. Las potencias occidentales, plantea, “han intervenido militarmente en otros países con muchas justificaciones diferentes. Desde el final de la Guerra Fría, algunas intervenciones se efectuaron en nombre de la mantención de la paz y la seguridad internacionales, como cuando EE.UU. lideró una coalición para liberar a Kuwait tras la invasión iraquí, en 1990, con la autorización del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas”.
Otras intervenciones militares, prosigue, pueden atender a razones humanitarias, como cuando EE.UU. lanzó una misión en Somalia (1992) para ayudar a la ONU en medio de una crisis por la guerra civil y la hambruna. Y otras “pueden tener razones más estratégicas y seguir adelante sin el respaldo de Naciones Unidas. La guerra de Afganistán, que comenzó en 2001, fue en represalia por los atentados del 11 de septiembre. Washington (y Reino Unido, su socio de coalición) no pidió la autorización de la ONU, argumentando que actuaba en defensa propia, lo cual es legal según la Carta de Naciones Unidas. El Presidente Bush arguyó que Afganistán albergaba al grupo terrorista Al Qaeda y a su líder, Osama bin Laden, y que la operación militar tenía como objetivo capturar a Bin Laden, desmantelar Al Qaeda y derribar a los talibanes que, según EE.UU., habían permitido a este grupo terrorista operar desde su territorio. La guerra en Afganistán no fue una intervención humanitaria en nombre de la democracia, los derechos humanos o de las mujeres, todo lo cual se añadió a la misión tras la derrota de los talibanes”.
Otro caso, remata, es la intervención estadounidense en Irak (2003), cuando Washington solicitó autorización de la ONU con el argumento de que el gobierno de Saddam Hussein no cumplió una resolución que lo instaba a desactivar sus armas de destrucción masiva. “El argumento formal era que Irak no estaba cumpliendo con sus obligaciones en el ámbito del derecho internacional y que EE.UU. intervendría para garantizar que estas se cumplieran, pero, por supuesto, también había razones geopolíticas para intervenir”.
¿Qué estatus tienen hoy los “deberes” de las potencias occidentales de cara al principio de autodeterminación, por un lado, y por otro a los derechos humanos como valores universales?
La soberanía, entendida como la potestad de un Estado para ejercer la autoridad en su propio territorio, es el pilar de las relaciones internacionales y se remonta al Tratado de Westfalia (1648). Es lo que permite a los Estados funcionar sin la injerencia de otros Estados en sus asuntos internos. Ahora, la norma de los derechos humanos universales, aunque de origen más reciente, también se ha fortalecido mucho con el tiempo, sobre todo desde que se codificaron en la Declaración Universal de los Derechos Humanos de la ONU (1948). Las intervenciones de Estados u organizaciones internacionales como la ONU, en nombre de la protección de los derechos o de la integridad de un país, ciertamente crean una fuerte tensión entre estas normas: al intervenir, se está violando una normativa internacional (la soberanía) para garantizar el cumplimiento de otra (los derechos humanos). ¿Cómo decidimos cuál norma es prioritaria en una situación determinada? Tras los fracasos de la comunidad internacional, en los 90, para proteger a los civiles del genocidio y la limpieza étnica en Ruanda y en Bosnia, la ONU, junto a Estados como Canadá, buscó una salida a esta colisión de reglas. Así surgió el concepto de Responsabilidad de Proteger (R2P). Este principio, que acordaron todos los miembros de la ONU en 2005, dice que la soberanía no sólo otorga a un Estado el ejercicio de la autoridad en su territorio, sino que también le asigna la responsabilidad de proteger a su población del genocidio, los crímenes de guerra y los crímenes contra la humanidad. Y si un Estado no quiere o no puede hacerse cargo, la responsabilidad se traslada a la comunidad internacional. La R2P le da a la comunidad internacional una vía para hacer compatibles dos normas potencialmente conflictivas. Por supuesto, en la práctica esto no ha sido de fácil aplicación y ha habido inconsistencias que nos hacen dudar de su eficacia: permitió la intervención en Libia, pero no se produjo una intervención similar en Siria, cuya situación también era grave.
¿Qué tipo de dilema se les presenta a los países?
Hay un dilema, y no creo que nadie tenga respuesta clara respecto de cómo y cuándo debe intervenir la comunidad internacional en un conflicto interno o una crisis. La soberanía, la idea de no interferencia en los asuntos internos de otros Estados, es central en las relaciones internacionales. Ahora, esta norma se ha debilitado y cuestionado de distintas maneras. Hay países como China, que ponen mucho énfasis y son aprensivos respecto de la soberanía, también en América Latina: no queremos delegar mucho poder en organizaciones internacionales, no queremos integración regional, etc. La pregunta es cuándo corresponde violar esta norma, por ejemplo con una intervención humanitaria. Ahora, hay casos donde otros intereses se ven involucrados. La intervención en Libia se podía justificar más fácilmente, mientras en casos como el de Siria nadie quiso meterse en una situación tan caótica, posiblemente con consecuencias de muy largo plazo. Obama había dicho que si se usaban armas químicas habría respuesta, pero no pasó nada.
¿Es un dilema para cada Estado o, más bien, para la comunidad internacional?
La R2P es una norma de la comunidad internacional. Si un gobierno, en otra parte del mundo, está matando a sus ciudadanos, a las minorías, la idea es que todos somos responsables: los Estados, las organizaciones internacionales, etc. Algunos países podrían estar más dispuestos a intervenir o a apoyar una intervención, pero al final, alguien tiene que hacerse cargo. Y también hay un costo práctico: en recursos, en tropas, etc. Hay un choque entre dos normas a un nivel más abstracto, pero en la práctica hay una acción colectiva que tiene sus costos, y muchas veces los países no están dispuestos a pagarlos o, por alguna razón, como lo que le ocurrió a EE.UU. en Somalia, quedaron paralizados y no querían meterse en ningún otro conflicto interno. Hay costos políticos internos también.
¿Ve en los últimos 20 años una mutación de los criterios y las corresponsabilidades?
Quizá hay más certezas, más éxitos en la mantención de la paz, pero no en términos de democratización o de consolidación nacional (nation-building). No hay una fórmula mágica. Sabemos qué problemas se dan en un caso, pero no sabemos si el caso siguiente va a presentar los mismos problemas. Ahora, los países aprenden de las experiencias: sabemos qué significa construir instituciones, capacitar a un Estado, a una policía, y sabemos que es extremadamente difícil. La superpotencia mundial no lo logró (en Afganistán) pese al enorme uso de recursos. Pero no sé qué tanto éxito nos garantiza ese aprendizaje. La idea, en todo caso, es prevenir: intervenir diplomáticamente, antes de llegar a una intervención militar.
¿De qué forma la instauración de un sistema internacional de justicia ha afectado la coexistencia internacional y el rol de las grandes potencias?
Hoy tenemos muchos más tribunales internacionales y regionales. Un ejemplo es la Corte Penal Internacional, creada para llevar ante la justicia a los responsables de crímenes de guerra y de crímenes contra la humanidad. La idea es disuadir a líderes, a militares o a grupos armados de cometerlos. La pregunta, sin embargo, es qué tan eficaz puede ser esto: por lo pronto, EE.UU. nunca firmó el tratado que estableció la CPI. Estamos avanzando hacia un sistema internacional más basado en reglas, que trata de proteger a la población civil de las atrocidades, que busca la resolución pacífica de los conflictos y que trata de promover los derechos humanos. Sin embargo, todavía hay muchos ámbitos donde los poderosos hacen lo que quieren y los más vulnerables pueden o no recibir la ayuda que necesitan.
¿Cómo ve el choque cultural y político que se plantea cuando Occidente busca promover la democratización?
Puede haber diferentes ideas respecto de cómo gobernarse, de cómo han de relacionarse un pueblo y su gobierno, etc. Los sistemas también pueden coexistir y lo que se produce no es necesariamente un “choque”. No es que en los lugares donde no hay democracia no haya una voluntad en ese sentido. Depende de cada contexto, e incluso en lugares como Afganistán vimos cuánta desesperación ha habido respecto de la llegada de otro régimen. No podemos concluir, entonces, que hay una cultura incompatible con la democracia: quizá han faltado algunas condiciones, pero no es que se rechace la idea de democracia.
¿Qué limitaciones o qué cegueras ve en el ánimo occidental de democratizar otras regiones?
La democracia es un sistema complejo, con muchas condiciones e instituciones de apoyo, con un sistema de derechos y libertades. Nunca será fácil democratizar un país mediante presiones internacionales, especialmente militares, a menos que haya un Estado que funcione y un apoyo local a la democracia, de abajo hacia arriba. El problema, especialmente con los esfuerzos de democratización en lugares como Afganistán, es que no tienen en cuenta las condiciones locales y pretenden instalar rápidamente un régimen democrático que en el mundo occidental tardó siglos en desarrollarse y madurar. También hay que añadir el problema de que la democratización no era el objetivo de estas misiones, sino que se añadió más tarde.
A propósito del caso afgano, ¿cómo ve la evolución de la cobertura y el tratamiento mediático del mundo musulmán?
El islam es una religión con una tradición rica y diversa. Me preocupa que parte de la narrativa sea demasiado simplista y asuma intereses y cultura homogéneos por parte de las naciones musulmanas, cuando en realidad existe una gran diversidad y diferentes grados de apertura y de democracia. Un ejemplo es la narrativa sobre el islam y el género. Hay una preocupación muy legítima sobre lo que les ocurrirá a las mujeres bajo el régimen talibán debido a su estricta adhesión a la sharia, y comparto esa preocupación. Pero con frecuencia los medios se apresuran a ver a las mujeres sólo en el papel de víctimas y oprimidas en el mundo musulmán, y eso no es una representación fiel de la realidad. Hay movimientos feministas fuertes y articulados, hay luchadoras, políticas y empresarias en países predominantemente musulmanes, y la narrativa de “la mujer oprimida” invisibiliza los diferentes roles que asumen las musulmanas.
Hace 10 años, el fenómeno de la Primavera Árabe despertó un entusiasmo global. ¿Qué puede decirse hoy?
Lamentablemente, salvo quizá en Túnez, no ha avanzado. Si no hay una demanda popular pro-democracia, o de erradicación de la corrupción, ninguna intervención extranjera va a funcionar. Y a veces, incluso cuando hay esa demanda, no funciona. En este caso, la presión internacional no se dio de manera que vulnerara la soberanía o la voluntad de los países. Hubo apoyo, eso sí, a organizaciones civiles, y me parece que eso es lo que hay que hacer.
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