En las ruinas de Mariupol, en una plaza central que las autoridades de ocupación rusas han rebautizado en honor a la Liga de Jóvenes Comunistas de Lenin, un alto funcionario del Kremlin inauguró a principios de este mes la estatua de una anciana que ondeaba una bandera roja soviética.
La imagen, replicada en estatuas, frescos y avisos publicitarios similares en toda Rusia y la Ucrania ocupada, celebra a Anna Ivanova, residente de este pueblo en las afueras de Kharkiv, como símbolo de la causa justa de Rusia en la guerra.
En un video filmado por un soldado ucraniano que se volvió viral en Rusia en abril, Ivanova confundió una patrulla ucraniana con soldados rusos y salió con una pancarta roja para saludarlos. Cuando el soldado ucraniano arrojó la bandera soviética al suelo, Ivanova ofendida se negó a aceptar una bolsa de plástico que contenía la ayuda con alimentos del soldado. “Es la bandera bajo la que luchaban mis padres y tú la estás pisando”, le regañó al soldado en el video. “Devuélveme la bandera”.
Días después de que el video encendiera las redes sociales, un representante ruso pronunció un discurso elogiando el heroísmo de Ivanova en el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas. Una legisladora rusa, Nina Ostanina, exigió una “operación especial” para rescatar a Ivanova -conocida en Rusia como “la abuela Anna”- de los “nazis” ucranianos para que pudiera participar en las celebraciones en la Plaza Roja de Moscú.
“Ella es el símbolo de la lucha contra el nazismo y el fascismo, se ha convertido en la abuela de todo el Donbás y de toda Rusia”, dijo Sergey Kirienko, subjefe de gabinete del Presidente Vladimir Putin, mientras dos mujeres jóvenes con boinas rojas y uniformes paramilitares flanqueaban una estatua de Ivanova en Mariupol, donde unas 20.000 personas murieron en el reciente asalto ruso. El Kremlin ha justificado su invasión de Ucrania afirmando falsamente que el gobierno de Kiev está controlado por neonazis.
“La abuela Anna es el símbolo de nuestra madre, la patria, para todo el mundo ruso... para todos aquellos que exigen el derecho a hablar ruso”, concluyó Kirienko.
Para Ivanova, cuya casa perdió el techo y las ventanas por los bombardeos rusos en marzo, y que habla ucraniano como lengua materna, esta nueva fama en Rusia es desconcertante y desagradable, dice. Su historia de la vida real es mucho más compleja que la historia multiplicada por la propaganda rusa. Está impregnada de las tragedias provocadas por este conflicto y por el enorme costo social del colapso de la Unión Soviética.
“Ojalá pudiera llamar a Putin y decirle: ¿Por qué era imposible resolver esta cuestión sin guerra, para que ni sus hijos ni los nuestros tuvieran que morir? Es una gran calamidad, para Ucrania y para Rusia”, dijo Ivanova en su jardín mientras los intercambios de artillería entre las fuerzas ucranianas y rusas se desarrollaban a pocos kilómetros de distancia, interrumpiendo la conversación. “¿Qué le hemos hecho nosotros, Ucrania, a Rusia para que tengan que matarnos? Rusia lo empezó. Ucrania no los tocó”.
Mucho más joven que su interpretación en Rusia y sin ser una abuela real, Ivanova tiene solo 69 años, la misma edad que Putin, a quien los medios estatales de Moscú promocionan por su fuerza y virilidad. Vive con su esposo, Ivan Ivanov, oriundo de la cercana región rusa de Belgorod, en una casa en ruinas que no ha tenido electricidad ni señal de televisión desde que las columnas blindadas rusas corrieron hacia Kharkiv el 24 de febrero.
Debido a que Ivanova no puede cargar su teléfono, solo es vagamente consciente del curso de la guerra. Casi ninguno de sus vecinos permanece en el pueblo, que estuvo en la línea del frente hasta que los avances ucranianos despejaron un cinturón al norte de Kharkiv, la segunda ciudad más grande del país, a principios de mayo. Algunos de los que no se han ido ya no hablan con ella.
La historia de la vida de Ivanova se lee como una lista desgarradora de catástrofes que comenzó con el colapso de la Unión Soviética en 1991. Para muchos ucranianos, especialmente en las grandes ciudades, la independencia significó nuevas libertades y oportunidades. Pero para una mujer de clase trabajadora como Ivanova, exempleada de un elevador de granos, la realidad de una Ucrania independiente resultó mucho menos prometedora.
Al igual que para muchos otros ucranianos en el Donbás y en otras áreas desfavorecidas del este de Ucrania, los trabajos garantizados y los suministros constantes, aunque escasos, fueron reemplazados por trabajo precario o desempleo absoluto a medida que una ola de delincuencia, corrupción y drogas arrasó el mundo post soviético en la década de los 90.
El dolor de este colapso social y económico es una de las razones del ascenso de Putin, quien prometió restaurar la gloria soviética perdida. También explica el atractivo limitado pero real que los políticos prorrusos disfrutaron en el Donbás y, antes de la invasión de este año, en otras partes del este de Ucrania.
Jugando con esa nostalgia soviética, especialmente entre las generaciones mayores, las tropas rusas enarbolan rutinariamente la bandera roja en las ciudades ucranianas que ocupan y han restaurado las estatuas de Lenin, desmanteladas por Ucrania en 2014, en muchas de las plazas principales de estas ciudades.
Tal como lo explica Ivanova, la bandera soviética que llevó a las tropas -y que conservó desde su juventud, cuando todos en el pueblo la enarbolaban en el feriado del 9 de mayo para conmemorar la victoria soviética sobre los nazis- no tenía nada que ver con apoyar a Putin o su guerra. “Para mí es una bandera de paz, la bandera con la que terminó la guerra en Alemania. No es una bandera del mal, sino una bandera de amor”, dijo mientras la saca de su cobertizo, señalando que aún debe lavarla.
El día en que se grabó el video, llevó la bandera solo para ganarse el favor de los soldados, que ella supuso que eran rusos, dijo. “Rezamos por ti y por Putin y por todo el pueblo”, se puede escuchar a Ivanova decir en la grabación. Parece visiblemente sorprendida cuando el soldado responde: “Gloria a Ucrania”. “Estamos orando”, dice ella en respuesta.
Esa conversación ocurrió en marzo, solo unas pocas semanas después de que se iniciara la guerra. El teniente Viktor Kostenko, el soldado ucraniano que pisó la bandera soviética y en cuyo teléfono se grabó la conversación, dijo que inicialmente solo envió el video a un círculo reducido de otros soldados a través de una aplicación de mensajería. Dice que se sorprendió cuando se filtró en las redes sociales y terminó en la televisión rusa.
A pesar de la negativa inicial, el esposo de Ivanova terminó llevándose el paquete de comida ese día. El teniente Kostenko, que está al mando de una compañía del Ejército ucraniano que estaba desplegada en la aldea, regresaba con frecuencia en los días siguientes para llevar más comida a la pareja.
El teniente Kostenko dice que en repetidas visitas trató de discutir con Ivanova, que es una ávida feligresa, sobre cómo es imposible reconciliar su fe cristiana con la glorificación de la Unión Soviética, que destruyó iglesias y persiguió a los fieles. Reconoce que sólo tuvo un éxito limitado.
“Nos hicimos amigos, pero esta persona está hambrienta de información, no tiene idea de lo que está pasando en el mundo”, dijo el teniente Kostenko. “Ella vive en su pasado”.
En el pasado soviético, la vida era indudablemente mejor, reconoce Ivanova. “Teníamos todo. No había fronteras, podíamos viajar libremente a Rusia, a Bielorrusia, a ver a los familiares que todos tienen del otro lado”, dijo.
En ese momento, ella era madre de cuatro hijos. Dos de sus hijos murieron violentamente en la década de 1990, posiblemente envueltos en actividades delictivas relacionadas con las drogas, dijo. Su hija de cuatro años murió en un incendio accidental. Otro murió de neumonía cuando era un bebé.
Uno de los hermanos de Ivanova murió a causa de una enfermedad causada por su trabajo haciendo contención en el desastre nuclear de Chernobyl en 1986. Su madre y el hermano restante murieron congelados en esta casa de pueblo después de que no pudieron pagar la calefacción, dijo. Sus cuerpos fueron descubiertos por el cartero que entregaba las pensiones.
“Tenía hijos y ahora me quedé sin nadie, completamente sola”, afirmó, sacudiendo la cabeza. “Qué destino tan amargo y aterrador”.
Ivanova y su esposo aún reciben pensiones de tan solo 2.500 grivnas al mes, equivalentes a unos 85 dólares, y los voluntarios ucranianos les traen sopa y porridge todos los días. Estos voluntarios a principios de este mes los llevaron al Hospital Número 8 de Kharkiv después de que la condición del corazón de Ivanov empeorara debido al intenso bombardeo cercano. Su estancia fue corta. El Ministerio de Defensa de Rusia emitió un comunicado el 8 de mayo, diciendo que el hospital había sido convertido en un centro de comando y depósito de municiones por “militantes de batallones nacionalistas” que supuestamente colocaron sistemas de artillería en el lugar.
Ivanova y su esposo, como todos los pacientes, fueron rápidamente despedidos cuando los médicos vaciaron el hospital por temor a que, al igual que otras instalaciones médicas ucranianas, fuera blanco de ataques rusos. The Wall Street Journal visitó el complejo cuando el último personal estaba empacando ese día y no encontró evidencia de presencia militar en los terrenos.
Desde entonces, Ivanova e Ivanov han permanecido en su casa del pueblo, visitando la iglesia con la mayor frecuencia posible y orando por un rápido fin de la guerra. “La guerra continúa y los proyectiles siguen volando sobre nosotros todos los días. Es inútil siquiera tratar de restaurar las ventanas, ya que cada vez que hay bombardeos, se rompen”, dijo Ivanova. “Estamos plantando nuestro jardín ahora, pero no sabemos qué pasará mañana. La vida pende de un hilo”.
Ivanov, que permaneció mayormente en silencio porque había perdido la mayor parte de su audición, finalmente intervino en la conversación. “Mira esto”, dijo. “Vivimos en el infierno puro”.