Una urgente pausa: los trabajadores que dejaron de atender
Los estrictos protocolos, el distanciamiento familiar y ser testigo de numerosas muertes. Según la última encuesta de Sochimi, el 81% del personal de salud padece cansancio emocional grave y el 35% sufriría estrés postraumático. Isadora Castro (30) y Amparo Riveros (29), dos trabajadoras de la primera línea, sintieron eso. Y decidieron suspender sus labores, sanarse y recuperar la energía perdida tras un año de pandemia.
La enfermera Isadora Castro López (30) define la pandemia como una guerra, o una película de ciencia ficción. Trabajó durante seis años en la UTI de la Clínica Dávila, una de las más grandes de Chile, en extenuantes turnos, siempre cuidando de, al menos, seis pacientes. Pero en marzo del año pasado, todo cambió de golpe. “Fue de un momento a otro. Estábamos un día trabajando al ritmo normal y, al otro, todo cambió. Comenzaron a llegar pacientes mucho más graves y la incertidumbre por no saber a lo que nos enfrentábamos, a los cuidados que debíamos tener frente a los pacientes contagiados, generaron un caos entre todo el personal. El desconocimiento te estresaba mucho más que la gran carga laboral, que era extrema”, recuerda.
Habla en pasado, pues, además de haber cumplido un año de enfrentarse por primera vez al coronavirus, hace algunos meses decidió que ya no podía más. “Fue tan repentino todo”, asegura. Acostumbrada a trabajar con enfermos que, en el peor de los casos, requerían de ventilación mecánica, los nuevos requerimientos y la complejidad de los contagiados la obligaron a replantearse todo, a aprender, casi, una nueva especialidad, frente a este nuevo tipo de paciente.
“Siento que el personal de la UTI y las Urgencias son las áreas que peor lo han pasado en la pandemia, porque no estaban acostumbrados a manejar a pacientes con este tipo de complejidades y tuvimos que aprenderlo de un día para otro. Esto no fue solo a nivel de enfermeras, sino que todos, desde auxiliares en adelante”, confiesa.
Desde el 3 de marzo, cuando se detectó el primer caso de Covid en Chile, pasaron apenas tres días para que un protocolo estableciera las nuevas reglas de cuidado en su trabajo. “Un protocolo que cambió 16 veces, hasta que me fui”, relata.
El aumento exponencial de casos y los requerimientos del Ministerio de Salud para dar abasto al tratamiento de los pacientes más críticos hicieron que rápidamente pasara a cuidar a pacientes intubados, conectados por la tráquea a un respirador mecánico, algo que nunca había hecho.
Yo era antigua entre mis colegas y los antiguos teníamos una responsabilidad tremenda porque, además, llegaban enfermeras nuevas casi todas las semanas y había que estar siempre apoyándolas. Hubo llantos, frustración. Pasamos de tener cuatro UTI de 24 camas, a transformarlas en seis UCI de 24 camas.
Isadora Castro, enfermera
Pasaron los meses y la rutina comenzó a hacerla sentir más indolente a la muerte. Antes, apenas había visto fallecer a 10 pacientes en toda su carrera, pero el año pasado, en solo seis meses, despidió a 20. “Perdí la sensibilidad ante la vida y la muerte. La gente se moría ahogada y yo los veía, era como una repetición, una y otra vez; el escenario era tan constante que al final normalizábamos la muerte. Me volví insensible a todo esto y cuando me di cuenta de eso, me impactó muchísimo”.
Estaba en ese viaje interior, recién asimilando el dolor que producía en las familias las pérdidas que entre las paredes de su reconvertida UTI ocurrían, cuando una amiga le avisó de una oportunidad laboral, un trabajo administrativo en la agencia Alameda de la Asociación Chilena de Seguridad (ACHS). “Se me presentó una oportunidad, así fue el cambio. Era menos dinero, pero al menos era trabajo diurno, no el turno que tenía acá e implicaba poder dormir en mi cama en las noches, que era algo que añoraba. Aposté a perder mi indemnización, mis años de trabajo, incluso a recibir menos sueldo, pero no me importó”, dice.
Un llamado interior
Como Isadora, son numerosos los profesionales de la salud que han sufrido algún tipo de trastorno por el estrés, a un año de enfrentarse al virus. Según cifras del Ministerio de Salud, entre marzo y diciembre del año pasado la red asistencial recibió 32.440 licencias médicas, es decir, el 16,7% debió tomar una pausa para continuar.
Así, el primer año de la pandemia tuvo un claro efecto en el ausentismo laboral entre los trabajadores de salud. Mientras en 2018 los funcionarios, en promedio, tuvieron 24 días por enfermedad, el 2019 fueron 25 y el año pasado 30. Es decir, en solo un año estas bajas por problemas de salud, físicos y mentales crecieron 21%.
Eso ha tenido un fuerte impacto en los centros de salud, que hoy conviven con un 15% a un 28% del personal ausente por licencias médicas, asociadas a la fuerte carga laboral que ha implicado la emergencia sanitaria.
Según la última encuesta de la Sochimi (Sociedad de Medicina Intensiva) realizada a fines del año pasado, el 81% del personal de las UCI padecía síndrome de Burnout o agotamiento extremo. Además, un 78,7% de los encuestados manifestó preocupación por su salud mental debido a la pandemia; un 23% había recibido algún tipo de atención de salud mental y un 13,4% tuvo licencia médica por esta causa. Además, se detectó que el 35% de los trabajadores sufría síntomas de estrés postraumático.
Sintiendo el desgaste de los complejos meses, la kinesióloga Amparo Riveros Crisosto (29) también decidió darse un tiempo para “estar mejor”. “Comencé a trabajar en mayo del año pasado, porque necesitaban más personal para cubrir cargos de kinesiología en la pandemia. No daban abasto y sentí un llamado vocacional. Era mi primer trabajo como profesional y sentía que no podía restarme”, reconoce.
Se desempeñaba en la UTI, apoyando la rehabilitación respiratoria y motora de los pacientes contagiados. Podían ser casos activos, agudos o recuperados que quedaron con muchas secuelas, tras someterse a ventilación mecánica. “Les enseñaba a mover las piernas, a moverse, a ponerse de pie. El Covid-19 quita mucha capacidad anaeróbica, por lo que debía ayudarlos a volver a comenzar”.
Y aunque disfrutaba del trabajo con sus pacientes, el cuarto turno, no ver a su familia y la propia pandemia, poco a poco comenzaron a desgastarla, abatirla. Y luego de trasladarse a la Sala de Cuidados Especiales (SCE), comenzó a ver cómo su ánimo decaía. “Tuve a muchos pacientes que se recuperaron, pero varios que murieron, principalmente los que ya tenían patologías respiratorias de base. Muchos pasaban varios días agonizando y ahí una trata de mantenerse firme, entera, para entregarles una buena atención. Llevaba un parlante y ponía música para animarlos y animarme a mí misma. Había días buenos y días malos”, reconoce.
Junto a una amiga, enfermera, decidió hacer una pausa indefinida y viajar. Se refugió en Costa Rica. “Esta experiencia fue un golpe de energía. Cada día me sentía más cansada. Siempre cumplía con mis labores, pero muy cansada y no conseguía desconectarme del trabajo”.
Ya lleva dos semanas recorriendo el país centroamericano.
Ni Isadora ni Amparo se arrepienten de la decisión. Todo lo contrario. “Suena feo, pero al final eres un número, alguien reemplazable, mientras que nadie se preocupa realmente por tu salud mental. Además, si yo estaba mal, ¿qué tipo de atención iba a ofrecer?”, dice la enfermera.
“Debes estar bien tú para poder entregar una buena atención a los pacientes. Tengo visa por tres meses aquí, cuando acabe, siento que mi corazón me va a llamar nuevamente a mis labores, pero ahora algo me decía, me gritaba, que debía salir de ahí”, reconoce la kinesióloga.
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