Sábados y domingos, Dina Aravena (39) se ubica en una esquina de Plaza de Armas, en la comuna de Santiago. Vestida con el traje clásico de los organilleros y organilleras que recorren Chile, decora la caja melódica con burbujas, pelotas inflables y remolinos de colores que llaman la atención de niños y adultos mayores que concurren al lugar en donde la artista se instala hace seis años.

Casi imperceptible, realiza movimientos con su mano y gira la manivela de su instrumento, de donde salen melodías como “Tango y Cueca”. El mini espectáculo que monta junto a su hijo chinchinero Josué (15), pronto llama la atención de los transeúntes que pasan a diario por el lugar. A medida que la música resuena y avanza, las personas se acercan y depositan monedas o billetes según la generosidad de cada uno.

Dina y su hijo forman parte de los menos de 50 organilleros y chinchineros que quedan en Chile. El pequeño y popular gremio fue uno de los tantos que sufrió los costos del estallido social, en 2019, y la crisis sanitaria de 2020-21.

Sigo con el oficio para que la tradición familiar no se pierda”, comenta Dina. Y agrega: “Mi abuelo comenzó a tocar el organillo y luego le traspasó esa cultura a mi papá, quien nos enseñó el instrumento a mí y a mis tres hermanos cuando tenía apenas cinco años. Al comienzo no escogí salir a las calles a bailar y tocar los platillos, pero poco a poco me encanté con esta cultura. Hoy tres de mis cinco hijos han seguido mis pasos”.

De generación en generación

Dina se formó como chinchinera a los cinco años. A su corta edad, sin entender mucho un oficio que para ella comenzó como un juego, salía con su hermano mayor, Carlos, que debía recorrer las calles para ayudar a mantener a la familia. Hasta hoy, Dina recuerda cuando Carlos la tomó del brazo y la llevó al Paseo Ahumada, para que bailara con los tambores y platillos.

“Me dijo que bailaba bien y que tenía que aprovechar ese talento. Fue así que durante siete años ambos recorríamos las calles de Santiago tocando nuestra música a cambio de monedas. Todos los días tomábamos la micro “La 2 Caro” que pasaba cerca de nuestra casa en Lo Espejo y partíamos al centro de la capital. Allá se nos iba todo el día, pero lo disfrutamos. Éramos felices”, recuerda.

(De izquierda a derecha) Dina Aravena (7) junto a sus primos y el pequeño chinchinero, Juan Loyola (9) en el centro de la ciudad de Iquique.

Pero fue difícil y no todo siempre era un juego: Dina presenció cómo personas consumían drogas, otros que ejercían el comercio sexual y las riñas callejeras, que eran recurrentes en las plazas de la capital. En ese escenario de adultos y ganando algo de dinero a corta edad, dejó de lado los estudios para viajar y recorrer distintas ciudades.

Recuerdo que con siete años viajé con mi otro hermano, René, a Iquique para trabajar como chinchinera. Recorrimos varias localidades en bus y llegamos a donde un primo que nos acogió por dos meses en el norte. Para mí era como estar en otro país, porque no conocía nada más. Tenía tiempo para eso, porque no prestaba atención a la escuela. Por eso llegué solo hasta quinto básico”, reconoce.

Un patrimonio humano

Aunque llegó a presentarse en la Fiesta de La Tirana, en la Región de Tarapacá, y otros festivales del centro y sur del país, cuando tenía 12 años, Dina perdió el interés. En plena adolescencia, al igual que sus hermanos, dejó el oficio.

“Una de las razones de por qué dejé de lado esta actividad fue por el mundo machista que se esconde detrás de los chinchineros. Este oficio siempre ha sido una cosa de hombres, en el que una mujer normalmente no es bienvenida”, sostiene.

Varios años después, ya casada y con hijos, lo retomó. Así, se repitió la historia: su hijo mayor, Josué, comenzó a tocar el tambor que ella aún mantenía en su hogar y, sin saberlo, la motivó pero ya no como bailarina, sino como organillera.

Hace seis años, Dina arrendó un instrumento por $240 mil a la empresa familiar Organilleros y Chinchineros Lizana, que ha mantenido la tradición desde 1920 en la Región Metropolitana. “Desde esa fecha que no me muevo de Plaza de Armas. Pese a que a mi marido, que es camionero, me decía que no le gustaba este oficio y que yo involucrara a mis hijos en esto, hoy ha llegado a comprenderlo y me apoya en todo sentido”, cuenta.

Los organilleros en Chile -oficio declarado Patrimonio Humano de Chile en 2013- son conocidos como músicos callejeros que tocan melodías a través de una caja con tubos metálicos y un sistema mecánico de relojería que permite emitir sonidos mientras pasa el viento. Con el tiempo, el instrumento fue mutando y ya no solo tocaba música de moda, sino que se le agregaron al cajón de madera con trípodes, elementos extras como remolinos, bombos y loros de la suerte.

El inicio de este oficio se remonta a fines del siglo XIX, cuando el alemán José Strup llegó al puerto de Valparaíso. Desde entonces, los cultores que se iniciaron entre los cerros porteños, interpretaron un repertorio ligado al fox trot, el charleston, la cueca, la tonada, y al pasodoble.

Pese a las décadas y los cambios culturales, el organillero ha logrado subsistir gracias a la herencia familiar, convirtiéndose en un oficio y modo de vida, incluso, para las nuevas generaciones.