En 2012, San Pedro Sula -la segunda localidad más poblada de Honduras- era la ciudad más violenta del mundo. “El mismísimo Satán vive en San Pedro. Aquí las personas matan a otras personas como si no fueran más que gallinas”, comentaba entonces al diario británico The Guardian un empleado funerario. Según las cifras del Consejo Ciudadano para la Seguridad Pública y la Justicia Penal A.C., una ONG mexicana que anualmente entrega un ranking de las ciudades con mayores tasas de homicidios en el planeta, ese año en la urbe hondureña murieron 1.143 personas, lo que equivale a 158 homicidios por cada 100 mil habitantes, superando a Ciudad Juárez (147). “La capital mundial de los homicidios”, tituló por entonces un reportaje de CNN.
Hoy, San Pedro Sula ocupa el lugar 42 en el mismo listado de la ONG mexicana. Si bien sigue siendo una de las 50 ciudades más peligrosas del mundo, las cifras de homicidios han caído fuertemente: la tasa llega a 36 por cada 100 mil habitantes y los tiroteos se redujeron en más de un 90%. Uno de los protagonistas en este proceso fue la organización estadounidense Cure Violence, que llegó a San Pedro Sula en 2013 y en dos años ya mostraba resultados positivos. “Antes, todas las semanas había una masacre, donde morían cinco o seis personas, pero desde hace años esos hechos violentos ya no los experimentamos”, recuerda a La Tercera Lourdes Henríquez, una de las encargadas del programa para América Latina de la organización creada hace 23 años en Chicago.
Junto a la teoría de las ventanas rotas, que dio pie al programa Tolerancia Cero que logró reducir fuertemente los índices de violencia en Nueva York de la mano de William Bratton y el alcalde Rudolph Giuliani en los 90 y comienzos del 2000, el modelo de Cure Violence es uno de los más reconocidos a nivel mundial y hoy opera en más de 100 ciudades y 16 países. Sin embargo, al contrario de la teoría elaborada por James Wilson y George Kelling -que plantea que cuando hay una ventana rota en un vecindario muy pronto todas las demás lo estarán y es necesario frenar los problemas cuando aún son pequeños para evitar que la violencia escale-, Cure Violence aborda la violencia como un asunto de salud pública y con la lógica de una epidemia.
“La violencia es contagiosa”
Después de pasar más de una década en África, combatiendo epidemias de cólera, tuberculosis y sida en Somalia, Uganda, Burundi, Congo, entre otros países, el médico estadounidense Gary Slutkin regresó a Chicago a fines de los 90 y comenzó a elaborar un modelo que reprodujera los métodos para tratar enfermedades infecciosas en la lucha contra la violencia. Según recordaba hace unos años en una charla Ted, “los mapas de la violencia en la mayoría de las ciudades estadounidenses se ven como clusters, los mismos que se observan en las epidemias infecciosas”. Sucede también al revisar los gráficos: hay olas epidémicas. Y a ello se suma el hecho de que el mayor predictor de la violencia es un caso anterior de violencia. “La violencia es contagiosa”, dice.
A partir de ahí desarrolló un sistema conocido inicialmente como CeaseFire y luego como Cure Violencia, que se aplicó exitosamente en Chicago, donde los tiroteos cayeron un 67% sólo en el primer año de aplicación del programa. “Son tres recursos los que se usan tradicionalmente para combatir una epidemia y son los mismos métodos los que usamos para curar la violencia”, dice a La Tercera Guadalupe Cruz, directora para América Latina de la organización. “Se debe interrumpir la violencia, cambiar el comportamiento y modificar las normas comunitarias”, apunta. Y para frenar la transmisión se recurre a personas, denominadas “interruptores”, cuyo objetivo es frenar el “contagio”. “Son personas que han vivido en la comunidad y que tienen credibilidad”, explica Cruz.
Los mapas de la violencia en la mayoría de las ciudades estadounidenses se ven como clusters, los mismos que se observan en las epidemias infecciosas”
Gary Slutkin, epidemiólogo y fundador de Cure Violence
Los “interruptores” son el eje central del modelo, “agentes positivos” que son capaces de cambiar las conductas y contener la violencia. Operan como una vacuna: enseñan al cuerpo a defenderse. En Estados Unidos, desde el inicio del programa en Chicago hace dos décadas, se ha recurrido a expandilleros o exconvictos que se han rehabilitado y actúan como líderes positivos en su comunidad. “Eso funciona en Estados Unidos”, dice Guadalupe Cruz. “Sin embargo -agrega-, no es aplicable en todos lados”. Según ella, en Honduras, por ejemplo, no es posible que alguien que se vaya de una mara o que tenga antecedentes sea un “interruptor”. “Por eso, ahí se tuvieron que identificar personas de la comunidad con credibilidad y el sistema funcionó”, asegura.
Lo sucedido con los “interruptores” en Centroamérica es una prueba de los necesarios ajustes que el modelo ha debido tener dependiendo de donde opera. “La metodología queda igual, pero el contexto cambia”, apunta Cruz. Al contrario de Estados Unidos, en lugares como Honduras, Ciudad Juárez o Culiacán, por ejemplo, el programa no tiene ninguna relación con la policía, porque “sabemos cómo opera la corrupción en esos lugares y la corrupción en la policía está a un nivel muy alto”, y “nuestro principal objetivo es proteger a nuestro equipo”, agrega. “Este es un proyecto para cambiar normas sociales, para interrumpir la violencia, no queremos que nadie nos vea contra ellos, no estamos contra las maras, sino que actuamos contra la violencia”, dice Cruz.
Ciudad Juárez y Chicago
Desde su creación, Cure Violence se ha aplicado en una veintena de países y en la mayoría de las principales ciudades de Estados Unidos. Una serie de evaluaciones independientes sobre su aplicación plantean resultados variados. Si bien en Chicago la respuesta inicial mostró una fuerte caída de la violencia -con una reducción de entre 41% y 73% en los tiroteos, dependiendo de la comunidad intervenida, hasta un 100% de reducción en los crímenes por represalias-, el panorama cambió hacia mediados de la década pasada, cuando los homicidios volvieron a subir, llegando a los mayores niveles en 50 años. Las razones, según los encargados del programa, estarían en fallas en la aplicación y supervisión del modelo. Un problema que sigue presente.
“Los resultados van a variar de un lugar a otro”, apunta Cruz, “no es posible asegurar que el resultado va a ser igual en todos lados, ni que va a haber un resultado, todo dependerá de la evaluación inicial”. Según la directora para América Latina del programa, un ejemplo es lo sucedido en Rosario, Argentina, “donde hicimos un entrenamiento y fuimos parte del programa por un año junto a un socio”. Allí, asegura, el resultado no fue el mejor, pero la intención es regresar y “estamos en conversaciones”. Cada modelo se debe adecuar a su propia realidad. “Argentina, por ejemplo, es muy diferente a Honduras o México, es violencia de familia, de crimen organizado, pero de familias completas”, dice, “mientras que en México se trabaja con los carteles”.
Conocer las causas de la violencia y los datos es clave, aseguran, para una adecuada aplicación del programa. “El origen de la violencia es distinta dependiendo del país, en Honduras es comunitaria, hay grupos que extorsionaban o mataban, por ejemplo, a profesores porque no pasaban de curso a sus hijos, mientras que en Juárez estamos a la sombra del crimen organizado, estamos en la frontera, donde la migración es muy grande y operan los grupos que trafican personas”, apunta, y agrega que en casos como Culiacán, “el tema central es el cartel del Chapo, mientras que en Canadá es el tema de las reservas de indígenas, que generó mucho dinero por vivir en una reserva y ese dinero generó violencia de grupo, armas y drogas”. Por eso, apunta, para aplicar el modelo “dependemos mucho del contacto local”, dice.
“En Ciudad Juárez -indica Cruz- trabajamos con grupos privados que financian el proyecto, igual que en Culiacán, mientras que en Colombia hemos trabajado con alcaldías y también con el sector privado. Dependerá muchas veces del financiamiento”, agrega. En muchas ocasiones este ha venido del Banco Interamericano de Desarrollo. Es el caso del programa aplicado en Puerto España, en Trinidad y Tobago, donde la tasa de crímenes violentos bajó 45,1% el primer año y 44,9% el segundo. Además, hubo una reducción de 38,7% en los tiroteos. Cifras similares se vieron en Cali entre 2017 y 2019. En la ciudad colombiana la intervención se hizo en dos comunidades, Charco Azul y Comuneros, donde se redujeron los homicidios en 47% y 30%, respectivamente.
En Estados Unidos, la actual administración de Joe Biden ha reactivado los planes para financiar programas que utilicen “interruptores”, como los propuestos por Cure Violence, a causa del alza en la tasa de homicidios registrada en los últimos años. La iniciativa, sin embargo, ha generado posiciones encontradas. Según Jeffrey Butts, investigador del John Jay College of Criminal Justice, la investigación sobre el efecto de los interruptores “es mixta e incompleta”. “Se necesitan todavía más estudios”, comentó Butts a Vox News. Una investigación en Richmond, California, por ejemplo, mostró que si bien el programa generó una baja en la tasa de homicidios, se produjo un leve aumento en otros tipos de violencia. Algo similar sucedió en Baltimore y St. Louis.
Para su fundador, Gary Slutkin, los problemas se deben principalmente a su mala implementación. “Obtener resultados en todas las comunidades es una vara demasiado alta cuando se tiene un financiamiento a medias o irregular; para hacerlo bien todo el tiempo se requiere una cantidad constante de formación y asistencia técnica en terreno”, comentó a Vox News. Además, como apunta Guadalupe Cruz, “Cure tampoco hace todo el trabajo sola, hay otras organizaciones que complementan su labor”. El mejor ejemplo es San Pedro Sula, donde intervinieron distintos grupos y hoy no sólo los servicios públicos volvieron a entrar a comunidades donde antes no lo hacían, sino que “la percepción de la violencia cambió y esa es una gran mejoría”, dice Lourdes Henríquez.