Columna de Max Colodro: La anomalía

La multitudinaria marcha del viernes 25 de octubre vista desde el aire.
La multitudinaria marcha del viernes 25 de octubre vista desde el aire. Foto: Patricio Fuentes


Concluye una década donde las lógicas de la transición fueron remplazadas por una nueva singularidad. Desde 1990 a 2010, los sucesivos gobiernos de la Concertación generaron un marco de gobernabilidad que hizo posibles grandes avances en materia de crecimiento económico, desarrollo social y estabilidad política. La denominada "democracia de los acuerdos", con sus limitaciones y debilidades, dio lugar al mejor período del último medio siglo según todos los indicadores relevantes.

A medida que el país avanzaba, nuevas expectativas y nuevas frustraciones fueron acumulándose. Desde el malestar con las inequidades, los abusos corporativos y de entidades públicas, hasta la rabia con los casos de colusión empresarial. La precariedad de las pensiones extendió también la convicción de vivir en una sociedad marcada por grandes injusticas. Ya en el primer gobierno de Michelle Bachelet (el último de la Concertación), el descontento social tuvo en la "revolución de los pingüinos" una de sus primeras campanadas de alerta, que ilustró una importante dimensión generacional subyacente.

Pero fue en 2010 cuando el principal factor de quiebre político se precipita: luego de ininterrumpidos veinte años de gobiernos de centroizquierda, la alternancia en el poder se produce, la derecha gana por primera vez una elección presidencial en más de medio siglo y, además, con una inédita mayoría absoluta. Sin matices, dicha circunstancia termina de desplomar las premisas históricas de la transición y se inicia un nuevo ciclo político, marcado a fuego por una lógica polarizante y por desacuerdos de fondo en materia constitucional y de modelo económico.

En efecto, el impacto de la derrota fue tan traumático para la centroizquierda que la condujo a uno de los procesos políticos más delirantes de la historia reciente: avergonzarse de su obra, cuestionar severamente los logros y avances obtenidos por Chile durante las dos décadas que estuvo en el poder. Derivada de esa insólita auto-demolición, en vastos sectores de ese mundo va destilando un espíritu refundacional, el sueño de imponer una "retroexcavadora" a todo lo construido desde 1990. El país se tensiona, el primer gobierno de Sebastián Piñera debe afrontar un movimiento estudiantil que lo deja literalmente en las cuerdas, validando a una centroizquierda que acoge sus demandas como un oportuno apalancamiento para el retorno al gobierno.

Pero la Nueva Mayoría también fracasa: sus reformas son cuestionadas, la economía y la inversión se estancan, la idea de quitarle los patines a la clase media destruye el imaginario reformador y el país vuelve a optar por la anomalía, es decir, por el retorno de la derecha al poder. Una derecha que en rigor nunca logró entender lo que su presencia en La Moneda simbolizaba para un sector muy relevante de la sociedad, y que tampoco ha comprendido por qué los malestares, los abusos y las inequidades que arrastra la sociedad casi desde siempre, tienen un "sabor" distinto cuando es ella quien los administra e intentar contenerlos.

El estallido social de octubre posee seguramente un amplio abanico de causas y factores desencadenantes, pero ha tenido la cualidad de reafirmar el ciclo político abierto por la alternancia en el poder: con polarización extrema, desacuerdos en materia constitucional, intolerancia y violencia desatada, en un contexto de creciente debilidad institucional, deterioro político y carencia de liderazgos.

Ya es un hecho que el proceso constituyente iniciado el quince de noviembre no logró aquietar las aguas y es muy probable que termine siendo un factor más de tensiones, división y violencia política. Por ahora, el riesgo de que el cauce institucional sucumba ante los esfuerzo de desestabilización e ingobernabilidad de diversos sectores no puede descartarse. En síntesis, con todas sus singularidades a cuestas, el escenario actual ha venido también a ratificar que en un Chile donde la derecha puede ganar elecciones -y de hecho gana- la construcción de consensos mínimos en cuestiones estratégicas es casi un imposible.

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