Nuestra percepción de la velocidad del tiempo es variable. En ocasiones algo que ocurrió hace un año, como el Venezuela Aid Live en la ciudad de Cúcuta, parece haber sucedido hace diez o quince. Fueron apenas doce meses, pero se sienten como dos mundos de diferencia. Hasta febrero de 2019, el presidente Sebastián Piñera se presentaba como un líder que buscaba con decisión el respeto a los Derechos Humanos. Respaldaba con fuerza los numerosos informes de organizaciones internacionales que denunciaban al régimen de Nicolás Maduro. No dudaba de ellos y exigía declaraciones enérgicas de la ONU, algo que finalmente ocurrió en julio del año pasado con un documento contundente sobre la represión en Venezuela. Cuatro meses después, cuando los informes sobre la situación en Chile después del estallido de octubre se acumulaban, las energías del gobierno local para hacer respetar los Derechos Humanos parecían haberse agotado. La subsecretaria a cargo del tema enfrentaba a la prensa sin responder preguntas, y se limitaba a anunciar que recibían la información de los organismos internacionales, pero deslizaba que no había que confiar tanto en ellos. Hacía, cómo no, un llamado a esperar las investigaciones internas de las instituciones involucradas en las denuncias. Han pasado los meses y nadie responde las numerosas dudas que han quedado en suspenso ¿Quiénes dispararon a los ojos de los cientos de mutilados? ¿Quiénes lanzaron las bombas que han herido a decenas de personas? ¿En qué circunstancias murieron las personas encontradas calcinadas después del estallido?
Hace un año los partidarios del gobierno sabía distinguir perfectamente violaciones de Derechos Humanos, es decir abusos cometidos por agentes del Estado en nombre del Estado –como en el régimen de Maduro-, de delitos comunes cometidos por civiles. Ahora resulta que es mejor hacer como que esa distinción no fuera tan clara. Un grupo de civiles que golpea personas, incendia y destruyen porque se les dio la gana, es un grupo de delincuentes que actúa a nombre propio. Uno de uniformados que dispara, detiene y abusa en edificios institucionales, lo hace en nombre del Estado, ejerce todo el poder que el Estado le confía –el uso de la fuerza, de armas de fuego- para su cometido, es decir, transgrede los Derechos Humanos de la persona herida o detenida. No es nada abstracto, es bien concreto.
"Hay que condenar la violencia venga de donde venga", ha sido la frase más repetida desde octubre, porque claro, la violencia viene de todos lados. Del hombre que patea un torniquete, del que arroja una piedra a una vidriera, del que lanza una molotov contra un almacén y del que dispara con su arma de servicio a la cara de un manifestante en una marcha. ¿Son todas esas acciones reprochables? Sí. A nadie sensato le complace que una tienda sea destruida, que haya gente que pierda sus empleos. Las causas no pueden sostenerse sobre el sufrimiento ajeno ¿Son igual de graves todas esas acciones? Sospecho que no, que arrojarle a una mujer una bomba lacrimógena en la cara o detener a un conserje que caminaba rumbo a su casa para subirlo a un carro policial y abusarlo, involucran un grado mayor de crueldad de quienes se sienten protegidos por la institución y el Estado para cometer crímenes. Eso no detiene la crispación, la incrementa.
Las frases hechas tienen la cualidad de diluir la realidad y transformarla en un esquema simplón que no enfrenta los acontecimientos, los envuelve.
No creo que en Chile haya dos bandos ni que sea honesto analizar la situación buscando un empate perpetuo para estar en paz. Sí creo que hay una convivencia trizada, una crisis política y social grave, con mucha gente disgustada porque siente que ha vivido muchos tiempo soportando un agobio intenso y esperando un trato digno, igualitario. En estos meses el gobierno en lugar de ofrecer gestos que aplaquen esa demanda por dignidad, insiste en dar señales de distinción, incluso en algo tan grave como la compra de un rifle se asalto y municiones por parte de civiles. Si la transacción hubiera sido hecha por estudiantes de liceo, personas mapuche, o vecinos de la periferia, el escándalo habría escalado, sus nombres presentados a la prensa y la especulación con vínculos extranjeros hubiera llenado los noticieros. Pero resulta que son ciudadanos de vida acomodada los que decidieron armarse ¿Para qué? Eso no lo sabemos, porque el sistema protege sus identidades y porque a diferencia del profesor que rompió un torniquete, en este caso el gobierno necesita reflexionar mucho antes de querellarse por la ley de seguridad interior del Estado.
Ha sido un año intenso desde Cúcuta, meses plagados de cálculos políticos mal resueltos y de soluciones que le dan la espalda a la ética y transforman la justicia en un cliché vacío que se repite como un refrán que perdió sentido.