Si hay algo que avisa la primavera, además de la flor del ciruelo, son los vendedores de alcachofas en los semáforos. Ese racimo hermoso de cinco españolas gigantes, alegres y bellas, que gritan tentación y comida saludable, es la dosis. El precio empieza a bajar y ya hay 5 x $2.000, ideal para una que es compradora habitual de las luces rojas; hasta se puede optar por llevar unas para alguna mesa de la casa, duran harto y son como un arreglo de matrimonio, sobre todo si se mezclan con astromelias de cualquier color.
Ahora, si vamos al comerlas, al juego de ir arrancando sus hojas hasta llegar a las suaves y después a ese potito rico exquisito, ya podemos declarar amor eterno. Nada compite el untarlas en limón, sal y algo de aceite; el sabor de un clásico va mucho más allá de lo que pasa en la boca. Pero sí confesaré que caigo en la mayo y hasta la salsa golf. Me fascinan de todas formas.
¿Qué más? A la parrilla para que agarren gustillo a humo. Está el hervir un rato y después al fuego partidas a lo largo, como también envolverlas crudas en alusa con un poco de ajo, tomillo y aceite de oliva, directo a las brasas como las típicas papas. Este año me ha dado con su presencia en la ensalada para varios, un afán de compartirlas y de verlas como acompañamiento. No es más que cocerlas (por favor a punto, en el literal momento en que se saca una hoja del centro y cuesta un poquito arrancarlas) para luego separarlas como de a cinco juntas y ponerlas por el borde de una fuente plana. Al centro una mezcla de lechuga picada fina, trozos del potito y hojas de cilantro enteras. Ahí el aliño (que puede ser cualquiera) lo hago con vinagre de manzana, chorrito de soya, un poco de ají rojo y chalotas picadas enanas, aceite de oliva, sal y un toque de azúcar o mirín. Todo eso al plato. Todo el corazón queda alcachofado.