Queda una semana para los Oscar y me pregunto seriamente por las cabritas. Con respeto meto a estas enviciantes -con que los gringos contagiaron su manera de ver películas- a marzo, el mes de la mujer, el #MeToo, Daniela Vega en lo alto y toda la política del séptimo arte, sumado al disfrute híperruidoso que son los popcorn, pochoclos, palomitas o como quieran decir, amarradas al cine tanto para apagar las luces como empezar la función. Me encanta que antes uno tuviese que pedir "pa callao" al vendedor para que mezclara dulces y saladas en el mismo balde y que ahora sea una promo establecida llamada 50% y 50%. ¿Una premonición? ¡We can do it!
Para mí las cabritas se transformaron cuando Ruth Reichl, la cocinera y escritora neoyorquina, editora por años de la revista Gourmet y múltiple rostro, apareció en un programa que daba Metrópolis (sí, en esa época del cable) hablando de su amor por ellas. Yo, sin saber quién era esta especie de Mafalda de carne y hueso, quedé flechada con una preparación de popcorn, chocolate amargo y chili. Debo haber tenido menos de 15 y todavía lo recuerdo con asombro.
Va así: olla, aceite caliente, luego el maíz. Se tapa, espera al bombardeo y pasan a una asadera; echan arriba un derretido de chocolate amargo en barra, en polvo dulce y ají en escamas a gusto. Revuelven, se pegan, despegan y meten un ratito en el horno. Precioso, tanto como descubrir en su antiguo blog una foto de un artículo hecho por ella de 1984 con popcorns orientales. El mismo proceso de las cabritas, asadera, revueltas con una mezcla de mantequilla normal y otra de maní, salsa de soya y ajo. Hay otras de parmesano, con mantequilla y jugo reducido sobre las cabritas, después el queso rallado y al horno. ¡El cielo mismo! creativo, diferente e irresistible. Como cada una de las cabritas que este año la vamos a romper. @raqueltelias