Acabo de terminar de leer el capítulo que Jorge Baradit dedica al Niño del Plomo en su nuevo libro “Historia Secreta de Chile 2”. Y me quedo con una profunda pena pensando en ese pequeño de tan solo ocho años que murió a más de cinco mil metros de altura en uno de los cerros más altos de Santiago. Inevitablemente pienso en mis propios hijos y en la travesía que tuvo que llevar a cabo el niño sagrado para llegar desde el Cuzco a estas frías y australes tierras.
Tengo su imagen en mi memoria. Hace un par de meses visité el Museo Nacional de Historia Natural y conocí al Niño del Plomo. Al verdadero, no la réplica. Y quedé perpleja con lo bien conservado que está. A través de los vidrios del frigorífico donde se encuentra guardado pude observar sus manos, sus pies, su pelo, sus párpados delicadamente cerrados y su piel morena. Está tan bien conservado que parece que estuviera vivo. Es más: es como si estuviese durmiendo. “Es probable que no sea el único y que cerca de él haya habido otros niños enterrados”, me comentaron en el recorrido por el museo.
Según los datos históricos, este niño fue elegido por el rey inca del territorio del Tahuantinsuyu (las tierras de aquel imperio) para ser parte de la ceremonia de la Capac cocha. Esta era una de las más importantes de esa cultura y desde las cuatro direcciones del Tahuantinsuyu se enviaba a niños y niñas para ser parte de ella. Pero no eran infantes cualesquiera: estos eran lindos y sin defectos y tenían entre ocho y quince años. Eran acompañados al Cuzco por una comitiva, y al llegar a la plaza daban dos vueltas alrededor de esta. Según se ha investigado, los pequeños no retornaban directo a sus hogares sino que tomaban una nueva ruta en línea recta.
En el caso del Niño del Plomo, él y la comitiva que lo acompañaba tomaron el camino del Inca hacia el sur. Caminaron un largo trecho hasta llegar al actual valle de Santiago. Como la ofrenda debía realizarse a gran altura, con tal de estar lo más cerca del sol o Inti, él -que solo podía ser llevado en andas- y sus acompañantes tomaron el camino que los llevaría al cerro más alto de la zona. Demoraron más de dos días en llegar al lugar donde se había erigido un pequeño oratorio. Según las investigaciones, al niño se le dieron abundantes cantidades de hojas de coca y fue enterrado en un hoyo que habían hecho sus acompañantes. Murió sin dolor, aparentemente.
Más de quinientos años después, dos arrieros encontraron el cuerpo del niño. Se trató de Luis Ríos y Guillermo Chacón, quienes habían escuchado de la existencia de restos arqueológicos en aquella montaña. Lo que ignoraban era la importancia de aquel hallazgo. Era pleno verano en Santiago y se dirigieron al Museo Nacional de Historia Natural. Ahí los recibió Grete Mostny, jefa del área de antropología en aquel entonces. Sorprendida por el descubrimiento, se dirigió hasta Puente Alto, donde estaba el niño, y luego de varias negociaciones con el director del establecimiento su cuerpo pasó a ser parte del museo.
Hoy, el Niño del Plomo es, sin duda, uno de los más grandes hallazgos arqueológicos que ha habido en Chile.