En los primeros minutos de la película “El hombre de la Torre Eiffel” –originalmente estrenada en 1949– grandes letras rojas anuncian el reparto: Charles Laughton, Franchot Tone, Burgess Meredith, Robert Hutton y… la ciudad de París. A los 19 años, en una butaca del Teatro Oriente, Cristián Valdés vio ‘in beautiful Technicolor’ los Campos Elíseos, los jardines de las Tullerías, el Sena y se preguntó: ¡¿Cómo cresta no voy a ver eso?!
Su única posesión era un Ford 30 que le había heredado su abuelo. Lo vendió y partió con solo uno de los ocho amigos que habían pactado hacer el viaje ‘como fuera’. “En Florencia, en esas calles estrechitas, llegando a la Plaza de la Señoría, con esa copia de la estatua de David, el Ponte Vecchio, pensé en qué es la historia, qué significa. A uno le enseñan las guerras napoleónicas, las conquistas romanas; todo es muy interesante, pero en esas murallas estaba la historia. Es una cosa emocional. Volví a estudiar arquitectura por esa experiencia de la historia y el espacio. ‘Aprende a usar y a vivir con tus experiencias’, eso me enseñaron. Lo demás lo vas adquiriendo en el camino. Detrás de eso hay un acto de fe”, dice ahora Cristián Valdés, quien muchos años después de esa aventura –y quizás gracias a ella– recibió el Premio Nacional de Arquitectura en 2008.
Entré a la universidad, me pareció una lata. Me fui a Europa, volví y trabajé con él (su padre mueblista) dos o tres años y después volví a estudiar. Era mucho mayor que mis compañeros. ¿Qué significa eso? Que tú no vas como en un riel desde que sales del colegio a una cosa que no quieres. Necesitas una claridad sobre lo que quieres hacer. Eso no lo puede tener un niño que recién sale del colegio. Es una opinión. Deberían hacer algo hasta que se clarifiquen.
Cristián Valdés
La espalda al sol
“La casa se compone a partir de esta extensión siguiendo el recorrido del sol”, explica, transitando la galería por la que corrían sus hijos cuando eran chicos. “Esto permite que el estar de la casa no sea un lugar sino todo lo que va alcanzando el sol a distintas horas del día. En invierno es fantástico y en este tiempo sigue siendo bueno. Lo mejor es tener la espalda al sol”, dice Valdés.
Hace más de 50 años, lo primero que se levantó en este terreno fue un esqueleto, una red de pilares colocados a cierta distancia (3,20 x 4 m). Así se generaron cinco módulos más unos volados. “Los dormitorios son totalmente casuales. No son importantes, son piececitas que se comunican. Los niños eran cinco y dormían en camarotes aquí. Solo los baños y la cocina están envueltos en paredes de albañilería. El resto de las divisiones están establecidas por muebles desarmables. Esto ha permitido hacer cambios en el tiempo, configurar de distintas maneras, aceptar esta diversidad y el desorden natural de la vida. Es una de las cosas que aprendí sobre el uso del espacio y lo apliqué para hacer casas chicas”.
Cristián Valdés piensa que hoy su casa es corriente, que cuando se construyó sí que era rara. Hay que imaginársela en esos tiempos en que los vecinos alrededor eran menos y eran más bajos, suspendida a una altura que hace necesaria una rampa para acceder a la puerta, dejando espacio para un garaje debajo. “Yo trabajo aquí. Ahora uso computador, pero por muchos años tuve una mesa de dibujo”, dice Valdés entrando al espacio que comienza con el último peldaño de una escalera al segundo piso (¿o cuenta como tercero?). Más allá de su escritorio y un despliegue de la familia de muebles que lo han hecho conocido –todos impecables a pesar de tres o cuatro décadas de uso– se abre una generosa terraza. Al descorrer los ventanales los dos espacios se convierten en uno, amplio y abierto. No cuesta nada imaginar las ocasiones que describe Valdés: tardes de buen tiempo, cuatro de sus mesas bajas unidas y 15 personas almorzando, sentadas en sillas y cojines.
Valdés es una de esas personas que subrayan lo importante con una frase como ‘te voy a decir una cosa’: “Estudie primero en Santiago y luego en Valparaíso. Valparaíso es un anfiteatro al mar. Desde ahí ves los actos más normales, cualquier cosa que pase en cualquier lugar urbano, pero siempre con un referente, el horizonte. Una lavandera, unos carpinteros, una quebrada, ¡modestísimos!; pero con esa referencia. Pensaba: qué distinta es la situación de esta mujer colgando ropa frente al mar con la de una persona en San Gregorio o La Legua, en Santiago. Mira la cordillera, cuando esta nevada es impresionante. Antes no había nada de lo que ahora ves alrededor; veía farellones y para allá veía a la Virgen. Sigo mirando a la cordillera y eso me conecta con un espacio mucho mayor que un terreno. He visto muchas casas y siempre trato de que la gente lo entienda, que se ubiquen frente a su paisaje, que no pierdan la situación esplendorosa de vivir aquí. Hay casas en La Dehesa con los cerros más bonitos, ¡y no los ven! Se trata de resituar la vida con un espacio mayor que nos acompañe, como el mar de Valparaíso. A la escala que tú puedas”.
Conocía el trabajo con los muebles de estilo. Cuando hacía dibujos de sillas Reina Ana o Chippendale, entendí que debía sentar las patas, es una cosa de una cierta gracilidad; tu asientas, buscas la forma del apoyo, la coyuntura del codo. En ese sentido esta silla es tradicional.
Cristián Valdés
Casualidades
El creador de una pieza tan celebre dentro del diseño chileno como es la silla Valdés dice que hace muebles por casualidad, que como arquitecto le interesan más las casas, pero los muebles le ayudan a vivir. “Siempre es un poco lo mismo. Lo que importa de todo esto es por qué se hacen las cosas. Eso es lo único que interesa. No importa que la casa sea más bonita o más fea. Nunca me han interesado las fachadas, me importan un huevo. Lo que importa es la vida para la que se hacen. Esta casa se hace así porque yo quiero mirar lejos, dentro de mi modesta situación urbana, con poca plata. Cuando la hice yo no tenía crédito de nada, pero existía la Asociación de Ahorro y Préstamo. Con lo que me dieron yo podía hacer lo que podía y nada más; y tenía que pegarme con una piedra en el pecho”.
Entre el día en que los maestros llegaron a levantar y soldar la estructura metálica y el día en que se fueron pasó apenas un mes. Una de las grandes ventajas de construir la casa de esta manera era no depender de mano de obra permanente. El mismo maestro que hizo los moldes hizo la albañilería también. En 15 días había ‘rellenado’ toda la casa. En tres meses estaba tal como la vemos.
Cristián Valdés empezó haciendo casas en 1960, siempre para gente que requería soluciones inteligentes para compensar los escasez de recursos; eran casas para cooperativas campesinas y construcciones simples, como una escuela que ha sido muy celebrada. En ese proyecto también operó la lógica de las separaciones móviles, los usuarios podían optar entre tener dos salas de clases y un espacio intermedio o un solo gran salón de 24 metros para celebrar Fiestas Patrias y matrimonios. Esta modesta infraestructura tuvo tal impacto en la zona que se formó todo un pueblo en torno a ella. “La forma no era el asunto, era el porqué, lo que había detrás”, insiste Valdés.
Entró siendo mucho mayor que sus compañeros a la Escuela de Arquitectura de la Universidad Católica de Valparaíso. Ya había tenido una experiencia similar en Santiago, recién salido del colegio, y le había parecido ‘una lata’. De vuelta de su viaje a Europa pasó dos o tres años trabajando como dibujante para su padre, que era mueblista. Viendo la cantidad de excelente madera que sobraba de la fabricación de muebles de estilo, un amigo suyo, un ingeniero, lo desafió a hacer algo con ella.
“Yo estaba recién jugando tenis. Tenía una raqueta preciosa, con un don ebanístico natural y pensé ‘qué curioso que no se aproveche esta cuestión tan bonita’. Mi amigo, con esa actitud de los ingenieros, me dijo ‘prueba’”. A pesar de que cada vez sofisticaba más sus métodos, de que adquiría más conocimientos sobre cálculo y estructura, se sucedieron montones de pruebas y el arco siempre se rompía. Finalmente logró equilibrar las zonas neutras y las que trabajan. Surgió así esa ‘costilla’ que caracteriza sus piezas de mobiliario. “Ese es el origen de esta silla. ¿Pero te das cuenta de lo que estoy diciendo? Es el porqué de las cosas y no es la forma, la forma es una consecuencia”.
Después fue solo cosa de observar: la manera en que funcionaba el coche que usaron sus hijos, las carteras Huidobro que compraba cada Navidad para su mujer, el trabajo en cuero de las monturas inglesas que exhibía ese mismo artesano en el lobby del Hotel Carrera. Ese carácter de la montura se llevaba muy bien con la idea de la raqueta, ambas referencias eran de alguna manera deportivas. “La forma es hija de una serie de conceptos. Es una cosa puramente estructural de punta a punta. Los elementos no están así porque los haya pensado. Es como te estoy contando, como las cosas llegan. Está todo traccionado y comprimido, no hay nada que no esté trabajando; la funda, las barras, las costillas, cada una para lo que sirve. Esa es la esencia de esta cuestión. Lo mismo con las casas. No es una voluntad estética. No, no nace nada de ahí; ¡de ahí salen puras tonteras! La estética es una cosa cambiante; hoy está de moda algo, mañana no. Esta silla tiene 45 años y esta casa tiene más de 50. Aún están vigentes”.
Poder mirar a lo lejos, aprovechar los espacios; para él siempre ha habido un propósito detrás de cada proyecto, aunque no se haya visto con claridad desde el comienzo. “La vida te enseña a hacer las cosas, lo que te da la escuela de Valparaíso son principios. ¿Qué te enseña? A tener experiencias. ¿Qué significa? Buscar eso que te emociona. A partir de ese descubrimiento, que no es intelectual, analiza eso, anótalo, regístralo, entiéndelo, hazlo tuyo. La verdad es que no hay separaciones. Este mundo es más bien fraccionado, pero las cosas son una. Unos hablan con los fierros o los palos, otros con las letras y otros cantan, pero las cosas surgen de experiencias emocionales de las que se va construyendo un conocimiento que permite avanzar”.