En el infrenable poder de las modas, la betarraga vio una vuelta con traje poderoso. Hace unos años empezó a reaparecer potenciando sus beneficios (antioxidante, harta fibra, vitamina C, pocas grasas), celebrando su estética colorinche y sabor terroso dulce. Así la vimos en múltiples formas y estados, desde la entrada pituca hasta el jugo de la esquina recién exprimido. Sin embargo, todavía hay un equipo medio esquivo a sus encantos, con algo de prejuicios según yo y un sesgo a verla siempre igual: el cubo cocido en la ensalada mixta. ¡Y nada que ver! Tiene un montón más de preparaciones, estamos en temporada, hace frío, va regio calentita y además tiene betacaroteno, vitamina A necesaria de consumir en invierno.

¿Qué hacer? Primero, cambiar la manera de cocinarla. Si usted siempre la ha hervido, adiós. Cambie ya por asarla al horno, ojalá con sal para que no quede llena de agua, concentre sabores y se pueda usar como base para otras cosas como ñoquis, purés, risotto, aliños. También para las sopas queda mejor así más un fondo de verduras o pollo, bien licuada con un poco de yogur o crema si quieren. Pero sobre todo para comerla sola, algo de aceite de oliva, piel de limón, sal gruesa y tienen una finura al plato. A todo esto, en el gran Mirazur, restaurante ultrapremiado en Mentón, Francia, del argentino Mauro Colagreco, tienen un plato insigne maravilloso: betarraga gigante cocinada entera cubierta de sal (en su caso es blanca, porque sí, la betarraga va de ese color al bello fucsia, pasando por unos naranjas y marmoleados bellos). Luego hace unas láminas largas ultradelgadas, las pone en un plato caliente y las sirve junto a crema ligera y caviar, como si fuera un clásico blinis ruso. La humildad y la soberbia juntos. Una maestría de la alta cocina por cierto. Hagan lo que quieran, pero cómanla. Abriga, conforta, nutre. @raqueltelias