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Ícono de Zapallar

La casa Wilson acumula historias desde 1906. Algunas se tratan de carpintería sueca, otras de mujeres queridas por la comunidad, otras de grandes fiestas, y otras de largos pleitos legales. Lo importante es que la casa sigue ahí para que se vivan más, que hay alguien encargándose de que sea en las mejores condiciones posibles.

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Durante la mayor parte de los 109 años que tiene, la casa Wilson funcionó con un pozo séptico. Del día en que comenzaron las obras para conectarla al sistema de alcantarillado, Samuel Moreno recuerda la frustración de la cuadrilla de trabajadores que contrató: no alcanzaron a excavar más de 30 centímetros en la tierra cuando se toparon con una roca oscura e ‘infernalmente dura’, indestructible, al menos para las herramientas a su alcance. Finalmente hubo que seguir un trazado que no era el más práctico, pero sí el único posible.

Samuel debería haberlo previsto; después de todo había crecido escuchando historias sobre esa gigantesca roca plana que sirve como base a la casa, que ha impedido que se desplome al mar con los terremotos de un siglo. Antes de que se construyera una casa ahí, esa terraza natural era el lugar donde los niños de Zapallar aprendían a jugar tenis, deporte que tuvo un gran desarrollo en la zona desde sus orígenes. Uno de esos niños era la abuela de Samuel, Irene Wilson.

La historia oficial de la casa comienza en Suecia, en los primeros años del siglo pasado. Allá fueron fabricadas sus partes de madera, las que llegaron a Valparaíso en 1906, importadas por la familia Werner, otra de las más tradicionales del balneario. Eran tres estructuras las que hicieron el viaje desde Europa. Una se quedó más cerca del puerto, en Viña del Mar, otra se trasladó hasta la hacienda de Llay-Llay, y la última se transportó en el “Cachagua” hasta Zapallar. El pequeño carguero, presente en muchas de las fotos de la época de la fundación, era la única opción viable en ese entonces. El trayecto por tierra, a través de caminos incipientes, habría maltrecho el trabajo de los carpinteros suecos.

En 1928 Irene Wilson ya era una mujer casada, pero recordaba con nostalgia los veranos de su infancia jugando tenis en Zapallar. Por eso convenció a su marido, Bernardo Moreno, de que comprara la casa cuando se puso a la venta. Al principio ella iba solo los veranos, pero cuando enviudó -su marido murió una semana después de ser expropiado, en 1969- se estableció ahí definitivamente. Los pescadores la conocían bien. Cada vez que ella los veía en la caleta, les preguntaba por qué no habían salido a pescar. “La mar está mala, Sra. Irene. No se puede”, le respondían ellos. Entonces les caía el reto: “No, si ustedes son flojos. ¡Salgan a pescar nomás!”. “Mi abuela vivió ahí hasta su muerte, en 1981. Los pescadores la querían tanto que pidieron permiso a mi familia para sacar el ataúd en andas de la casa. La pasearon por todo Zapallar hasta Isla Seca. Después de eso lo pusieron en el carro fúnebre y lo llevaron al cementerio, donde descansa ahora”, recuerda Samuel.

Desde 1928, y a pesar de una serie de disputas, la casa ha permanecido en esta familia: “Esta casa se usó como aval para recomprar un campo que mi abuelo perdió en la expropiación. Se disputó en juicios por 30 años, hasta que finalmente logramos salvarla”.

Samuel puede hablar de rescate con propiedad. Desde que se hizo cargo, la casa está en un permanente proceso de arreglos y mejoras. Comenzó con algo vital como el alcantarillado y ha seguido con los interiores, los techos y los baños. Dice que le falta mucho trabajo, especialmente en las terrazas y jardines, que la casa requiere mucho cariño. Él, con la dedicación que le entrega, aunque vive entre Santiago y San Fernando, ha demostrado que lo tiene de sobra.d

M samuelmoreno7@hotmail.cl C 97423964

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