Nada más distante de pituca, por cierto, palabra vintage que siempre me ha hecho reír y que hace poco supe que venía de 'highborn'. No, yo hablo de una bandera que feliz llevaría en pro de la jaiba, ese crustáceo abundante, sabroso, versátil que dan nuestras aguas. No la compararé con los de su familia porque me parece de pésimo gusto. Sí alabaré que sea barata, que haya unas gigantes y que solo hervidas, con un martillo al lado, paño en modo babero y una buena mayo casera sea una escena digna de cuadro colgando protegido en el Louvre culinario.
No entraré en esos insultos de bandejas con pinzas mal congeladas que solo tienen gusto a agua. Tampoco en esos pasteles de jaiba con 4 kilos de marraqueta con leche para una mínima paila. No, yo me quedaré con la jaiba limona de Pichilemu. Hace años Pilar Rodríguez, la megacocinera de esa zona y de Chile, andaba con esta especie en su estudio y en varias comidas, además del discurso. Ahora, Productos del Mar Fullu (búsquenlos en Instagram) la trabaja de manera responsable, una pyme que además la empaca bien, limpiecita y en distintos formatos. Excelente para un relleno de pasta, una paltita, un poco de mayo (sí, otra cosa que amo) en un canapé de pan crujiente.
Hay que buscarlas en las caletas porque son baratísimas, entonces se pueden comprar muchos kilos. Aquí, en el Mercado Central no están tan baratas pero al menos vivas y grandes. Es entrete cocerlas y ponerlas como aperitivo en que cada uno limpia y elige sus pincitas. Hace poco me llevaron a Jia You Yuan, en Exposición 312, un restaurante tradicional chino chino, con piscinas de jaibas que no me supieron decir cuáles eran y que las sirven en platos humeantes con salsa picante u otra enjundiosa que no deja chupeteo libre. Babeo al escribirlo. En realidad vengo llegando de él y ya quiero volver levantando la mano para que me sigan los jaibones, pero los de adeveras.