En mi trabajo interno de apreciar a concho los productos de temporada, debo hablar de la sandía. La encuentro bella, hasta mágica. Me impresiona su cantidad de agua, dulzura, color, forma, contraste. Simboliza el verano, la frescura, las sobremesas. Y ahora, desde finales del año pasado, su versatilidad se aparece casi como un juego del más allá vegetal.
Contaré que de chica en la casa de una amiga la mezclaban con un budín liviano de berenjenas, mi otra devoción. Esa fue una revelación que me abrió no solo el paladar, sino la posibilidad de creación, de romper límites. Pasó el tiempo y México se anotó como diez porotos cuando me mostró que con un poco de sal, jugo de limón y ají en polvo se arma una lambada en la boca que debiesen decirle viagra rosado, es el mega subidón. Luego, la vi en varios restaurantes a la parrilla, acompañando pescados, verdes varios, con un dejillo ahumado bien sexy. Hace unas semanas, en Panamá, ya me habló simplemente: primero en Maito, gran restaurante, en un aguachile (preparación mexicana a base de jugo de limón y chile, más agua y algún producto marino fresco) de sandía, con algo de pepino, láminas de coco fresco. Caí rendida tipo primer beso rico. Una mezcla fría, refrescante, dulcepicante en la que me tiraría un piquero. Después, en Íntimo, el restaurante más cool de Panamá, la sirvieron con un guiso de frijoles. Es decir, la inclusión de ella como dulzura, equilibrio, contraste. ¡Fantástico!
Se termina febrero, se necesita alargar la sensación vacacional y la sandía es la indicada, todavía más si asombra con ella. Vamos por eso.
En ensalada con rúcula, berros, queso de cabra, sandía y el vinagre que amen. Harto aceite de oliva. O sopa, tipo gazpacho, con los mismos ingredientes originales. Sí o sí un ceviche, harto ají, harto limón. Y en tostadas, palta fileteada, sandía delgadita, toque de balsámico, sal en escamas y un poco de pimienta negra.