Hay que transitar 328 km por la Ruta 7 y atravesar una añeja -majestuosa- avenida de árboles para llegar a La Providencia; la estancia que hoy pertenece a Desiree de Ridder y que ocupa una pequeña parte de aquella antigua hacienda ganadera que fundara su abuelo, Carlos Edmundo Perkins, junto a su mujer Carmen Peers.
“Mis abuelos eran dos jóvenes audaces, ingleses y belgas respectivamente, que llegaron a Buenos Aires a mediados del siglo XIX para trabajar el campo. Mi bisabuelo, Edmundo Perkins, era un “gentleman farmer” que llegó a tener mas de 100.000 hectáreas repartidas en todo Buenos Aires. Mi abuelo dedicó su vida a explotar la hacienda que su padre dispuso para él”, cuenta Desiree y agrega que su madre, como los otros diez hijos del matrimonio Perkins-Peers, recibió parte de esa enorme estancia, a modo de herencia. Fue May Perkins, mujer categórica, notable jinete (fue campeona nacional de salto y crió caballos árabes durante toda su vida) y apasionada del campo, quien inculcó a Desiree y a sus seis hermanos, el amor por la hacienda y los animales.
“Mis tíos también conservaron sus respectivas haciendas, por lo que en este pueblo hay un compendio de primos, mas o menos comprometidos con la tradición rural, que conforman una gran historia familiar”, concluye.
La historia, esa historia apasionante que contiene - incluso - la fundación de una estación de tren bautizada Perkins, cuenta que Desiree vivió sus primeros años en la misma casa donde nos recibe, vestida con bombachas y alpargatas típicas. Recién a los diez años cumplidos, conoció la ciudad por primera vez. “Tengo un hermoso recuerdo de mi infancia. Mi vida era simple y todo se hacía a la luz del día porque no había electricidad. Recién en el 78 llegó la luz eléctrica y hasta entonces mi mundo estaba hecho de los animales con los que convivía cotidianamente: conejos, pavos reales, vacas, gallinas, caballos y ovejas, entre otras especies”.
Sin embargo, el furor de la plantación de soja que comenzó allá por los años 80, tuvo consecuencias sobre la fauna local y en La Providencia, como en tantas otras estancias vecinas, la diversidad se fue mermando. Hoy, solo quedan gallinas, caballos y algunas vacas; una realidad que Desiree describe con cierta melancolía y que determina la complejidad de su obra.
“Por supuesto que mi obra tiene que ver con esta casa y con esta educación tan especial que recibí”, confirma y agrega “me interesa particularmente la armonía del campo y propongo mi obra como una denuncia sobre nuestra flora y fauna arrasada por la modernidad: la tala indiscriminada, la caza furtiva, la brutal cría de pollos, cerdos y otros animales de consumo”.
Rodeada de sus amados perros, con las manos manchadas de la tierra autóctona de este, su lugar en el mundo, Desiree conoce, reconoce y nos muestra orgullosa, cada uno de los recovecos que componen la casa: el escenario más propicio para albergar su fauna personal.
LA FAUNA EN LA CASA
Los animales que pueblan la obra de Desiree son algunos en peligro de extinción y otros creados por el hombre transgénicamente, todos ellos maravillosamente esculpidos en cerámica y esmaltados con colores vivos. En su fauna, aparecen mulas, gallos y gallinas, osos hormigueros, tatu carreta, venados, aguara guazu, guanacos y maras, entre otros. Muchos de ellos, dispersos en diferentes rincones de aquella casa, proyectada por el arquitecto Jorge Bustillo - hijo del celebre Alejandro -, que marcó vida y obra de su autora.
“La casa fue pensada para el personal, pero mis padres nunca lograron construir la que sería nuestra, así que esta terminó siendo la casa principal. De ahí su distribución extraña, con tantos cuartos y baños, el patio central y la cercanía de las cocheras”, explica Desiree contando ocho cuartos, dos de ellos con sus propias chimeneas, tres baños con bachas y azulejos realizados por ella misma y un estar-comedor con un enorme hogar que domina la escena. “En aquella época, los empleados tiraban vaquillonas al fuego y comían todos reunidos en este mismo lugar”, dice, señalando la sala en donde hoy pasa las noches de invierno con su familia, compuesta por su marido y tres hijos de edades diversas. “A mis hijos intento transmitirles el mismo amor por el campo que me enseñaron. Pero ellos nacieron y crecieron en la ciudad. Cuando Antonio, que hoy tiene 5 años, cumpla quince, planeo volver a establecerme acá”. Para eso, Desiree está proyectando un espacio enorme en donde instalará las herramientas que hoy alberga su taller de San Isidro.
LA OBRA
Desiree de Ridder siempre supo que quería ser artista. Era el arte o el campo. “Es que crecer rodeada de animales te da una sensibilidad única”, sostiene, y cuenta que estudió bellas artes para después dedicarse a la pintura durante varios años. Fue a sus veintiséis que surgió la oportunidad de asistir al escultor Carlos Regazzoni en París. “Viví cinco años allá y luego estudie en la escuela Central Saint Martin’s, de Londres. La experiencia cambió el rumbo de mi obra y me dediqué a trabajar la cerámica desde que volví a la Argentina, en el año 2003”, cuenta.
Ante la pregunta, explica que si bien concibe macetas, recipientes y otras piezas que vende como objetos de diseño, es su obra la que le dio trascendencia: “El artesano se preocupa por la técnica y el artista por la connotación de la obra” explica y agrega que “el alfarero es un artesano minucioso que se preocupa por levantar una pieza de cerámica en el torno, mientras que el escultor, en cambio, se ocupa de la tridimensión, de los huecos y los volúmenes”.
La obra de Desiree fue seleccionada en 2014 para el premio Andreani a las artes visuales y se puede ver en las galerías Praxis y Elsi del Rio, en Buenos Aires.