28 pisos y 84 metros de hormigón rudo y a la vista se despliegan directo hacia el cielo. Debió haber sido algo impresionante en 1967 cuando se inauguraron, en un Santiago donde las construcciones más altas bordeaban los 9 o 10 pisos. La torre A sería la más alta de Chile en esos momentos, y eso ya era una de sus características notables y parte de su atractivo.

Santiago estaba cambiando, se modernizaba y la migración masiva hacia la ciudad urgía por más viviendas disponibles. En ese contexto y con el ideario modernista en la mira, el proyecto de los arquitectos Bresciani, Valdés, Castillo y Huidobro (BVCH) se insertó perfecto como una propuesta innovadora que armonizaba espacios privados y públicos, se conectaba con el paisaje circundante y proponía las últimas comodidades de los tiempos.

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Apetecido.  La publicidad de la época elogiaba tanto en proyectos anteriores como en el de las torres la tecnología de punta de Tajamar, un espacio muy moderno para un terreno estratégico de la ciudad.

DE LUJO

"Cuando se construyen las torres, la gente que llega a vivir ahí lo hace absolutamente deslumbrada frente a una arquitectura muy pionera. No sabían mucho de la historia del proyecto arquitectónico y urbano, pero van a intuir que ahí algo nuevo se está gestando, en parte porque era muy alta, formaba una pantalla diagonal y miraba la ciudad desde todos los ángulos. Tenía una luz privilegiada y, sobre todo, la posibilidad de observar el paisaje hacia el oriente y hacia la ciudad fundacional. Los que compraron los primeros departamentos tuvieron la percepción de que ahí había un cierto signo de distinción, de innovación importante; que llegaban a vivir a un lugar muy lujoso. Piensa que tenían estacionamientos subterráneos, proyectados 100 locales comerciales en las primeras plantas, prometía cine, teatro. Era una mezcla de estar en el corazón de la ciudad con todos los recursos urbanos, pero a la vez en altura. Celebran esta idea de una ciudad vertical, muy propia del proyecto modernista; es un privilegio, sobresalía de cualquier otro tipo de construcción. Vivir ahí era acceder a la modernidad", explica Francisca Márquez, antropóloga de la U. Alberto Hurtado, que en el libro de ediciones ARQ revisa el significado de las torres para sus habitantes.

A diferencia de los proyectos modernistas de la época que planteaban viviendas sociales o para empleados públicos, Tajamar apuntaba a otro segmento que se identificaba plenamente con la modernidad. "Era gente que tenía un cierto pasar económico, clase media profesional acomodada, algunos arquitectos, no clase media trabajadora. Esto no es la Villa Portales o las torres de San Borja, es gente que quiere vivir la vida urbana y el acceso a la modernidad a fondo".

ÚNICAS

"…Cada departamento con calefacción y refrigeración sistema Crital", anunciaba en 1938 la revista Zig-Zag. No se trataba de las torres, sino de uno de los proyectos anteriores que se pensaban para el apetecido espacio de terreno que remataba el parque Japonés (hoy Balmaceda), diseñado por Prager en 1929. Este evidenciaba ya la importancia que se le da en la época poder contar con la última tecnología del momento, tal como hará el proyecto de Castillo Velasco, que ofrecerá "ascensores que doblaban la altura conocida hasta el momento, sistemas de agua fría y caliente y calefacción" centralizados", como informaba la revista Auca de la CCHC. Como señala Macarena Cortés, profesora de la Escuela de Arquitectura de la PUC, "en la época no se les habría ocurrido poner como publicidad para vender una vivienda a una pareja abrazada diciendo que son muy felices ahí; en la época, la arquitectura era importante, y por tanto fotos de la obra, dibujos y los aspectos técnicos eran publicitados. Si uno lee las revistas de entonces, hay una especie de ansiedad por la modernidad, todo tiene que ser moderno, por lo tanto las torres son un ícono". Estos aspectos, sumados a su altura y su posición, hacen de las Torres de Tajamar un espacio peculiar. "Desde la modernidad existía un cambio de paradigma sobre cómo se podía construir la ciudad, hacia la edificación suelta por sobre la fachada continua, en el parque, 'a lo Le Corbusier'. La decisión de construir a través de elementos sueltos, de esta altura y girado en 45 grados que este espacio podía dar, es lo destacable del proyecto", dice Cortés.

EL PAISAJE

Rossana Forray, profesora también de Arquitectura de la PUC, que analiza el contexto en que se insertan las Torres de Tajamar, coincide y agrega que la genialidad de los arquitectos fue justamente el modo de posicionarlas y la relación que crean así con el paisaje. "Era una punta de diamante que dominaba todo el poniente, no tenía obstáculos visuales hacia la cordillera, tenía el río al lado, cuya caja garantizaba la apertura hacia el cerro San Cristóbal que ya había iniciado el proyecto de parque. Acoge el máximo de vista hacia el paisaje, las diagonales te llevan al cerro, a la montaña". Cuenta que el 'agujero' de uno de los block era no solo para que desde las torres, sino también a través de ellas, se pudieran ver el cielo y la montaña. "Para eso Castillo le compró, pagó –porque una inmobiliaria no te permite sacar 2 o 3 departamentos– para que tuviese este hoyo. Hasta ese punto era la preocupación por la plástica del edificio en relación al paisaje". Un vínculo que se expresa fuerte también respecto al parque, haciendo de remate o cierre a la secuencia que se inicia en Estación Mapocho con el parque Forestal y el parque Balmaceda.

Hugo Mondragón explica en el libro que el proyecto del parque Japonés de Prager, que más tarde se llamó Gran Bretaña y luego Balmaceda, termina con el espejo de agua, la escultura y una explanada antes de la calle que conecta Providencia y Costanera. Es decir quedaba abierto –luego viene el espacio que hoy se usa como estacionamientos, las bencineras y las torres–, y piensa que esto podría obedecer a que "cuando lo proyectó tenía pensado que este sería uno más dentro de un sistema de parques lineales que se extendería en paralelo al río Mapocho en dirección al oriente". Cosa que no sucedió. Sin embargo, la decisión de los arquitectos de situar las torres en diagonal enfatizó la idea de Velasco de darles un carácter escultórico de cierre a este parque que no lo tenía.

ESPÍRITU URBANO 

Hoy en este cuadrante entre la Costanera y Providencia, donde antes, mucho antes, como cuenta Forray, ahí había molinos que sacaban agua del río y "una pequeña industria de manufactura con galpones y fábricas en el punto de las torres", hoy se crea un paisaje urbano curioso. El olor y el movimiento constante de las bombas de bencina flanquean los edificios por el poniente, cortando su continuidad con el parque. Hacia la cordillera la circundan una serie de pasajes medio vacíos, medio abandonados de tiendas de chucherías chinas y de libros usados que han sobrevivido al paso de los años. Entre medio y bajo las torres se mezclan las apuestas del Teletrack, las noches del Passapoga y un bar irlandés que mantiene vivo el sector, elementos que lejos de molestar, gustan. Las vecinas comentan en el capítulo que escribe Francisca Márquez, por ejemplo, que se sienten seguras porque están los porteros del Passapoga toda la noche, que los gritos de gol desde el bar, cuando hay partido, animan el silencio, porque aquí, "a diferencia de otros barrios del sector oriente y poniente, tiene un alto valor la vida urbana", dice Márquez. "Los habitantes de Torres de Tajamar quieren vivir la experiencia urbana, no participan de una mirada bucólica de lo que fue el Santiago más rural, de pequeños barrios. El que desde su dormitorio puedan observar lo que pasa en la ciudad, desde todos los ángulos, poder estar tendido en la cama observando el tráfico, es una de las cosas que más se elogian. Es la celebración de la condición urbana, el estar siempre al tanto de los pulsos y ritmos de la ciudad. Participan del paisaje, del río, la cordillera, pero también del bullicio, y eso puedo asegurar que no se da en ninguna otra parte de Santiago".