Carnívoros todos. Pensemos en jamones, salames, terrinas, patés, salchichas varias. Una tabla con lonjas de ellos de distintos colores y aromas. Una rebanadora, un palo donde cuelgan tiras de embutidos o piernas. Hasta en un libro que muestre a esos especialistas antiguos haciendo todo cuanto hay con el arte de conservar carnes y modificarlas hasta convertirlas en otro sabor y, por qué no decirlo, experiencia. Todo eso es la charcutería, palabra francesa que designa la actividad de quien prepara la carne de cerdo –generalmente– y de los lugares donde se venden estos productos. Un delirio para quienes gustan de ella. Una ocupación que se va refinando en la historia, que cruza mares y tierras para clavarse en tradiciones, orígenes. Artesanía pura y local que hoy se valora como parte de la reconquista de los oficios en general y que la vuelve a poner como una especialidad de gran trabajo, una maestría que requiere de conocimiento y paciencia, además de un aprovechamiento de todo el animal que lo reparte incluso en distintos tiempos de consumo, haciendo que el secado, por ejemplo, genere una nueva gama de sabores.

Si bien la charcutería aparece desde que la sal se usa como conservador, hay algunos que la sitúan en la prehistoria, cuando el hombre secaba la carne al sol, siempre con la idea de guardar para momentos de escasez o traslados. Muchos señalan a los egipcios como los primeros en salar carnes, después en los imperios romano y griego el desarrollo de embutidos para las fiestas y el comercio. Francia y España perfeccionan algunas técnicas, como las de secado y cocimientos en vasijas. Después llega a América con los conquistadores y los inmigrantes. Y así se va expandiendo no solo en lugares, sino que en preparaciones e ingredientes.

Nunca ha desaparecido, claro está, pero hoy brilla con otras miradas que dan la espalda a la industrialización y se apegan a lo que la tradición creó. Justamente lo que las distingue y hace únicas, partiendo de la base de que lo que se haga necesita de tiempo, buena carne y condimentación, dando resultados con sello propio.

Escogimos a cuatro cocineros que están haciendo cosas distintas, festejando lo artesanal y poniendo en el plato sabores singulares que hay que probar y gozar.

Jonathan Michel, misionero francés. Empezó hace un año con jamones curados y casi a nivel instintivo. Este cocinero francés, amante de los viajes y curioso por naturaleza, tiene su guarida secreta de jamones en La Misión, el restaurante que rinde honor a los vinos americanos y que él acompaña con su cocina de autor que se mueve por distintas preparaciones y países.

A los 24 años se instaló en Córcega, la isla francesa cerca de Italia, que entre sus bosques montañosos guarda una antigua tradición charcutera familiar, campesina y, como él cuenta, cerrada, a la que llegó por el abuelo de un amigo al que, además de deleitarlo con sus especialidades, pudo preguntar secretos a medias entregados. De ahí hasta que apareció en La Misión, 8 años después, y se puso a hacer lo que creía que podía resultar. Y vaya buena sorpresa que salió, unos jamones de partes enteras, curados y secados deliciosos, artesanales, sin más intervenciones que la buena carne, la correcta sal y la paciencia.

Como buen francés tiene terrinas, rillette de pato (que pronto espera volver a hacer), unas pruebas de salchichón de jabalí. Del cerdo hace pierna entera, panceta, bondiola, coppa, lomo y solomillo, seco y con paprika.

Cuenta de los masajes con sal, de la búsqueda de pequeños productores, del corte propio y de los tiempos que cada uno merece. Puede ser un año, como un mes. Puede comerse en algunas preparaciones o tablas y, como si fuera poco, gozarlas con excelentes vinos. Esas jornadas que no se olvidan y que hay que lograr.

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Francisco Klimscha, el charcutero seco. No solo nos referimos a su excelente dominio en este arte. También a que buena parte de Klimscha Charcutería –con más de 30 productos– son secos, es decir, cecinas para llegar y comer. Su calidad es evidente, su conocimiento igual, ese que viene de su origen suizo, de padre charcutero y del deseo por mantener la tradición familiar. Hace seis años partió a estudiar a Estados Unidos elaboración de charcutería, siguió perfeccionándolo en Austria, Portugal, Alemania, buscando además en Chile buenos animales, espacios, costumbres. De ahí que probar uno de sus salchichones haga cerrar los ojos, sentir carnes, ricas grasas, acertados aliños y, sobre todo, querer más. Lo suyo es lo natural, la ausencia de conservantes artificiales, cortes nobles y distintas recetas que remiten a diversos orígenes. Por ejemplo, hay salames al estilo Kentucky, otros franceses, italianos, españoles de distintas regiones cada uno. Impactante es el Catalán, con pimienta entera y vetas de grasa bellas que dan un sabor delicioso, invitan a brindar y a seguir con su fuet, o los de pimiento tipo castellano. Hay otros de trozos completos como el de lomo, curado, condimentado y ahumado. Tiene embutidos, cortes enteros para cocinar, paté y una rillette (carne deshebrada y grasa que viene en pote) con nueces francamente destacable.

Klimscha es un cocinero con harta historia y una sabiduría de productos y preparaciones que lo pueden ubicar como un geógrafo gastronómico. Además tiene un departamento-taller en Providencia donde hace encuentros comilones con tertulias de recetas, otras con cocina y comida, ahora para agosto días en torno al conejo, preparaciones y brindis varios.

Sus productos están a la venta en la tienda Vinomio (vinomio.cl) y Santiago Wine Club (santiagowineclub.cl). La oferta completa la tiene él mismo, se escribe un mail, se pide listado, se encarga y se disfruta una charcutería de calidad, con un sabor que derrite y conquista.  klimschacharcuteria@gmail.com / T 9919 8471

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Richard knobloch, el alemán versionado. Si a usted le gustan las salchichas, tiene que probar estas. Alemanas tradicionales que hace dos años empezaron a circular en ferias de comida con un carrito llamado Currywurst, el emblema callejero de ese país, que Richard Knobloch, cocinero nacido en Colonia y radicado en Chile hace décadas, comenzó a preparar con la receta de Renania, la zona donde nace este embutido. Cuenta que desde los siete años metió las manos, cuando la familia y los vecinos mataban el chancho y lo aprovechaban entero, separando lo que se come de inmediato, lo que se congela y lo que se guarda para los siguientes meses. Una costumbre arraigada en su historia que ahora vuelve a salir y para todos.

Una bratwurst es un embutido gordo (125 g) de carne de cerdo, blanca, con pocos condimentos, en tripa natural. Se cocina a la sartén a diferencia de la grillwurst, que va a la parrilla, la que Richard vende en su carrito mezclada con salsa de tomate y curry. Ahora el asunto ya va creciendo. Tiene distintos socios con los que ha creado otras recetas, partiendo con dos versiones: una hecha con queso cheddar, ají verde y tocino frito, y la otra con queso, tomate y albahaca. Ambas exquisitas.

El universo salchichero de Richard ha pasado por unas ultragourmet de pato, conejo y otros, para llegar ahora a estas de cerdo, una pasta hecha con paleta, tocino y aliños, para después mezclarse con cogote de chancho al molinillo, es decir, más en trozos. Todo eso lo junta, lo arma y lo vende.

Sus salchichas están en Krossbar, también en Cantina California, donde uno de sus dueños, James Lyles, es su socio en La Diuca, el proyecto que espera lanzar más versiones de salchichas y que ya está en carta como Tabla Bratwurst.

Son naturales, sabrosas, artesanales. Son un deleite que pronto se venderá en paquetes de a cuatro partiendo en la Cantina. Búsquelas y devórelas, no se arrepentirá.

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Rolando Ortega y la salvación del quinto cuarto. Reconocido por su adoración al chancho y por usarlo desde la nariz a la cola. También por hacer que el quinto cuarto tenga otra valoración, con una hinchada ávida por comerlo en su restaurante Salvador Cocina y Café, la mesa donde hay carta especial con estas preparaciones, que incluyen charcutería.

"Si hay algo que me quedó cuando estudiaba cocina fue la clase de queso de cabeza. Esa fue mi primera aproximación a la charcutería, un proceso trabajoso, largo, pero que se me grabó y que después repliqué en mi casa por gusto", comenta Ortega, que actualmente usa esa misma cabeza de chancho para hacer cosas con la papada, morro, oreja, lengua, la cara entera.

Lo suyo viene de libros, un curso corto en Casa de Oficios con Camila Moreno –cocinera a seguir por cierto–, de pruebas, errores y experimentos. Si al principio se demoraba dos días en el queso de cabeza, ahora dos semanas, aplicando más procesos que le entregó la experiencia, como salado, curado, ahumado, tiempos de espera, entre otros métodos. Su queso de cabeza, una marca propia, puede estar en lonjas, cubos, hasta apanado y es delicioso. Ahora ya prepara terrina de oreja, lengua encurtida, arrollado de cabeza, fiambre de morro y harto más, un abanico artesanal que enloquece y distingue. Está trabajando en buena parte con cerdos de pastoreo libre y naturales, algo que empezó el año pasado y que espera este octubre llevar a toda su producción.

En Salvador Cocina y Café puede deleitarse de lunes a viernes a la hora de almuerzo con varias de estas preparaciones que cambian –y sorprenden– a diario. En Casa Alma se van asomando más tímidos todavía, hay que estar pendientes del Instagram, sobre todo por las novedades. Lo rico es que se embaló, que lo está profesionalizando para llegar a venderlo envasado prontamente. Va a empezar con los embutidos propios, así que haga hambre y disfrútelos que se viene más.

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