"Imaginemos que todos manejamos al trabajo por el mismo camino", invita Glenn Lyons, académico inglés que ha sido asesor del Departamento de Transporte del Reino Unido, del Ministerio de Transporte de Nueva Zelanda y parte de Mott MacDonald (consultora global de transporte e ingeniería). "Imaginémonos en nuestros autos, atrapados en el tráfico, y un poco más allá, en el mismo camino, un bus completamente vacío. Si todos hubiéramos dejado nuestros autos en casa, si hubiéramos tomado ese bus, este tráfico infernal no existiría y el bus nos llevaría a todos a nuestros trabajos mucho más rápido, ¿verdad? Pero no, no tomamos el bus. ¿Por qué? Bueno... Porque es un bus. Como ser humano pienso 'Ok, me puedo subir al bus. Si lo hago los viajes de otros podrían ser más fáciles porque habría un auto menos, pero yo solo lo haré si te subes conmigo. ¡No confió en que ustedes se subirán al bus!'. De hecho lo mejor para mí sería que todos tomen el bus y yo me quede en mi auto".
Con esa parábola simple y elocuente Glenn Lyons instala la noción de dilema social al ámbito del transporte. Para explicarnos cómo –en alguna medida– se logró superar esa problemática en Londres tiene que remontarse a 2003, cuando una nueva legislación permitió a las autoridades locales introducir una tarifa de congestión (congestion price o congestion charge en inglés), un cobro aplicado a vehículos por entrar al área más céntrica y susceptible de congestión en la ciudad, y casi automáticamente el tráfico se redujo en un 30%. "Aunque se diseñó para generar ganancias, el flujo de ingresos que resulta no se usa para educación o salud sino que se reinvierte íntegramente en transporte público. Tienes así un círculo virtuoso donde el uso del auto se restringe y puedes ofrecer un mejor transporte público".
En 2003, cuando se aplicó esta tarifa de congestión en Londres, se asumía que otras ciudades dentro del Reino Unido seguirían. En Edimburgo y Manchester se llamó a un referéndum para preguntar a la población si querían adoptar un sistema de tarifa de congestión; ellos respondieron con un rotundo 'No'. "Sabemos por las investigaciones que el peor momento para preguntar a la población cómo se siente frente a una medida es justo antes de introducirla. En Estocolmo hicieron algo mucho más inteligente; ellos tuvieron un acercamiento más similar a un 'periodo de prueba'. Esencialmente dijeron 'introduciremos temporalmente un cobro por el uso de ciertas calles, así tendremos la oportunidad de ver si es beneficioso o no'. Una vez que tuvieron esa experiencia, hicieron un referéndum para saber si querían seguir; por un margen muy pequeño dijeron 'Sí, nos gusta esto'.
En Londres también la aceptación de un cobro por el ingreso a una cierta área bajó justo antes de que se implementara. "Pero después de que entró en vigencia la aceptación volvió a subir porque la gente pudo ver los beneficios. En estas situaciones, frente a un eventual cambio afloran dos actitudes humanas fundamentales: el miedo y la adaptabilidad. Es conocida la capacidad humana de adaptarnos, pero también le temeremos al cambio. Para muchos suele implicar que las cosas serán peores en lugar de diferentes. A los medios les encanta anunciar el cambio, pero no siempre se hacen cargo de la sensación de preocupación o incomodidad que pueda provocar. Un público asustado ejerce una presión similar en los políticos. Un mandato como lo tuvo el alcalde de Londres en su momento, llevar a cabo una política de gran impacto, entrega a la gente la oportunidad de demostrar qué tan adaptable es", opina Lyons. Recuerda que en el mismísimo primer día de aplicación de la tarifa de congestión gran parte del tráfico desapareció. La gente había sido advertida con anticipación, sabía lo que iba a pasar y fue capaz de hacer arreglos y buscar alternativas.
"Por supuesto no fue igual para todo el mundo, pero muchos descubrieron que tenían opciones, porque también es un tema que pasa por la equidad social. En el caso de Londres se hizo una cantidad de concesiones, se reconoció que algunos trabajadores clave, como las enfermeras o los profesores, podrían verse afectados; algunos subgrupos de viajeros recibieron descuentos o excepciones del cargo".
Hasta cierto punto, explica Glenn Lyons, se trata de una convicción que debe traspasarse al público, a los políticos y al lobby en torno a ellos: diseñar una política de transporte como esta, que al desincentivar el uso del auto crea beneficios para la economía así como bienestar social, tiene el potencial de generar un grado mayor de igualdad. Por supuesto el diseño en particular debe variar en cada ciudad.
Glenn invita ahora a pensar en los orígenes del planeamiento del transporte, a notar que coinciden con los comienzos de la era motorizada: "Todos parecían pensar que era algo bienvenido, que traería nuevas libertades y prosperidad. Los consumidores querían ser parte de este nuevo régimen. Desarrollamos nuestras herramientas de planeamiento del transporte muy apegadas a una agenda de crecimiento del tráfico y expansión de nuestras infraestructuras de tránsito. Estoy generalizando, pero supongo que globalmente permitimos que la conveniencia del auto diera forma a nuestras ciudades hasta el punto en que es bastante difícil revertir ese proceso. Por supuesto que trajo muchos beneficios, pero ahora sabemos que había consecuencias no intencionales, como la congestión o la segregación social".