Son pocos los directores que pueden definirse como un completo innovador. Todos ponen su piedra sobre lo que otros ya han armado en el edificio de la creación. Cada obra tiene como sustento algo que ya existe en el pasado y es muy raro ver una producción que se sienta fresca, que rompa esquemas, que aporte formas y se transforme en un antecedente de lo que está por venir.
Pero George A. Romero, quien falleció este domingo a los 77 años, fue un verdadero innovador, un creador original para todo un subgénero del cine de terror. El padre de los zombies no buscó el shock para poner vísceras y sesos de forma sangrienta solo para estremecer o satisfacer nuestra hambre por el gore.
Romero, de forma mucho más importante, lo hizo para decir cosas sobre este mundo, sobre el capitalismo y el individualismo de la sociedad norteamericana. Y el concretar sus obras con ese punto de vista, elevó al creador a categoría de leyenda. A provocador de una catarsis que con un exiguo presupuesto cambio las claves y códigos para llevar al terror a la siguiente esfera.
Aunque existían películas de zombies que sirven de antecedentes, cortesía de las historias relacionadas al vudú, la idea de Romero fue clara: en un mundo en donde las flores y el enfoque hippie no generaron una real revolución, su propuesta fue cambiar al mundo de forma violenta, decante y asquerosa. Sin explicación de origen. Como un golpe directo a los sentidos. Cuando no haya más lugar en el infierno, los muertos salen a devorar a los vivos que no merecen estarlo.
Ya sea hablando sobre los terrores de una sociedad en donde la reina la malacomunicación, y un afroamericano es el último bastión en una sociedad deshumanizada (La noche de los muertos vivientes, 1968), o el consumismo de Estados Unidos como reflejo de un sueño americano que entumece cerebros (El amanecer de los muertos, 1978). Siempre Romero establecía una voz en medio de las tripas.
Pero también estaban los peligros del complejo militar que subyuga identidades en favor de objetivos nefastos (El día de los muertos, 1985), los megalomaníacos que quieren vivir enclaustrados ante el terror extranjero que temen (La Tierra de los Muertos, 2005) o cómo existe una fascinación por convertir en objeto todo lo que se puede grabar (El diario de los muertos, 2008).
Además, el padre de los no muertos concretó una de las mejores adaptaciones de una obra de Stephen King (La mitad siniestra, 1993) y en su filmografía también exploró nuevas ideas en formatos como la antología (Creepshow, 1982) o de postulados tan perversos como la venganza de las mascotas (Atracción diabólica, 1988). Nunca le hizo caso a explorar el lado más oscuro del ser humano.
La muerte de George Romero en definitiva no representa solo una perdida para el cine de terror, ya que fue uno de los grandes cineastas que ayudaron a definir al séptimo arte a través de la experimentación, la exploración y el establecimiento de ideas.
Y en un escenario en el que vemos cada vez más realizadores al servicio de productos refritos, envasados y seriados, el aporte del director seguía reluciendo hasta sus últimos días, ya que preparaba una nueva producción en la que buscaba reinventar una vez más a los zombies, mezclando automóviles enchulados y no muertos esclavizados al volante. Este ícono del terror no se quedaba con lo ya establecido, porque consideraba que siempre se le puede dar un giro. Siempre hay algo que se puede decir.