El futuro no se toca
Estar en el Google I/O es como estar en una versión ultra ñoña de Lollapalooza. Un Ñoñopalooza si así quieres llamarlo. La junta anual de desarrolladores de Google se describe a sí misma como un festival, aunque en vez de música y selfies hay charlas y muchas líneas de código.
La explanada del Shoreline Amphitheater, ubicado en pleno Silicon Valley y a pocas cuadras de las oficinas centrales de Google, fue el escenario desde donde la compañía comenzó con una suerte de deconstrucción del concepto del futuro al cual estamos acostumbrados.
El legado de Steve Jobs nos acostumbró a que toda innovación debe existir en forma de un dispositivo. La materialidad de una idea es la que lo convierte en un bien de consumo, en un objeto de deseo, de esos que Apple siempre ha sabido construir y vender al costo que sea necesario. Y en cierta manera hay algo de razón: no hay mejor manera de entender un concepto rupturista que manejándolo con tus propias manos.
Y es precisamente eso lo que muchos le criticaron al evento de Google, ningún producto nuevo, ningún gadget deseable, ninguna cajita que esperar para el cumpleaños o para la navidad. Pero para mí eso está perfecto. Y es que para Google, el futuro no se encuentra necesariamente en una tienda, sino que descansa en manos de miles de computadores que están aprendiendo a pensar como nosotros.
El Machine Learning fue la principal conversación que existía en los pastos de Silicon Valley y bajo alguna de las múltiples carpas donde se realizaban las sesiones. Se trata del siguiente paso en la inteligencia artificial, en donde las máquinas están empezando a aprender a través de la experiencia, como si fueran humanos. Esto no solo permite hacer tareas más complejas, sino que básicamente las estamos entrenando para que comunicarnos con ellas sea cada vez más fácil y natural.
El problema es que todo el desarrollo del Machine Learning está detrás de cámaras, está dentro de un equipo y pasa sin que nosotros lo veamos. Y eso es difícil de vender, si no es a través de ejemplos. Y en Google I/O estaba lleno de esos pequeños ejemplos.
Cosas que hice mientras caminaba por el campus: le pedí a un robot que me preparara un trago, encendí y apagué las luces de una habitación hablándole a un parlante, el mismo con el que hace unos minutos había pedido que me mostrara la última temporada de Master of None en el televisor. También me sentí el mejor jugador de Pictograma del mundo con un computador que adivinaba todo lo que dibujaba, un piano que improvisaba música a partir de lo que uno tocaba y vi por una cámara que traducía todo lo que veía.
Un montón de cosas pequeñas que a la larga podrían mejorar nuestras vidas, si se aplican tal y como funcionan en el laboratorio. Y de hecho, ya lo están haciendo, pero no nos estamos dando cuenta. Y eso es quizás lo que más nos asusta del futuro cuando no es material: no saber cómo controlarlo.
Lo que ví en los parques de Silicon Valley es muy parecido a lo que debe haber sido la primera gran oleada de genios de la tecnología, cuando Jobs, Gates, Wozniak y sus amigos se apoderaban del mundo de la tecnología para construir la revolución que vendría años más tarde. El tiempo les daría la razón, pero no sin antes haber pasado como locos que quizás soñaron con una máquina que preparaba tragos con la voz.
Con la inteligencia artificial de nuestro lado y recién empezando a mostrarse, creo que el futuro está más en las posibilidades que nos darán nuestro mundo al estar conectado a Internet que en un aparato con más o menos megapixeles que el anterior, y para eso, necesitamos mentes que tomen estas herramientas y las conviertan en el futuro.
Volver al sentido de aventura de los 60 y dejar de lado el sueño corporativo que llegó tras el Y2K. Y quizás por eso es que Google nos hizo creer por una semana que el futuro se escribe al aire libre y no en una sala de conferencias.
Donde la industria manda
Cuando cruzas el mundo entero para ir a la principal feria de tecnología no puedes evitar que las expectativas sean altas.Y como siempre pasa con ellas, a la larga se vuelven un problema. Es probablemente el sentimiento más humano -e infantil. "Voy a ver androides o quizás el internet de las cosas aplicado como nunca", le dije a un amigo que sabe mucho de tecnología. "Para eso tienes que ir a Estados Unidos", respondió. Otro me dijo "no pesques a este amargo, Computex es la feria de tecnología más importante de Asia. Seguro volverás asombrado". Y, ¿saben qué? Ganó el amargo.
Vi tecnología envasada. Terminada. Vi -otra vez- la industrialización. Muchos envases y promotoras-mujeres-objeto, en un país que se supone desarrollado como Taiwán. Quizás es cosa de Taipéi, la ciudad que me tocó visitar. O solo problema de Computex 2017.
La ciudad actúa como telón de fondo para lo que se vive en el Nangang Exhibition Center. Y el recorrido de Mouse comienza en el piso adecuado: las mejores innovaciones se encuentran en el cuarto nivel del edificio y podemos probar en primera persona la "ropa inteligente". Prendas que al igual que las que alguna vez usara Sebastián Beccacece en su paso como DT en la Universidad de Chile -por poner un solo ejemplo- miden los niveles de sudor, toman información del cuerpo y la reproducen en una aplicación que nos aconseja para mejorar nuestro día. Un concepto aplicado en primera instancia al desarrollo militar, luego al deporte y finalmente a la vida diaria.
Pero un concepto viejo.
La bulla de gente gritando, flashes que no son flashes, sino sonidos de celulares y muchos colegas periodistas me alerta: algo está pasando en una esquina, donde una mujer con poca ropa anuncia lo que creí era una novedad: un concurso para probar un simulador tipo Oculus, en una silla que en algo recuerda los nefastos cines en 4DX.
Y repetí mi error de guiarme por el bullicio: esta vez se trata de un joven haciendo una demostración con nitrógeno líquido. "Van a lanzar un pez, como en ese video de Youtube", pienso. Pero no. Lo que buscan es enfriar un computador que está simulando, en términos de temperatura, estar encendido a su máxima capacidad durante más de veinte horas. Entonces, el nitrógeno lo enfría y se puede seguir jugando otras veinte.
Las siguientes paradas fueron más menos similares: a la clásica experiencia de estar viendo a un Steve Jobs asiático, que busca presentar como innovador algo que solo es una variación económica de un producto más caro ofrecido por otra marca, se le sumó un simulador de realidad virtual -bastante cool- en el que me defendí de unos zombies a punta de metralleta olvidando a ratos toda la sensación que inunda esta crónica. Me divertí realmente haciendo eso. Luego, volví a la realidad y al diagnóstico que me acompañó desde que entré hasta que salí del Nangang: el futuro se fue, como dijo algún día Jorge González.
El concepto, el abstracto, el avance o la idea que te permite soñar con transformar un radar militar en un microondas -la piedra angular de cualquier departamento de soltero- se lo guardaron para otra feria y solo pude tener pinceladas de maravillas como un Tesla, un robot hermoso aunque aún muy avanzado para América como el Zenbo -de 2016- o el salto al vacío de las PYMES, en el piso de abajo ofreciendo llaveros y pokemones fabricados al instante, con impresoras 3D al por mayor.
¿El futuro de la industria? A juzgar por las largas caminatas en Computex, siguen siendo los videojuegos. Y los que se volcaron completamente al PC, que a su vez necesita mejores prestaciones para enfriarse y poder seguir funcionando concentrado en lo urgente: poder seguir jugando; no en lo importante: pensar en cuál será el juego o avance de mañana, cuando vender un par de piezas o videojuegos no sea suficiente.