De Joker lo primero que vemos es un protagonista confundido, flotando en un mundo que lo castiga sin motivo aparente. Alguien que tiene un trabajo menor, que al parecer de cierta forma retorcida lo hace reír y le permite una endeble estabilidad para soñar con su mundo ideal: uno en que es querido, rescata a los suyos -su madre junto a cierto interés romántico- y conoce a su ídolo quien le entrega la posta al aire para que todo el mundo sepa que Fleck, Arthur, es gracioso y un digno hijo de cualquier padre.

Ese conflicto, sobre la paternidad de un desastre, es la sangre que corre por las venas de la película de Todd Phillips, quien filma el dolor de un hombre que apenas alcanza a comprender que la sociedad lo rechaza y pone la otra mejilla desde que tiene -escaso- uso de razón. Joker en muchos sentidos no es una película sobre el personaje enemigo de Batman; y en otros lo es hasta el hartazgo, lo que se erige como una de sus principales fortalezas. Porque sabemos que si este señor llegara a tener un pasado, preferiría que fuera de selección múltiple. ¿Qué sentido tiene el viaje hacia la locura en este caso? Uno solo: Joaquin Phoenix entregando una interpretación que -ahora sabemos- hizo dudar a los críticos más reputados del mundo sobre el efecto de la película.

¿Se debe o no empatizar con el príncipe payaso del crimen? La respuesta inmediata -casi al unísono- desde que la película gira por el mundo ha sido un rotundo "jamás". Y la cinta, a sabiendas de que está recreando un mundo que los espectadores de hoy sólo han visitado gracias a Martin Scorsese, mete el dedo en esa llaga una y otra vez. ¿Es nuestro el dolor de Arthur? ¿Es de la clase política? ¿En qué lado de la discusión por el control de Gotham estoy yo, que miro desde la comodidad de una sala de cine?

Fleck, como alguna vez hiciera El Rey de la Comedia, sueña con ser una estrella, salir en televisión, se ríe de todo lo que nadie se ríe y naufraga en un espacio que decide golpearlo sin siquiera oírlo. Es un susurro. Un dolor que quiere aguantar porque los que lo golpearon "son sólo unos niños". Vuelve a aguantar. Golpea. Corre. Mata. Y baila. Solo. En la más plena oscuridad.

Phillips maneja con habilidad casi todo lo que toma prestado de Mean Streets, El Rey o Taxi Driver. Y sería imperdonable que lo hiciera con la más mínima torpeza. Advertido de ello, el telón de fondo de esta ruta de descalabro es una ciudad cuya falta de esperanza es caldo de cultivo para el desastre, que tiene como protagonista también a un sistema de medios que reproducen lo que duele, ponen nombre a lo que hiere y golpean a lo que no entienden. Ahí, cuando una de las escenas más horripilantes toma lugar, se permite hacer comentarios sobre cómo funciona hasta el día de hoy el negocio televisivo, por ejemplo. Y sin sutileza alguna.

Cuando Joker quiere ser violenta, puede entrar entre las más explícitas de las películas de su clase, que digámoslo de inmediato, no es la siempre segura fórmula de superhéroes alimentada por un algoritmo -que tanto rédito ha dado en este siglo. Tampoco es un reflejo con tintes realistas, como alguna vez propusiera Christopher Nolan con la trilogía "The Dark Knight". Phillips quiere escribir y fotografiar un drama. Una historia trágica que cuando consigue la empatía del espectador, se la vuelve a lanzar por la cabeza de la forma menos educada posible. Una ruta al abismo, oscuro, violento y maloliente que, como bien apunta el personaje de Robert De Niro, busca acabar con las ratas liberando a los gatos.

Joker es cine. Es una historia que grita a balazos que no existen las conversaciones eludibles para ninguna sociedad, mientras un violoncello negro, lánguido y sin clímax, nos acompaña piso tras piso en una ruta que no tiene otro destino que la nada. Como si Phoenix, Phillips, Warner y compañía hubiesen entendido al personaje que querían dibujar. Y de paso, a quien algún día será su némesis.

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