Decir que algo es innecesario implica que existen cosas necesarias en la vida y claro que las hay. Pero en el campo de las artes, lo único relevante es la expresión de un artista. Que estés de acuerdo o no, realmente, da lo mismo. En el caso de los productos de consumo masivo, aquellos que colapsan la oferta por el mero afán de la explotación de una marca, menos se puede decir que algo sea necesario. Lo único que lo termina validando a esos productos es si generan o no los ingresos necesarios para justificar su inversión.
En el caso de Avatar: La leyenda de Aang, la adaptación amparada por Netflix a partir de una de las mejores series animadas realizadas en Estados Unidos durante este siglo, lo único que debía importar es que no fuese la debacle que fue la versión cinematográfica de M. Night Shyamalan, la cual erró al intentar condensar toda una temporada en alrededor de 1 hora y 40 minutos. Y, al menos, en esa base, esta nueva serie no es una debacle.
Pero el problema de la adaptación de Netflix va por otro carril. Uno que también debió afrontar la versión de Shyalaman: la incapacidad de trasladar correctamente una serie animada luminosa, que de todas formas estaba marcada por momentos drámaticos, a un entorno live-action.
Sin pedirle mucho, la serie lográ lo mínimo en su primera temporada de ocho episodios para abordar la historia de cómo un elegido vuelve tras 100 años de suspensión animada para enfrentar a un imperio que cambió el rumbo del mundo. Claro que cuando hablamos de Avatar: The Last Airbender, especialmente por la forma en que la animación logró construir todo ese relato, no es suficiente lograr solo lo justo y necesario.
Parte importante de lo anterior radica en la historia, la cual no logra solventarse y provoca que algunos personajes secundarios queden como mero pretexto para presentar su respectivo cosplay y satisfacer a los fans de la serie animada. Otra parte también se debe a que en la necesidad de generar una versión propia, la serie avanza con decisiones creativas que afectan al ritmo narrativo, poniendo sobre la mesa, una vez más, lo difícil que es adaptar una serie animada. En aquello ejemplifica, nuevamente, porque existen tan pocas propuestas que han sido exitosas en ese apartado.
En términos generales, lo mejor que se puede decir de Avatar: The Last Airbender es que es una serie competente, que cumple la tarea mínima y luce lo suficientemente bien como para garantizar que el visionado de los ocho episodios de la serie no sea una lata.
Los efectos están bien, gran parte del elenco principal funciona, especialmente aquellos ligados a la Nación del Fuego, y las criaturas en efectos digitales están realizadas de una forma en que no se nota pobreza. De hecho, ese es otro factor a su favor: visualmente la serie es justo lo que se podría esperar de una adaptación de la creación amparada originalmente por Nickelodeon.
No obstante, todos esos factores terminan quedando solo en el campo de lo correcto, ya que el ritmo y el manejo del drama quedan al arbitrio de una condensación que parece solo seguir una lista de verificación. Para explicarlo, solo basta decir que, en el camino de la historia, hay varios cambios en esta adaptación y el más llamativo es un primer episodio que presenta el genocidio de Los Nómadas Aire. No obstante, aunque hay cambios acertados, también surgen algunas decisiones que provocan que algunas historias pierdan su fuerza.
Por ejemplo, y sin entrar en muchos spoilers, la historia cuenta en un par de episodios la historia de Jet, el rebelde del Reino Tierra que inicia una cruzada para cobrar venganza contra la Nación del Fuego. Pero aquella trama termina siendo opacada al conectar todo con lo que involucra al Rey Bumi y la ciudad de Omashu. Aunque esos son cambios menores, en donde situaciones pasan de otra forma respecto a la serie animada, lo importante es que el conjunto no logra cuajar. Y son ese tipo de cosas las que generan que la serie recurrentemente pierda foco.
Ante ese escenario, al menos se puede decir que la historia gana fuerza cada vez que se centra en Aang, el último maestro Aire que logró salvarse del genocidio y que por 100 años estuvo congelado dejando al mundo sin un Avatar, la única persona que puede controlar los cuatro elementos que han dividido al mundo. Cuando se mezcla esa historia con la ayuda de sus amigos de la Tribu de Agua del Sur, Avatar: The Last Airbender encuentra su rumbo. Y cuando se agregan al príncipe Zuko, su tío, el general Iroh, y la amenaza de la Nación del Fuego, la serie sube su nivel notablemente.
Quizás por eso es lamentablemente que la serie pierda el foco y el ritmo narrativo tan seguido, ya que la adaptación tiene todos los elementos para estar a la altura de las exigencias que implican el meter mano en una serie animada tan buena como lo fue Avatar: The Last Airbender y su posterior secuela. Las opciones están para hacer una segunda temporada más sólida con toda la historia del Reino Tierra y Toph, pero por ahora la serie queda al debe.
Pedirle menos, y contentarse con lo que es esta producción, no es justo con la marca que aquí quisieron explotar.
Avatar: The Last Airbender ya se encuentra disponible en Netflix.