Indiana Jones y el dial del destino es la primera película de la saga que no cuenta con la dirección de Steven Spielberg ni una historia ideada por George Lucas. Y se nota.
Lo anterior se percibe porque la inventiva visual en varios aspectos no está a la altura, a pesar de tener a un cineasta talentoso como James Mangold al mando del timón, o porque la propia historia base es menos atractiva que la de El Reino de la Calavera de Cristal.
Pero esa situación no implica que Indiana Jones y el dial del destino sea un desperdicio. Por momentos la producción logra ponerse el sombrero y golpear con el látigo de una forma emotiva, logrando plasmar momentos divertidos, secuencias llamativas y todo lo que uno espera de una aventura de uno de los mayores héroes de la pantalla grande.
No obstante aquello, también es cierto que inevitablemente esta nueva entrega está definida, para bien y para mal, por el peso de la nostalgia.
Aunque hoy por hoy mucha gente vocifera lo contrario, la nostalgia de por si no es un problema. Ese mismo sentimiento impulsó a los propios Spielberg y Lucas, creadores de la saga, quienes se inspiraron en los viejos seriales que veían en su niñez, y en personajes como James Bond, para crear las aventuras del arqueólogo más grande de la historia.
Pero en el caso de esta nueva película, el gran pero está en el hecho de que aquella añoranza está puesta en un espejo. Solo fijada en la propia franquicia.
Esa situación inevitablemente genera que Indiana Jones y el dial del destino esté viendo constantemente su propio ombligo, no dejando mucho espacio para aquella exploración de cosas nuevas que sí marcó a las cuatro aventuras anteriores.
De ahí que, aún cuando en esta secuela hay nuevos macguffin, sidekicks o locaciones, constantemente aquí se nutren de la propia saga, fagocitándose a si misma.
El mayor ejemplo de aquello es el retorno de los nazis, los villanos que por tercera ocasión hacen acto de presencia en la franquicia y aquí son desaprovechados completamente.
Tras una extensa secuencia inicial situada en el cierre de la Segunda Guerra Mundial, con todo y un Indiana rejuvenecido digitalmente, nos presentan a un artilugio de miles de años de antigüedad que podría significar una nueva oportunidad para los seguidores del Tercer Reich. Pero pese a esa idea, no mucho se hace para usarlos en el escenario post-guerra de Estados Unidos.
Lo anterior es importante porque el objeto es la clave que reinicia la travesía en pleno 1969, un año en el que nos topamos con un Indy al borde del retiro de su trabajo universitario. Aunque se ve obligado a entrar en acción otra vez, el viejo arqueólogo ya no tiene ánimo ni de descubrir ni menos de luchar. Y mucho tiene que ver lo que le pasó después de su aventura en el Reino de la Calavera de Cristal.
En todo ese escenario, que terminan explicando para abordar qué pasó con Indi en todos estos años, los nazis se sienten más como una regurgitación que otra cosa. Otros aspectos, como el ritmo o la actuación de Phoebe Waller-Bridge, quien interpreta a la ahijada del doctor Jones, se sienten rígidos y eso le termina restando puntos en la inevitable comparación con la excelente trilogía original.
Lo que nos queda así es una última entrega que no esconde su condición de despedida, buscando revivir por última vez al icónico personaje bajo la nueva morada del ratón Mickey. Pero a pesar de toda la cirugía plástica digital que marca al comienzo, su serie de clichés franquiciados o los momentos nostálgicos que no resultan del todo, lo que voy a plantear ahora va en contraste a todo lo anterior: Indiana Jones y el dial del destino logra salir a flote gracias a Harrison Ford.
Es decir, puede que James Mangold quede al debe en las secuencias de acción, o que el enfoque de nutrirse de la propia saga cree más trabas que nunca en la narrativa, pero el director sí logra crear una atmósfera en la que termina aprovechando el carisma y la actuación de Ford, quien una vez más logra encarnar al arqueólogo de manera magistral.
En Ford vemos el paso del tiempo, su caída en el desencanto, la pérdida de su chispa e inclusive los problemas para soportar el peso del fedora. Es ahí en donde sentimos la conexión emocional que logró elevar al personaje hasta el Olimpo del cine. Y esos mismos factores sin también son la clave en los emotivos últimos 30 minutos.
Lamentablemente, no puedo esquivar eso último. Mientras muchos hablan de Star Wars como su franquicia, Indiana Jones es mi saga favorita. Quizás por eso me cuesta sopesar los contrapuntos que terminan marcando a esta producción. Inclusive eso puede explicar que sea más blando a la hora de dejar pasar las cosas que me hicieron arrugar la nariz.
Pero volver a ver al doctor Jones y a un Harrison Ford dándolo todo por conectar con nosotros, bastan y sobra para ver a esta última aventura y que, al mismo tiempo, se explique que la propia película termine encontrando un lugar satisfactorio para conectar. Que la nostalgia superficial no logre empañar a la añoranza generada por Ford y que eso es lo que logre llenar el corazón.
De ese modo, aunque este dial del destino no alcanza todo su potencial, y puede resultar muy exagerada, ya que de seguro una de sus secuencias generará aún más discusiones que las que generó aquella escapada previa al interior de un refrigerador, la combinación de Ford e Indiana es el atractivo suficiente para ver esta última aventura. Una que demuestra que simplemente nadie jamás podrá encarnar al doctor Jones.
Indiana Jones y el dial del destino llega a cines este 28 de junio.