A mediados de la década del 60, Nissan encargó a uno de sus mejores ejecutivos una misión que marcaría el devenir de la compañía. Era un directivo veterano en ese entonces y recordado hasta hoy por su sagacidad y ambición, pero que también dos décadas antes había dejado su sello de tipo resuelto y no condescendiente con ideas que consideraba derechamente como no acertadas. Incluso si eran órdenes jerárquicas.
Era Yutaka Katayama. A los 30 años este empleado de Nissan había sido enviado a la provincia satélite de Manchuria, en los inicios de la Segunda Guerra Mundial. Luego de algunos años en esa zona hostil (hoy de dominio chino), Katayama regresó al archipiélago japonés convencido de que su carrera despegaría más cerca de la sede central de Nissan en Yokohama.
Pero estaba errado, otra vez los ejecutivos quisieron relegarlo a Manchuria a mediados del 40 con otra misión comercial. Esa vez Katayama se rehusó. Para mal en aquel minuto, o bien, si se mira en perspectiva, el hombre hoy recordado como Mr. K reflexionaría décadas después que esa decisión le salvó la vida cuando vino la dramática debacle nipona en la guerra, con la ocupación militar soviética de esa ex provincia y la dolorosa rendición japonesa como única vía posible tras las dos bombas atómicas.
Una gran misión
Después del sangriento fin del conflicto, la industria japonesa se rehizo en tiempo récord y apuntaló medio siglo de crecimiento con un tranco arrollador que puso al país del Sol Naciente a la cabeza en índices de desarrollo económico y humano. En ese despertar del boom, por supuesto que Nissan también deseaba estar. Sabía qué quería conseguir y dónde tenía que jugar sus fichas, pero faltaba el cómo materializarlo en la práctica, siendo exitoso. Eso que los economistas anglosajones llaman el know-how.
Había que confiar en alguien astuto, asertivo y criterioso en la toma de decisiones. Alguien experimentado, como el ahora cincuentón Yutaka Katayama. Mr. K ahora sí no le dio demasiada vuelțas a la nueva tarea que le encargaba Nissan: radicarse en Estados Unidos, estudiar el mercado e ir elaborando una pauta de lo que gustaba (y lo que no) en ese enorme país que, paradójicamente, era el que le había infligido la peor derrota militar en la historia a Japón.
Y no era encabezar un mero desembarco comercial de vehículos Nissan. Para nada, porque la marca ya participaba en Norteamérica. El tema era que no despegaba en números o al menos no a los niveles que el creciente apetito de la marca quería capturar.
De un tímido Fairlady...
Por cierto que a mediados del 60 el mundo no estaba interconectado ni de cerca a como lo está hoy. Porque actualmente no hay que ser un experto para saber que una marca que quiere triunfar en Estados Unidos tiene que hacerlo con motores empujadores de seis u ocho cilindros y que, además, sacrificar el consumo para favorecer la potencia está perfectamente aceptado.
Entonces, Katayama se estableció en la costa del Pacífico y se dedicó a observar. En su primer análisis recién llegado se dio cuenta de que Nissan estaba perdido, como un ciego dando palos, y que había que fijar una especie de sucursal en Estados Unidos para atender exclusivamente a esa especie de Nuevo Mundo.
Las cosas tenían que hacerse bien. Y claro, Nissan tenía a un pony de patas cortas corriendo frente a finos caballos de haras. Competía con el Fairlady, un modelo roadster muy bonito y con impronta similar a la de un Triumph TR250, pero movido solo por un motor de 1.6 litros de 95 Hp. ¿Y su nombre? Derivaba del musical My Fair Lady, que el presidente de Nissan había visto en Broadway en los años 50. El sitio Motor Authority, uno de los decanos del periodismo motor norteamericano, dice que sí, “que los estadounidenses adoraban también esas piezas artísticas, pero que nadie se sentía atraído por el auto”. En síntesis, un ‘deportivo’ muy bueno pero aún en las lógicas del mercado japonés...
La presión del Mister
En la analogía del pony, Yutaka Katayama planteaba algo lógico. No era que a ese animal se le pudieran estirar la patas y listo. Había que desarrollar un nuevo producto alineado con las pautas que él ya había recopilado en su expedición norteamericana. Ahora nombrado presidente de Nissan West Coast (hoy Nissan Motor U.S.A.), el ejecutivo presionaba a Japón para conseguir esa herramienta que le permitiera subir de división.
El éxito vendría de la mano de un deportivo rápido, confiable y de precio asequible, pensaba Mr. K. Y en Nissan, que tanto querían conquistar Estados Unidos, le dieron en el gusto. La marca lanzó en octubre de 1969 el Nissan Fairlady Z, el verdadero hitazo que llegaba bajo la nueva filosofía de hacer las cosas: de tracción trasera, caja manual de cuatro marchas y suspensión independiente, el coupé de trompa larga y unos característicos espejos a mitad de capó estaba impulsado por un motor 2.4 litros de seis cilindros en línea con doble carburador, que desarrollaba 151 caballos para un 0 a 100 km/h bajo los ocho segundos.
Para borrarle cualquier rastro de similitud con el timorato Fairlady, Nissan U.S.A. lo rebautizó como Datsun 240z. De hecho, las unidades llegaron a Norteamérica con los emblemas de Nissan Fairlady Z, pero Katayama se encargó de que ningún auto fuera despachado a concesionario sin que antes se le reemplazaran las chapas. De esta manera, el Datsun 240z (suena hasta más deportivo, ¿no?) se vendió en US$ 3.600, un valor en que ningún otro auto se le equiparaba en rendimiento. Y los que se le acercaban en performance, como el Corvette, tampoco lo alcanzaban en el bajo precio. “Datsun creó un verdadero deportivo GT, que, como muy pocas excepciones, combina buen desempeño con un máximo de comodidad”, decía el impulsor del Z.
Japonés bien plantado
EI Datsun 240z tenía un comportamiento en ventas tan bueno como el que mostraba sobre el asfalto. En tres años, la firma facturó 150 mil unidades y era difícil encontrarse uno en vitrina. El gran plus del 240z fue que permitió a más personas alcanzar un deportivo económico y práctico, con toda la diversión que supuso. En esa faceta, el coupé ‘long nose’ apareció como una alternativa a los tradicionales modelos británicos que presumían de ser “deportivos como debían ser”, haciendo alarde del handling, pero descuidando detalles como filtraciones de agua, de acústica y de temperatura, mucho más propios de autos de carreras sin licencia para la calle.
En 1978, con el camino ya pavimentado para continuar los éxitos, Nissan presentó la segunda generación, que llegó con un bloque seis cilindros en línea de 2.8 litros turbo, para crecer a los 180 Hp. A mediados de los años 80, arribó el tercero de la dinastía. De forma inédita, el modelo con código Z31 trajo un motor V6. Era un 3.0 litros turbo de 200 Hp. La cuarta generación, en tanto, ofrecida desde fines de los 80, se instaló en su versión más alta con un motor V6 biturbo de 300 Hp. Para el nuevo siglo, Nissan ha dado vida a otros dos integrantes, esta vez de líneas mucho más redondas: el 350z y el 370z.
Hace un mes, Nissan convocó a la prensa para mostrar un adelanto del futuro Nissan 400z. Este modelo conceptual de profunda inspiración en la herencia Z -en concreto en los faros con forma de gota, tomados del Datsun 240z, o la retaguardia, copiada del 300zx de 1989- promete ser casi igual al modelo de serie que vendrá en 2021.
Y cómo podría ser diferente, si cuando Nissan quiso hacer del Fairlady Z un nuevo roadster (como un sucesor del Fairlady a secas), fue otra vez el mismo Yutaka Katayama quien peleó para que ‘su’ Datsun 240z fuera un coupé trompudo. Por eso la leyenda de que fue él mismo quien quitó todas las insignias ‘Fairlady’ del 240z antes de desembarcarlos en EE.UU. es bien aceptada y es la que cuentan los fans estadounidenses.
Katayama murió en 2015, a los 105 años. Trabajó por ocho décadas en Nissan y tiene reconocimientos en los Hall of Fame de industria de Japón y de Estados Unidos, aunque seguramente el título que más le haga justicia sea definitivamente el de ser el Padre de la leyenda Z. MT