A semanas de que se cumpliera una década desde la sorpresiva renuncia a su pontificado, Benedicto XVI, dejó de existir a los 95 años en el monasterio Mater Ecclesiae, donde había vivido desde 2013. De haber muerto aún como Papa, habría sido el más longevo desde León XIII que falleció a los 93 años. Sin embargo, Joseph Ratzinger fue más tiempo Papa emérito que líder formal de la Iglesia Católica. Pese a que él argumentó al anunciar su dimisión del papado, que su salud le impedía cumplir en plenitud sus funciones, se mantuvo lúcido y activo durante gran parte de los últimos diez años. Sólo en el último tiempo su condición comenzó a deteriorarse y el miércoles 28 de diciembre el Papa Francisco pidió rezar por su salud. Figura clave de los últimos 60 años, Ratzinger revolucionó a la Iglesia Católica con su decisión de renunciar y fue un férreo impulso de la lucha contra los abusos de sacerdotes.
“¡Cuánta suciedad en la Iglesia y entre los que, por su sacerdocio, deberían estar completamente entregados a él! ¡Cuánta soberbia, cuánta autosuficiencia!”, sentenció en la novena meditación del Vía Crucis de 2005, cuando un ya muy enfermo Juan Pablo II delegó en él, en su calidad de decano del Colegio Cardenalicio y Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe la conducción de los actos de Semana Santa. Fue una clara señal de sus prioridades y de lo que se vendría tras la muerte del Papa polaco. Algunos vieron en sus palabras un llamado de atención para el sucesor del ya agonizante pontífice y otros, el hito clave que lo encaminó definitivamente hacia el papado.
Tres años antes, los escándalos de pedofilia en la Iglesia estadounidense habían obligado a una inédita reunión extraordinaria de todo el episcopado de ese país que derivó en el compromiso por tolerancia cero a los abusos. Sin embargo, el tema parecía recién estar estallando y había un asunto que preocupaba especialmente al entonces decano cardenalicio: la situación de Marcial Maciel, el fundador de los Legionarios de Cristo y sobre quien pesaban reiteradas denuncias de pedofilia cuya investigación en el Vaticano no había avanzado. “Ya llegará el momento, no ahora”, le dijo al pasar en 2004, a un periodista, el propio Ratzinger en la Plaza San Pedro.
Y el tiempo llegó ese 2005. El 2 de abril, Karol Wojtyla, el Papa polaco, clave en el derrumbe de los regímenes comunistas de Europa del Este, que reinaba desde hace casi 27 años y tenía asegurado un puesto indiscutido en el panteón de los Papas más influyentes de los 2 mil años de historia de la Iglesia Católica, dejaba de existir. Se abrió entonces un interregno, un periodo de Sede Vacante cargado de confusión e incertidumbre que se extendió por dos semanas hasta que el 16 de abril, tras un cónclave de solo dos días, el cardenal chileno Jorge Medina anunció desde el balcón central de la Basilica de San Pedro: “Habemus Papam”.
Sólo tres años antes, el cardenal Ratzinger le había pedido a Juan Pablo II que le aceptara su renuncia porque quería retirarse a un monasterio. Ya había cumplido los habituales 75 años con los que los prelados son llamados a retiro. A veces, sin embargo, por solicitud del Papa extienden su permanencia en el cargo. Y eso le sucedió al entonces prefecto para la Doctrina de la Fe, convertido en esos años en el grande defensor de la doctrina -como lo describió el vaticanista John Allen en su libro Cardinal Ratzinger The enforcer of the faith- en un papado marcado por su rol político y pastoral. Juan Pablo II visitó 128 de los 194 países que existían entonces.
La negativa a aceptar su renuncia por parte del entonces Papa cambió definitivamente los planes de Ratzinger, aquel teólogo liberal en la época del Concilio Vaticano II que terminó convertido durante los años de Juan Pablo II en el gran enemigo de los sectores progresistas de la Iglesia. John Allen cuenta en su biografía de Ratzinger que fueron las revueltas estudiantiles de 1968 en la universidad de Tubinga, donde dictaba cátedra de teología y que se convirtió en la Meca de los sectores estudiantiles más radicales en Alemania, las que lo marcaron de tal manera que lo llevaron a abandonar la universidad y pelearse con quien entonces aún era su amigo, el teólogo Hans Küng.
El propio Ratzinger aseguró más tarde que los hechos del 1968 dejaron en evidencia “la instrumentalización por ideologías tiránicas, brutales, crueles… Esa experiencia dejó claro para mi que al abuso de la fe debía ser resistido precisamente si uno quería mantener la voluntad del Concilio (Vaticano II)… cualquiera que quisiera permanecer progresista en ese contexto debía dejar de lado su integridad”. Según contó un ex alumno a la revista Time, el futuro Papa se había mostrado inicialmente “muy abierto a nuevas ideas, pero repentinamente vio que estas nuevas ideas estaban conectadas a violencia y destrucción del orden establecido”.
A partir de entonces Ratzinger asumió una postura conservadora, intentando contener las presiones de sectores progresistas, primero en el arzobispado de Munich y luego como prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, cargo que ocupó por más de 20 años. Fue ese Ratzinger el que emergió del balcón de la Basílica de San Pedro el 19 de abril de 2005, con la sotana blanca y una muceta de satín rojo, y se describió “como un simple y humilde trabajador de la viña del Señor”. Había entrado al cónclave, según los analistas, como el gran “Kingmaker”, quien movería los hilos para coronar a su preferido, pero finalmente fue él el elegido.
Ratzinger, según comentó el vaticanista italiano Sandro Magister a La Tercera años después de su elección, tenía claro al asumir que para lograr consolidar una Iglesia Católica firme y que fuera referente moral en el mundo debía realizar una profunda “limpieza” de esa suciedad que había denunciado. Y en ese proceso, el caso de Marcial Maciel se convirtió en una suerte símbolo de ese compromiso. El mismo día que Juan Pablo II agonizaba en su cuarto del Palacio Apostólico, Charles Scicluna, el promotor de justicia de la Congregación para la Doctrina de la Fe -a cargo en ese entonces de Ratzinger- viajó a México y EEUU a entrevistar a quienes habían denunciado abusos de Maciel.
Durante sus siete años de pontificado este teólogo nacido en Marktl, Baviera, en 1927, que eligió el nombre Benedicto en honor al Papa Benedicto XV que luchó por la paz a comienzos del siglo XX, asumió el combate contra la pedofilia como bandera de lucha. Condenó a Maciel, intervino a los Legionarios de Cristo y se reunió con víctimas de abusos sexuales en cada uno de sus viajes. En una de sus entrevistas con el periodista alemán Peter Seewald reconoció que los “escándalos de pederastia, el caso Wiliamson (el obispo británico al que levantó la excomunión pese a haber negado el holocausto) y el caso Vatileaks”, fueron los momentos más duros de su pontificado.
Sin embargo, pese al esfuerzo dedicado a la lucha contra la pedofilia al interior de la Iglesia y a las complejas y profundas homilías que conforman el cuerpo teórico de su pontificado -”fue un Papa teólogo”, según el vaticanista Sandro Magister-, Benedicto XVI será recordado por los sucesos de febrero de 2013, cuando improvisamente, en una reunión con cardenales, anunció en latín, su renuncia: “He llegado a la certeza de que mis fuerzas, dada mi avanzada edad, ya no se corresponden con las de un adecuado ejercicio del ministerio petrino. (…) Por esta razón, (…) con plena libertad declaro que renuncio al ministerio de obispo de Roma, sucesor de San Pedro”.
A partir de ese momento comenzó un periodo inédito en la historia de la Iglesia: la convocatoria a un cónclave con un Papa vivo.
Cuando Benedicto XVI había sido elegido en abril de 2005 el debate entre los cardenales era si se debía optar por un Papa mayor, que diera paso a un pontificado más breve que el extenso reinado de Juan Pablo II o un Papa joven que siguiera la senda pastoral de Wojtyla. Los últimos años del Papa polaco enfermo y debilitado habían generado una reconocida confusión en la Curia Romana, que los cardenales no querían repetir.
Finalmente la elección del cardenal Ratzinger dejó claro cuál era el camino elegido, desilusionando a quienes, como el cardenal belga Godfried Danneels se lamentaban que no hubiera llegado aún el tiempo para un Papa latinoamericano. Muchos querían evitar, además, otro largo papado.
En 2013, sin embargo, la discusión había cambiado y la apuesta esta vez sí era buscar un Papa que impulsara reformas, uno que al margen de la edad tuviera la capacidad de conducir las transformaciones necesarias. Esa vez los tiempos de los que se lamentaba Danneels en 2005 sí parecían ser distintos. Así, luego de que Benedicto XVI abandonara en un helicóptero blanco la Ciudad del Vaticano rumbo a Castel Gandolfo, se dio paso a una nueva Sede Vacante y un nuevo cónclave que elegiría al cardenal argentino Jorge Mario Bergoglio como el primer Pontífice latinoamericano y extra europeo de la historia de la Iglesia Católica. “Cuando escuché su nombre, al principio estaba inseguro. Pero cuando vi como hablaba por una parte con Dios y, por la otra, con los hombres, me puse verdaderamente feliz”, comentó en su entrevista a Peter Seewald, en la que también entregó detalles sobre los motivos que lo llevaron a dar un paso al costado. “No se trató de una retirada bajo la presión de los acontecimientos”, dijo en relación al escándalo Vatileaks detrás del cual algunos veían un intento por boicotear la pontífice. E indirectamente vinculó su salida a otro hecho, que sí fue destacado por algunos vaticanistas durante su pontificado: “El gobierno práctico no es mi fuerte (...) Un punto débil es mi poca determinación para gobernar o tomar decisiones”.