Aunque Angela Merkel es la mujer más poderosa del mundo, si algo uno no asocia con ella es esa palabra intimidatoria. Porque, en esta época en que el populismo ha agrandado desproporcionadamente el perfil de los que mandan, ella va por la vida usándolo con sencillez, más como una rutina que como una vanidad.
Es la adulta en la habitación de los adolescentes. Mientras que ellos chillan exhibiendo su poder, ella, que tiene un mejor sentido de cuánto pesan y cuánto no pesan, en el largo curso de la historia, los gobernantes de cada momento, lo mira todo con ternura y distancia irónica. A veces, como cuando hace pocos días dijo que ya no se puede confiar en la superpotencia de Estados Unidos, les da un leve palmazo admonitorio.
Quizá parte del sentido de las limitaciones le venga de su background en la Alemania comunista, donde, a pesar de haber nacido en Hamburgo, su familia se afincó porque el padre, pastor luterano, se mudó allí al poco tiempo de haber nacido ella. Otra parte de ese talante le viene seguramente de su vocación científica. Estudió Física y se doctoró con una tesis sobre química, y tanto su primer marido, de quien tomó el apellido Merkel, como el segundo vienen de ese mundo.
Las estrecheces y la medianía obediente del mundo comunista reforzaron en ella los valores de la prudencia y la austeridad que también le venían por parte de sus padres, algo que se nota en el estilo de vida que lleva como canciller: todavía se la puede ver comprando verduras en el Hit-Ullrich-Markt de Berlín y sigue utilizando muebles de Ikea en su apartamento.
Ha demostrado ser capaz de frialdad y oportunismo cuando hacía falta. Por ejemplo, cuando, siendo secretaria general de la Unión Demócrata Cristiana de Alemania, a finales de los años 90, dejó caer a su mentor, el excanciller Helmut Kohl, al estallar un escándalo de financiación irregular. Kohl había sido su valedor desde la reunificación alemana, cuando la promovió dentro del partido como ministra y luego como secretaria general. Hasta entonces su experiencia política era mínima: un paso breve por las Juventudes Comunistas en la Alemania roja y, a la caída del Muro, militancia fugaz en un partido germanooriental nacido en plena apertura política. Luego, al refundirse las dos Alemanias, inició su carrera en el gran partido de centroderecha germano. Dio el salto a la presidencia de la Unión Demócrata Cristiana en 2000 y cinco años más tarde, a la jefatura del gobierno como canciller.
Merkel se benefició de las reformas liberales que había hecho su antecesor, el socialdemócrata Gerhard Schröder. El temperamento de Merkel no era el de una reformista dispuesta a enfrentarse a intereses creados y mucha impopularidad. Era más bien el de una gestora responsable. Su gestión le dio a Alemania años de éxito económico que continuaron incluso cuando hace una década el resto de Europa ingresó en el túnel oscuro.
Como "jefa" de Europa, le tocó lidiar con la crisis de sus vecinos. Todos pretendían que ella autorizara a las autoridades fiscales y monetarias a derramar generosidad irrestricta sobre las dolientes economías europeas. Allí es donde se vio la grandeza de un liderazgo que en nada pretende ser grande. Con intuición, buena muñeca y paciencia, fue gestionando esas expectativas de tal modo que siempre dio más de lo que parecía y menos de lo que se reclamaba. Alemania terminó dando casi el 30% de las garantías para el fondo y el mecanismo de estabilidad europeo. También sofrenó el impulso de quienes querían una integración política y bancaria total en la Unión Europea y criticó al Banco Central Europeo cuando se puso a crear dinero artificialmente.
Los momentos más difíciles para Merkel tal vez no fueron esos, sino los de la crisis migratoria. Merkel es muy consciente de que la posición geográfica de su país y de Europa exige lidiar con problemas agudos: la Rusia de Putin (con la que nunca se pelea del todo y nunca se amista del todo); el Medio Oriente (donde se mete lo justo) y, finalmente, el África, que, junto con el Medio Oriente, es fuente de una migración cuantiosa. En 2015, Merkel abrió las puertas a los solicitantes de refugio, de los cuales han ingresado ya a su país casi un millón y medio. Sus compatriotas y varios países europeos se han enfrentado a ella tenazmente para exigirle una marcha atrás. Sus propios socios de coalición, la Unión Social Cristiana de Baviera, estuvieron a punto de hacer caer el gobierno, algo que evitó gracias a que trasladó a Europa la urgencia de tomar medidas más estrictas para proteger las fronteras.
En tiempos recientes no solo ha tenido que vérselas con Putin y con los vecinos que van inclinándose por el populismo nacionalista, como el grupo de Visegrado, sino también con un agresivo Donald Trump. Pero es precisamente en ese escenario donde sus cualidades, las de adulta en el salón de chiquillos, más destacan.