"En Brasil es así: cuando un pobre roba, él va a la cárcel, pero cuando un rico roba, él se convierte en ministro". Con esa frase, Luiz Inácio Lula da Silva se refería, en febrero de 1988, a un reportaje de Globo que había revelado un dossier en el Palacio del Planalto con los nombres de parlamentarios que recibieron donaciones de empresas en la elección de 1986. Para Lula, el gobierno en lugar de divulgar una lista de políticos con recursos ilegales debía "mandar a arrestar" a los legisladores,
Treinta años más tarde, Lula, que hace apenas unos días presumía de mantener "la tranquilidad de los justos, de los inocentes" mientras la Justicia lo acorralaba, se aprestaba a convertirse finalmente en el primer ex presidente brasileño en ir preso por un delito común: corrupción pasiva y lavado de dinero.
Luchador impenitente, Lula, "el hijo de Brasil", como fue bautizado en una película biográfica, ganó muchas batallas en su vida -incluida la de la marginación en un país con una profunda brecha social y la guerra contra el cáncer de laringe que libró tras dejar el poder-, pero esta vez parece haber perdido su batalla más dura, en lo que parece ser el ocaso del líder popular más votado en la historia del país y de uno de los "políticos más populares de la Tierra", como llegó a decirle, en 2009, el entonces Presidente estadounidense Barack Obama.
Nacido en 1945 en Pernambuco, en el empobrecido noreste brasileño, Lula emigró con su madre y sus siete hermanos a Sao Paulo en busca de su padre, un campesino analfabeto y alcohólico que tuvo 22 hijos con dos mujeres y a quien Lula conoció cuando tenía cinco años. Estudió hasta los 14 años, pero trabajó desde antes. Aprendió a sobrevivir en la calle, como vendedor y limpiabotas.
A los 15 años se hizo tornero en una siderúrgica y se acercó al movimiento obrero. Con 17 años, perdió el dedo meñique de la mano izquierda en un accidente de trabajo. A los 23 años, el sindicalista se casó, pero dos años después su primera esposa, María Lourdes, falleció víctima de una hepatitis aguda. Algunos años después contrajo nupcias con Marisa Letícia, quien falleció en 2017 tras sufrir un derrame cerebral.
La adversidad, no obstante, no desanimó a Lula. Así, con menos de 30 años, dejó las máquinas por el sindicalismo profesional, en plena dictadura militar. Como presidente del sindicato de obreros metalúrgicos lideró las famosas huelgas que convulsionaron a la periferia industrial de Sao Paulo. Estableciéndose como el nombre más importante de la oposición en el escenario político, en abril de 1980 Lula fue detenido y pasó 31 días en la cárcel. Ese mismo año había fundado el Partido de los Trabajadores (PT), con la idea de redemocratizar el país, y así entró en política.
Se hizo luego con el bastón presidencial en 2002, en su cuarto intento (1989, 1994, 1998). Para entonces, poco quedaba -según EFE- del barbudo sindicalista que arengaba a las masas. Más conciliador y moderado, el "Lulinha" Presidente se dejaba vestir por modistos internacionales y se mostraba con personajes de vanguardia.
En ocho años de gestión, sacó de la pobreza a 28 millones de personas y lideró una "revolución" pacífica que situó a Brasil entre los protagonistas de la agenda mundial. Pero el romance comenzó a truncarse en 2005, con los primeros escándalos de corrupción del PT.
Pese a ello, Lula insistía en su integridad. "Nadie tiene más autoridad moral y ética que yo para transformar la lucha contra la corrupción en bandera, en práctica cotidiana", afirmó en 2005, tras el escándalo del "mensalao", la supuesta compra ilegal de votos en el Congreso durante su primer gobierno.
Si bien dejó el Palacio de Planalto con una popularidad del 87% y logró la elección de Dilma Rousseff para continuar su proyecto, todo se vino abajo por una "tormenta perfecta" que combinó una profunda crisis económica con la escasa popularidad de Rousseff y un pacto de sus antiguos aliados para terminar con la "era PT", en agosto de 2016.
Así, la suerte para Lula ya parecía echada y tenía un nombre: Lava Jato. La investigación del megaescándalo de corrupción en Petrobras pronto salpicó al ex mandatario. Con todo, él insistía en su probidad. "Tengo una historia pública conocida. Solo me gana en Brasil Jesucristo", llegó a decir en su defensa, mientras un fiscal se atrevía a calificarlo como "el comandante" de la mayor trama de corrupción del país.
Pero fue el juez de federal de la ciudad de Curitiba, Sergio Moro, especialista en lavado de dinero y delitos financieros, quien se convirtió en la bestia negra de Lula. El mismo que lo condenó a cumplir pena de cárcel por el caso del tríplex de Guarujá, supuestamente entregado al petista por la constructora OAS a cambio de favores.
Líder en las encuestas de cara a las presidenciales de octubre, hoy su eventual candidatura parece casi improbable. Y eso que solo en enero la senadora y presidenta del PT, Gleisi Hoffmann, decía a La Tercera que "el plan del partido, de la A a la Z" era elegir a Lula Presidente". Sin él como candidato, "es Brasil el que corre el riesgo de entrar en un período sombrío", comentaba ese mismo mes a este medio el ex canciller Celso Amorim.
Sin embargo, hoy, a sus 72 años, Lula tiene poco que ver con "el líder más influyente del mundo" que ocupaba portadas de Time. El mismo al que Obama le espetó en una cumbre del G-20 en Londres, en 2009: "This is the man".
O como resumió el novelista brasileño Marçal Aquino, en entrevista esta semana a La Tercera: "Sin duda el proceso de deconstrucción del mito Lula es el gran hito político de Brasil en los últimos años".