Por Enrique Krauze, historiador y escritor mexicano
El próximo mes de septiembre, último de su gobierno, la nueva legislatura obediente a Andrés Manuel López Obrador buscará supeditar la justicia al poder introduciendo el voto directo de los jueces. En la práctica, esta “reforma” se traducirá, como se ha visto, en el voto personal de López Obrador sobre quién debe ser juez. Será el fin de la justicia, y la república.
Para combatir este despropósito he escrito varios artículos que prueban la continuidad de dos siglos en el pensamiento republicano en México, y la consiguiente defensa de la Suprema Corte de Justicia frente al poder absoluto. En fechas recientes, he debido recordar que la separación entre la justicia y el poder está en el origen de la civilización occidental.
El Antiguo Testamento la prescribe claramente. Los célebres legisladores de Esparta, Atenas y Roma –Licurgo, Solón y Numa– limitaron al poder absoluto con el valladar de los jueces. Con esos ejemplos en mente, tras atestiguar en 1672 el violento fin de la república holandesa y sus libertades, Baruj Spinoza escribió el Tratado político, su obra postrera. Y al trazar el perfil de un Estado “no bárbaro”, un Estado que respeta las libertades, aludió a un notable antecedente medieval: el Reino de Aragón.
El emblema de ese Estado no era un monarca sino un juez: el “Justicia” Juan de Lanuza y Urrea. En la Plaza de Aragón en Zaragoza hay un monumento en su honor, erigido a principios del siglo pasado para conmemorar el cuarto centenario de su sacrificio. Lanuza representa la tradición liberal que enorgullece a los aragoneses (no por nada, aragoneses fueron Goya y Buñuel). Es natural que a Spinoza, defensor radical de la libertad, ese legado le pareciera “digno de memoria”.
Spinoza no era dado a narrar historias, pero en el caso de Aragón hizo una excepción: “Tan pronto arrojaron de sus cervices el servil yugo de los moros […] decidieron elegir para sí mismos un rey”. Como no se ponían de acuerdo sobre las condiciones, consultaron al Papa quien, “actuando efectivamente en esta cuestión como vicario de Cristo, les reprochó que, por no aprender del ejemplo de los hebreos, pidieran con tanta tozudez un rey”. Ante su insistencia en el despropósito, les “aconsejó fijar antes unas normas bien equitativas y acordes con la idiosincrasia de su pueblo”. La primera fue la creación de un “Consejo General que, como los éforos en Esparta, se opusiera a los reyes y tuviera absoluto derecho de resolver los litigios que surgieran entre el rey y los ciudadanos”.
Siguiendo este consejo, los aragoneses establecieron los derechos que les parecieron más equitativos. Su máximo intérprete y, por tanto, juez supremo no sería el rey, sino el Consejo, al que llaman “Los Diecisiete” y cuyo presidente recibe el nombre de “Justicia”. Así, pues, este “Justicia” y estos “Diecisiete”, elegidos, no por votación, sino a suertes y con carácter vitalicio, tienen el derecho absoluto de reexaminar y de anular todas las sentencias contra cualquier ciudadano, dictadas por los demás Consejos tanto políticos como eclesiásticos. De modo que cualquier ciudadano tenía derecho a hacer comparecer al rey ante ese tribunal. En un principio tuvieron, además, el derecho de elegir rey y de privarlo de su potestad.
Es famosa la declaración que este Consejo leía antes de nombrar al rey:
Nos, que somos tanto como vos y juntos valemos más que vos, os hacemos rey de Aragón si juráis los fueros y si no, no.
Pasados muchos años –subraya Spinoza con admiración– el rey Pedro III –fines del siglo XIII– buscó rescindir el derecho, pero solo lo “corrigió”. Dos siglos después, Fernando el Católico, último rey aragonés, decidió sabiamente honrarlo. Ante los celosos castellanos que pedían su anulación, se negó a contravenir una costumbre tan arraigada. Finalmente, la libertad se topó con Felipe II, que “oprimió a los aragoneses con mejor fortuna, pero no con menor crueldad que a las Provincias de los Confederados”.
Fue Felipe II, en efecto, quien dio por terminada aquella peculiar división de poderes. Antonio Pérez –antiguo consejero, caído de su gracia– huyó de Castilla y se refugió en su natal Aragón. El Justicia Lanuza lo protegió con el habeas corpus. Felipe II envió 12.000 soldados a Aragón, cuyos 2.000 defensores resultaron insuficientes. Lanuza encabezó la defensa, Pérez (uno de los personajes más controversiales de la historia española) escapó a Francia. Felipe II fue implacable con quien lo había amparado.
El Justicia Lanuza fue decapitado sin juicio previo en 1591. Su cabeza se exhibió como escarmiento. Pérez escribió su testimonio en el destierro. Spinoza lo cita en su Tratado político.
Aragón no olvidó la afrenta. Nosotros debemos sacar la conclusión de la historia y actuar en consecuencia. La justicia no puede supeditarse al poder (así sea un poder que goce de popularidad). La justicia no puede doblegarse al “servil yugo”. La justicia se puede reformar, pero no decapitar.