Por Noé Hirsch, sinólogo francés y fundador del medio sobre actualidad asiática East Is Red
Una conciliación exitosa en Medio Oriente entre Arabia Saudita e Irán, seguida de una implicación diplomática visible en el conflicto ruso-ucraniano, muestran de qué manera China está buscando imponerse como una potencia de mediación internacional. Durante sus mandatos, Xi Jinping ha más que triplicado los conflictos en los que China interviene mediando.
El fenómeno se desarrolla en desmedro de las potencias mediadoras internacionales, y en particular, Estados Unidos. Obligado a gestionar entre la defensa de los derechos humanos y la de sus propios intereses, la máquina mediadora norteamericana se ha estado mostrado más bien trabada. Tanto Europa como las cortes internacionales de mediación, a su vez, no muestran los mejores resultados en la última década.
Con su postura antiimperialista y su ausencia de adhesión a las normas imperativas que nacen de los derechos humanos, la mediación china reúne en ella las voluntades de países con trayectorias políticas diversas, más seducidos por la inocuidad de las soluciones propuestas por China que por su pertinencia. El caso de la guerra en Ucrania es, en esta perspectiva, elocuente: Xi se anda con mucho sigilo, dejando a su “amigo eterno” Putin enfrentar al resto de Occidente solo, reemplazando las empresas occidentales en Rusia y aún así, conservando todas sus opciones en caso de una victoria ucraniana.
Y este es el fondo de la estrategia china bajo Xi Jinping: “la opcionalidad”, el “aún cuando”, eso que han llegado a bautizar el “Beijing Straddle” (“la ambigüedad de Beijing”). En ausencia de principios universales, este intermediario de manos limpias conserva bien los intereses que defiende: aquel de hacer triunfar la posición china, sea cual sea el vencedor de un conflicto. Por todo esto es que China busca, antes que todo, preservar el statu quo y la estabilidad política, signo de una potencia con confianza en el futuro, y que sabe que el tiempo juega a su favor.