Por Ted Anthony, director de narrativa nueva e innovación en la redacción de The Associated Press. Escribe sobre la cultura estadounidense desde 1990.
Si la atención que se presta a una persona fuera una moneda, Donald Trump sería el hombre más rico del mundo.
Nada lo demuestra mejor que la aglomeración de periodistas para lectura de cargos en el tribunal de Nueva York. Al regresar a la capital mundial del espectáculo, la que lo proyectó a las primeras planas de los tabloides hace tantos años, el expresidente también regresó al escenario en el que más florece. Y al hacerlo, incluso de una manera atípicamente tranquila, demostró la forma peculiar en que se enfrenta con el mundo: como luminaria y a la vez parte agraviada.
¿Lo aman? ¿Lo odian? ¿Le tienen sin cuidado? No importa. Al igual que durante su presidencia, atrae la atención. Todavía. Miles de policías de la ciudad de Nueva York, el Servicio Secreto de Estados Unidos y enjambres de periodistas desplegados en el Bajo Manhattan pueden dar fe de ello.
Fue una comparecencia procesal ante el tribunal, el nivel más bajo del drama en un caso penal, pero fue un espectáculo completo. Y llamarlo así, evaluarlo de esa manera, no lo disminuye, no en el mundo de hoy, donde el espectáculo y todos sus subproductos dirigen la economía de la atención y la conversación cultural.
Hubo algo el martes, y en los cinco días que lo precedieron, que de alguna manera fue a la vez familiar y profundamente anormal.
En su mayor parte, los estadounidenses habían dejado atrás la omnipresencia habitual Trump, todo el tiempo, característica de nuestro tiempo entre 2016 y, digamos, mediados de 2021. Así que ese tecleo con sabor a Trump que ha prevalecido desde que surgió la noticia de la acusación el jueves no era nada nuevo. Familiar, también, fue la colisión incómoda de la exhibición con la seriedad, de las maquinaciones amaneradas del gobierno con la retórica de todo se vale del populismo del siglo XXI influido por los reality shows.
Al igual que durante la presidencia de Trump, usted vio los monumentos que los estadounidenses construyen para reafirmar que su esfuerzo por administrar una república democrática es un Esfuerzo Muy Serio. Antes, eran los edificios de Washington de los poderes ejecutivo y legislativo; el martes se desarrolló en un juzgado hecho de mampostería pesada erigido en la imponente arquitectura que consagra el estado de derecho.
No obstante, toda esa familiaridad oscureció lo que era algo genuinamente nuevo bajo el sol estadounidense: la crónica momento a momento de un expresidente que se dirige al tribunal, ingresa al tribunal, es acusado de delitos en el tribunal, sale del tribunal en una caravana que se dirige al aeropuerto para abordar su avión privado, ese que tiene su nombre pintado aparatosamente en el costado. “De otro mundo es la manera perfecta de decirlo”, apuntó Dana Bash en CNN.
Una mirada a Trump
Llegamos a verlo todo, como se ha vuelto rutinario. Dentro del juzgado, vimos las cámaras de noticias al estilo cinema-verité detrás de las barricadas que buscaban desesperadamente un vistazo, y lo conseguían. Afuera, todo fue seguido desde arriba por cuatro helicópteros de noticias, una imagen con ecos de un viaje anterior en cámara lenta que resuena a través de las décadas: el de la camioneta Bronco blanca conducida en 1994 por O.J. Simpson, alguien también acusado de un delito de gran repercusión.
Tres décadas separan esas dos escenas narradas desde un helicóptero. Esos años vieron el ascenso de los reality shows -la telerrealidad-, la explosión de Internet y las redes sociales, y el dominio general de las herramientas y mentalidades útiles para oscurecer la realidad y hacer que la vida estadounidense se sienta -a veces deliberadamente- cada vez más como una película. Trump, por supuesto, ha sido un motor prominente de este mar de cambios, como ciudadano privado frente a las cámaras y, más tarde, como director general.
Esa obsesión estadounidense por las historias grandes y ruidosas estuvo a la vista el martes cuando los presentadores, los expertos y las fuentes hablaron y hablaron y hablaron. Se escuchó incrustado en el lenguaje a cada momento.
— Estuvo un personaje principal del que no puede apartar la mirada: un presentador de Newsmax que esperaba la comparecencia de Trump en el tribunal lo llamó la “estrella del espectáculo”.
— Hubo una partitura musical metafórica: “Sus casos legales serán la banda sonora de su campaña presidencial”, dijo Jeff Zeleny, de CNN.
— Había poder comercial. “Donald Trump ha construido una gran marca”, dijo Joe Tacopina, uno de sus abogados, después de la lectura de cargos.
— Hubo desinformación construida para vender un producto: aunque no se tomó ninguna foto policial del expresidente durante su tiempo en el tribunal el martes, las personas que recaudaban fondos en su nombre rápidamente crearon una imagen falsa y la explotaron para reunir a las tropas y aligerar sus billeteras.
— Y hubo un flujo incesante de contenido, encabezado por el mismo Trump, quien publicó en su cuenta de Truth Social -su propia red socia- hasta el momento en que se acercó al juzgado, y lo reanudó justo cuando salió de él. “No se suponía que Estados Unidos fuera así”, dijo en un momento, otra de esas declaraciones que calibra a la perfección para convertir sus tribulaciones personales en nacionales.
¿De quién es el mensaje?
Durante gran parte de su vida, Trump ha sido un narrador que controla la imagen, el mensaje y, a menudo, la versión que prefiere de la verdad. En la presidencia, hizo de ese enfoque política nacional. Pero el martes, cuando las reglas y las leyes le arrebataron esa sensación de control, se encontró no como el narrador, sino como el narrado. Incluso con toda la atención y las críticas a lo largo de los años, esa es una posición a la que no está acostumbrado.
Y por lo que muestran las fotos y el breve video, no es una que le haya gustado. Cuando esas imágenes sombrías de él en el tribunal aparecieron en las pantallas nacionales, los presentadores y los expertos usaron palabras como “disminuido” y “sin pavoneo confiado”. No son cosas que Donald Trump generalmente respeta.
“En ese momento, ese no es un conquistador. Es un abuelo que tiene un día muy malo”, dijo el comentarista Van Jones en CNN después de ver la expresión facial abatida del expresidente cuando salió de la Torre Trump antes de la lectura de cargos.
Sin embargo, esos mismos presentadores y expertos han dicho exactamente esas cosas antes a lo largo de su campaña y presidencia y pospresidencia. Han tratado de narrar para Trump. De alguna manera, una y otra vez, él resurge como el maestro narrador de su propia historia, por mucha fábula que contenga.
Al caer la noche, estaba en su casa en Mar-a-Lago en Florida, respaldado por banderas estadounidenses, y hablaba con cientos de simpatizantes en una reunión estilo mitin donde desenrolló diversos agravios en horario estelar. Al hacerlo, trataba de recuperar esa narrativa de la forma en que siempre lo ha hecho mejor: ante una multitud cuidadosamente seleccionada para mostrar entusiasmo sin dudar y abuchear en el momento preciso. “Tengo un juez que odia a Trump con una esposa y una familia que odian a Trump”, dijo.
Su intención era obvia: mostrar que, en el campo de la moneda de la atención estadounidense, donde la lucha siempre continúa, Donald J. Trump es todavía una fuerza poderosa. Llamar la atención ha sido su mundo, y la política es un ámbito de atención. Que el ámbito legal -que ha evitado con éxito hasta ahora- sea casi el mismo para él, puede ser otra realidad completamente distinta.