El cuento es así: The Washington Post, uno de los principales diarios de Estados Unidos -famoso por haber derribado al Presidente Richard Nixon con su investigación del caso Watergate-, tenía listo su editorial sobre las inminentes elecciones presidenciales estadounidenses. En lo que es una tradición de la prensa escrita de ese país desde hace décadas, el Post se iba a pronunciar a favor de una de las opciones en competencia, y esa opción era la candidata Kamala Harris. Pero el texto nunca llegó a publicarse: el dueño del periódico, el fundador de Amazon, Jeff Bezos, lo impidió.
Lo que siguieron fueron las abiertas críticas de los editores del diario, la cancelación de cerca de 250 mil suscripciones como acto de protesta y una pregunta: ¿A qué le teme Bezos? El magnate explicaría que había tomado esa decisión “por principios”-aun cuando es la primera vez que objeta un apoyo político del diario desde que lo adquirió en 2013-, pero el país estaba tomando nota de otro asunto: en un panorama donde Silicon Valley se ha transformado en la nueva elite financista del Partido Republicano y frente a Donald Trump, que explícitamente había advertido que de volver al poder perseguiría a sus adversarios, Jeff Bezos no quería arriesgarse.
Como sabemos, su apuesta resultó exitosa, aunque mucho menos que la de Elon Musk, que no solo se las arregló para donar más de 100 millones de dólares a la campaña y usó su red social X como plataforma de propaganda para Trump, sino que también saltó entusiasta a la primera fila, acompañándolo en actos públicos, dando discursos y siguiendo junto a él los resultados el martes en la noche.
Comprensiblemente, mucho se ha escrito sobre todo lo que puede ganar Musk al convertirse en el nuevo mejor amigo del futuro Presidente, aparte de despertar el miércoles siendo aun más rico por el alza de las acciones de sus empresas tras la elección. El propio Trump dijo antes de ser elegido que quería darle un puesto en el gobierno -a cargo, explicó, de auditar autorizaciones federales y gastos del Estado que considera un despilfarro-, pero es poco probable que el magnate nacido en Sudáfrica se interese en restringir su acción dentro de los límites de un cargo público, por mucho que Trump no sea un político particularmente fijado en cuanto a los conflictos de interés.
Su influencia en la Casa Blanca solo puede ayudar a sus negocios: las principales inversiones de Musk están en compañías altamente reguladas por el Estado: Space X ya es la principal proveedora de servicios de la NASA -organismo al cual Musk ha criticado por el tiempo que se toman en darle las autorizaciones necesarias para sus lanzamientos-, una carrera donde últimamente está sumando la provisión de satélites espía; Neuralink, que desarrolla interfaces cerebro-máquina, es supervisada por la FDA; IX y xAI pueden evitar molestas regulaciones en torno al uso de redes sociales y del desarrollo de herramientas de inteligencia artificial, respectivamente, como las que ya han sido promulgadas en la Unión Europea, y Tesla, por supuesto, puede hacer mucho más rico a su dueño y a sus accionistas con una pista más despejada de molestias provenientes del Departamento de Transportes, el de Energía y con más contratos con el Estado como los que ya tiene.
Pero el muy vistoso nuevo estatus de Musk en el nuevo mandato de Trump no solo aventura un mejor pasar financiero del hombre más rico del mundo. Con él, y tras él, podemos esperar una consolidación y expansión casi sin contrapeso de las grandes compañías tecnológicas, cuyos enfrentamientos con las administraciones demócratas en varios niveles han resultado, según apuntan varios analistas, decisivas en el divorcio entre el gran capital de Silicon Valley y el partido que alguna vez encarnó su visión de futuro.
En el gobierno de Joe Biden, compañías como Amazon, Google y Meta han sido objeto de acusaciones y acciones judiciales emprendidas por los departamentos de Justicia y del Tesoro. Ahora, en la administración de Donald Trump y su vicepresidente JD Vance (cuya nominación en el ticket republicano fue vista como la primera demostración de influencia del dinero de Silicon Valley en esta elección) es seguro vaticinar menores regulaciones estorbando en el camino.
Musk es solo la cara visible de un grupo de empresarios tecnológicos que desde hace años han montado una campaña para promover la elección de autoridades afines a Trump, hasta llegar a poner al propio expresidente de vuelta en la Casa Blanca. Ineludible resultan el nombre de Peter Thiel, el libertario fundador de PayPal, y los de David Sacks y Curtis Yarvin (que integran lo que se ha llamado “la mafia PayPal”).
A ellos se suman otros inversionistas que -como el propio Musk- alguna vez contribuyeron al Partido Demócrata y que hoy se declaran tan desilusionados de este como ilusionados con el regreso de Donald Trump al poder. Por algo hay quienes se refieren a la exitosa campaña del líder republicano como el “tech-bro coup”, es decir, el “golpe de la cofradía tech”.
Hace un par de días, Jeff Bezos se preocupó de etiquetar a Trump en los posteos de redes sociales en los que felicitó al Presidente por su triunfo del martes. En un país donde ya se empieza a hablar de una inminente reconfiguración del mapa de poder de Silicon Valley, ni Bezos ni los menos acaudalados millonarios que lo siguieron en el saludo quieren estar en el lugar equivocado.En cuanto a Elon Musk, el viernes recibió otro testimonio de admiración e influencia, cuando Donald Trump lo sumó a la llamada telefónica que sostuvo con el Presidente de Ucrania, Volodimir Zelensky.