“Después de una larga batalla contra el cáncer, nuestro padre, Alberto Fujimori acaba de partir al encuentro del Señor. Pedimos a quienes lo apreciaron nos acompañen con una oración por el eterno descanso de su alma”. Con ese mensaje en la red social X (antes Twitter), la hija del expresidente peruano (1990-2000), Keiko Fujimori, confirmó este miércoles la muerte de su progenitor, a los 86 años de edad.
El fallecimiento del ex Jefe de Estado ocurrió a pocas horas de que se reportara que su estado de salud se había agravado. Alejandro Aguinaga, médico de Fujimori, había confirmado más temprano a los medios el delicado estado de salud del exgobernante y la suspensión de visitas. De acuerdo con fuentes de El Comercio, Fujimori se encontraba “delicado” de salud desde hace una semana.
Su última aparición pública fue el pasado 4 de septiembre, cuando salía de la Clínica Delgado en Miraflores, a la que acudió junto a su hijo Kenji Fujimori para realizarse una tomografía producto del cáncer en la lengua que padecía.
Fuentes cercanas a Palacio de Gobierno indicaron a El Comercio que “seguirán estrictamente los protocolos fijados por la Cancillería”. Es decir, le rendirán honores de Estado a Fujimori.
De completo desconocido a autócrata
El 12 de septiembre de 1992 el gobierno de Alberto Fujimori llevaba apenas dos años en el poder cuando le propinó el mayor golpe a Sendero Luminoso, en medio de la lucha contra el terrorismo. Ese día el líder senderista Abimael Guzmán fue detenido en Lima, pero el Presidente peruano se encontraba en Iquitos, a más de mil kilómetros de la capital, en una jornada de pesca. Pese a la relevancia de la “captura del siglo”, Fujimori no cambió su agenda en la selva, que también incluía un encuentro con las comunidades amazónicas. Este hito no sólo delineó la gestión fujimorista, sino que también revela la personalidad del hombre que marcó los últimos 30 años de la política peruana: un mandatario algo solitario, llevado de sus ideas, desconfiado, temido y también intrépido.
Odiado por sus detractores y visto como una suerte de mesías por al menos un tercio de los peruanos –especialmente los sectores más desposeídos-, Alberto Kenya Fujimori era un completo desconocido cuando irrumpió en la escena política peruana. En 1990 el escritor Mario Vargas Llosa era el gran favorito para ganar las elecciones presidenciales, pero este ingeniero de origen japonés que hacía campaña arriba de un tractor le aguó la fiesta, en parte gracias al respaldo implícito del gobierno saliente de Alan García.
Tras su arribo al Palacio Pizarro, el nuevo jefe de Estado aplicó el “Fujishock”, adhirió a las recetas de Washington y el FMI, cambió la política macroeconómica y se hizo aún más popular entre los sectores bajos gracias a sus viajes al “Perú profundo”. “Fujimori regalaba chalecos, pantalones, les daba la mano a todos en los pueblos que visitaba”, recuerda Luis Jochamowitz, autor de la biografía Ciudadano Fujimori.
Pero mientras Fujimori arreglaba el descalabro económico de Alan García, comenzó a articularse un poder paralelo liderado por el máximo asesor del mandatario, el jefe del Servicio de Inteligencia Nacional (SIN), Vladimiro Montesinos. Una década más tarde, sería el propio Montesinos quien haría caer al régimen de Fujimori tras la revelación de un enorme escándalo de corrupción política conocido como “vladivideos”.
Si la captura de Abimael Guzmán fue clave para Fujimori, también lo fue lo ocurrido la noche del 3 de noviembre de 1991. Aquel día los pobladores de Barrios Altos, una zona popular limeña, realizaban una pollada para conseguir fondos con el objeto de reparar un edificio, cuando irrumpió un comando clandestino del Ejército y masacró a 15 personas –incluido un niño de ocho años- a quienes confundieron con un grupo senderista.
Un año después, el gobierno asestó lo que para muchos selló su futuro y lo transformó en un autócrata. El 5 de abril de 1992, Fujimori sacó los tanques a la calle, cerró el Congreso, intervino el Poder Judicial y comenzó a perseguir a sus opositores. Ya con el apoyo absoluto de las FF.AA., en julio de ese mismo año se llevó a cabo la matanza de La Cantuta, perpetrada por el clandestino Grupo Colina contra un profesor y nueve estudiantes. Tanto ese caso como el de Barrios Altos le costarían caro a Fujimori: una condena a 25 años de cárcel dictada en 2009.
Pero pese a las violaciones a los DD.HH., Fujimori fue reelecto con un 64% en 1995 y desde entonces prácticamente no tuvo oposición. Entre enero y febrero de ese mismo año, se embarcó en una guerra contra Ecuador, en la cuenca del río Cenepa.
Sin embargo, en esa época comenzaron a aflorar los problemas: Susana Higuchi, su propia esposa, lo acusó de torturas, comenzó a generarse un creciente descontento social y a fines de 1996 un comando del Movimiento Revolucionario Tupac Amaru secuestró a 72 personas en la residencia del embajador de Japón. Después de 125 días, los rehenes fueron liberados en la Operación Chavín de Huántar y Fujimori se llenó de gloria. No obstante, ese hecho demostró que el régimen era permeable.
Escape a Japón
De todos modos, con la prensa y el Congreso a su favor, Fujimori se transformó en una figura todopoderosa. Pero no pasó mucho tiempo hasta que estallaron los escándalos de corrupción. Más encima, Fujimori cambió las reglas y se hizo reelegir por segunda vez en 2000, en unas elecciones fraudulentas. Ya para septiembre de ese año, los cuestionamientos eran de tal magnitud que el escándalo por los “vladivideos”, en los que Montesinos sobornaba a figuras políticas, provocó la caída de Fujimori. Astuto, “El Chino” huyó a Japón, donde encontró refugio gracias a su ciudadanía japonesa tras renunciar vía fax a la jefatura de Estado. El Congreso peruano rechazó la renuncia y declaró la vacancia del cargo.
Con el gobierno interno de Valentín Paniagua y la gestión de Alejandro Toledo, Perú pareció olvidarse de Fujimori. Mientras, en Tokio, el ex mandatario contrajo nupcias con la joven empresaria nipona Satomi Kataoka, dedicó largas horas a navegar por la web y comenzó a preparar su regreso a Perú. “No tengo ninguna conexión con los casos de Barrios Altos y La Cantuta”, dijo a La Tercera desde Japón en 2003. En Japón, Fujimori se hospedó en el lujoso Hotel New Otani, luego en la casa de la escritora Ayako Sonoy finalmente a un moderno departamento.
Para sorpresa de todos, Fujimori aterrizó en Chile el 6 de noviembre de 2005, transformándose en una “visita” incómoda para el gobierno de Ricardo Lagos. “Se reunía con chilenos de clase media que fue conociendo en sus vecindarios, en los barrios donde vivió. No estuvo protegido, como se creía, por la elite chilena. La elite chilena se acercaba a él con mucha curiosidad. Estuvo invitado a algunos almuerzos y desayunos donde exponía su caso, pero nunca estuvo protegido, acogido o apadrinado por ellos”, cuenta Carlos Meléndez, autor de El Informe Chinochet. Historia secreta de Alberto Fujimori en Chile.
El plan del fujimorismo era irrumpir en las elecciones de 2006, pero ante la imposibilidad de que su líder se presentara en los comicios, se optó el plan B, con la ex congresista Martha Chávez como carta presidencial. “Siempre hubo una persecución política contra Fujimori. A Montesinos le diría traidor”, ha dicho la ex legisladora.
Finalmente, en 2007 fue extraditado a Perú. En su país, Fujimori fue recluido en una base de la Dirección de Operaciones Especiales (Diroes) de la Policía Nacional. Hasta que Pedro Pablo Kuczynski lo indultó a fines de 2017 –tras una negociación secreta con Kenji Fujimori-, se dio maña para recibir en su celda a dirigentes políticos, hechiceras y diferentes “asistentes”. En la cárcel, Fujimori pintó cuadros estilo impresionista, incluidos varios autorretratos; cultivó un jardín y preparó el terreno para que Keiko se transformara en su heredera política. Tanto en las elecciones de 2011 como de 2016, su hija estuvo a un paso de llegar al Palacio Pizarro. En el plano más familiar, se salió con la suya al lograr que su hija Sachi se casara en la capilla del recinto penitenciario.
“Mea culpa”
Pero también en 2007, durante el inicio del “megajuicio” en su contra, abordó los abusos contra los derechos humanos cometidos durante su régimen, para muchos un reconocimiento tardío y relativo. “No perdón, pero yo sí pido disculpas (…) a todas las víctimas”.
A comienzos de enero de 2018, Fujimori dejó la clínica donde se atendía y quedó en libertad. Lo primero que hizo, ya instalado en una casa de 1.900 metros cuadrados con piscina y jacuzzi, fue sacarse una selfie con sus hijos y otra solo con Kenji, su hijo favorito. A esas alturas la guerra política interna entre los Fujimori estaba al rojo vivo, con Keiko disparando contra su hermano menor a través de los medios y viceversa. Fujimori no logró unir a su familia, pero a través de Twitter dijo: “Anhelo un Perú sin rencores, con todos trabajando para un objetivo superior”. Fue una de sus últimas declaraciones políticas.
Pero en octubre de 2018, la Corte Suprema anuló el indulto humanitario que le había concedido Kuczynski en 2017. Fujimori cumplía una sentencia de 25 años por los delitos de homicidio calificado, lesiones graves y secuestro agravado, por los casos “La Cantuta” y “Barrios Altos”.
Fujimori fue excarcelado en diciembre de 2023, luego de que el Tribunal Constitucional aprobara la restitución del indulto humanitario concedido por Kuczynski. Tras recuperar su libertad, realizó algunas apariciones públicas e hizo comentarios sobre el panorama político nacional. En febrero de 2024, dijo que la presidenta Dina Boluarte terminaría su mandato en 2026 porque el fujimorismo “así lo ha acordado”.
En junio de este año, el expresidente apareció en un video firmando y estampando su huella digital en una ficha de afiliación al partido Fuerza Popular. Casi un mes después, su hija Keiko Fujimori anunció que su padre iba a ser el candidato de Fuerza Popular para las elecciones presidenciales de 2026.
“Mi padre y yo hemos conversado y decidido juntos que él será el candidato presidencial”, escribió la lideresa de Fuerza Popular en su cuenta de X.
Cual ajedrecista, en su momento Fujimori manejó a su antojo las sospechas sobre su lugar de nacimiento, su nacionalidad japonesa-peruana, su relación política con Montesinos y la represión del Estado. También montó un show mediático en sus decenas de visitas a hospitales y clínicas ante un aparente agravamiento de su estado de salud. Hasta que su último tratamiento médico efectivamente fue el último.