“Desde lo más profundo de mi piel y huesos siento dolor. Cuando los talibanes se fueron de Afganistán por primera vez, yo era una niña que comenzaba en el octavo grado de la escuela y tenía esperanzas. Trabajé duro, me estaba esforzando mucho para lograr lo que había trazado y el futuro que quería. Terminé el año de mi maestría y regresé en 2020 a Afganistán. Tenía grandes aspiraciones, a pesar de que la situación en el país era cada vez más difícil, no nos rendíamos, pero todos nuestros deseos fueron desperdiciados por los talibanes. Esta no es solo la historia de mi vida, sino la de miles de hombres y mujeres en esta tierra”.
Así, la activista afgana Aliya Kazimi describe, en conversación con La Tercera, la herida que ha dejado el regreso de los talibanes al poder en agosto pasado, cuando las tropas de Estados Unidos abandonaron Afganistán y los fundamentalistas asumieron el control total del país, imponiendo la ley islámica que anula los derechos básicos de las mujeres.
Han sido cinco meses marcados por el miedo y la violencia en Afganistán. Sin embargo, en las últimas semanas pequeños grupos de activistas han decidido salir a las calles de Kabul -pese a la posibilidad de no regresar- para evidenciar cómo cada día están siendo borradas de la vida pública. La respuesta de los fundamentalistas fue el uso de la fuerza, lo que revive los peores escenarios en el convulso país de casi 40 millones de habitantes.
La organización Human Rights Watch denunció que en la última protesta, el 16 de enero, miembros armados del régimen talibán llegaron horas antes a las afueras de la Universidad de Kabul y las estaban esperando, por lo que advierten podrían estar infiltrándose en las comunicaciones de grupos de defensa de DD.HH. En esa jornada, los milicianos rodearon al grupo de 25 mujeres y comenzaron a apuntarlas con armas de fuego, utilizaron dispositivos para electrocutar, las rociaron con sustancias químicas, las golpearon y las siguieron hasta sus domicilios, mientras las insultaban.
Hace dos años, cuando el regreso de los talibanes era una lejana pesadilla, la joven afgana Aliya Kazimi era voluntaria en la Cruz Roja, tarea que desarrolló por tres años. Entre sus pasiones estaba la defensa de los derechos humanos y la educación, por lo que creó una pastelería para que las mujeres trabajaran, mientras obtenía su anhelado título universitario en Administración de Empresas. Todo cambió con el retorno de los fundamentalistas, lo que la obligó a huir a Estados Unidos.
“Estoy desconsolada, porque la situación de las mujeres afganas está empeorando y todavía espero que las cosas mejoren y que el mundo no permita que esto suceda. Lo que hizo que todas mis compañeras y yo abandonáramos el país fue el deterioro de la situación cada día. Aún tenemos la esperanza de poder volver al país y poder trabajar”, sostiene Kazimi.
Los fundamentalistas prometieron a la comunidad internacional imponer un régimen moderado en comparación a su primer gobierno entre 1996 y 2001, cuando realizaban lapidaciones -ejecuciones a pedradas- a mujeres en las calles por incumplir con la sharia. No obstante, hoy las niñas mayores de 12 años tienen prohibido asistir al colegio bajo el nuevo modelo educativo en el que los menores son segregados por género. Las mujeres no pueden trabajar o realizar trámites sin la compañía de un hombre, tampoco utilizar el transporte público y deben acatar los estrictos códigos de vestimentas que incluyen el uso de la burka.
A fines de diciembre, el Ministerio para la Promoción de la Virtud y la Prevención del Vicio anunció nuevas restricciones para las afganas. La orden establece que ninguna mujer puede viajar más de 72 kilómetros sin la tutela de su esposo, padre, hijo u otro pariente varón. Además, el portavoz del ministerio, Sadiq Akif Mahajer, advirtió a los taxistas que solo pueden trasladar a mujeres con hiyab (velo) o un pañuelo en la cabeza. Los talibanes también exigieron a los conductores del transporte público mantener la barba larga, cumplir con las pausas para los rezos y dejar de escuchar música en los automóviles.
En una nueva fase de restricciones sociales y control a las afganas, el régimen talibán decretó un veto absoluto para que las mujeres usen los baños públicos comunitarios, también conocidos como hammams. Según el diario The Guardian, estos lugares son una antigua tradición que para muchas personas representa la única forma de acceder a agua caliente durante el invierno y cuyo espacio las mujeres utilizan para rituales de purificación requeridos en la ley islámica.
“Las mujeres y niñas que todavía están en Afganistán tienen su futuro en peligro. Le pido a la comunidad internacional que no se olvide de ellas y que no utilicen sus vidas como un arma política. Las escuelas, universidades y oficinas gubernamentales están cerradas. La aceptación al código de vestimenta es solo porque quieren continuar con su educación y trabajo. La mitad de las familias afganas estaban encabezadas por mujeres que ahora están desempleadas y sus familias pasan hambre”, explica Aliya Kazimi.
Una de las primeras órdenes del líder supremo de los talibanes, Hibatullah Akhundzada, fue el cierre del Ministerio de Asuntos de la Mujer y el despido de todas las trabajadoras estatales, que representaban casi un 30% del personal estatal en la administración del expresidente Ashraf Ghani (2014-2021) y que fueron reemplazadas solo por hombres. Un grupo de al menos 28 exdiputadas afganas se reencontraron en el exilio en Grecia, en noviembre pasado, para intentar obtener respaldo internacional.
En una entrevista a dos exfuncionarias del ministerio clausurado, el diario británico The Guardian destaca que las activistas deben permanecer escondidas ante la persecución desatada después de ser testigos de secuestros y asesinatos a excolegas por parte de ejecutores talibanes. Pero sus mayores preocupaciones, además de huir del país, son las víctimas de violencia intrafamiliar, cuyos atacantes han sido liberados por el régimen talibán.
De acuerdo con Naciones Unidas, un 87% de las afganas ha experimentado a lo largo de su vida algún tipo de violencia física, sexual o psicológica. De los 24 refugios para mujeres maltratadas establecidos en el país, la mayoría cerró sus puertas en los últimos meses por temor a represalias, por lo que las organizaciones humanitarias alertan sobre una probable alza de la violencia machista, como resultado de la crisis económica, que trae consigo desempleo y hambruna.
Las restricciones también llegaron hasta los medios de comunicación. De la televisión desaparecieron todas las teleseries que tuvieran entre sus personajes a mujeres y en los canales de noticias solo pueden aparecer conductoras con hiyab. Además, las radios tienen prohibido la emisión de música.
En un inesperado mensaje, el Ejecutivo talibán hizo un llamado ayer a los países musulmanes a que sean los primeros en reconocer oficialmente al gobierno impuesto en Afganistán, debido a que hasta la fecha ninguna administración los reconoció en el cargo. En cambio, las ayudas humanitarias están paralizadas por las sanciones internacionales impuestas, lo que impide la llegada de dinero para paliar la crisis interna.
“Llamo a los países musulmanes a tomar la delantera y reconocernos oficialmente. Luego espero que podamos desarrollarnos rápidamente. No queremos la ayuda para las autoridades. La queremos para nuestra gente”, defendió el primer ministro talibán, Mohammad Hasan Akhund, tras asegurar que han cumplido con los acuerdos de paz.
“Hago un llamado a ayudar al pueblo de Afganistán para proteger los derechos de la mujer. No permitan que las mujeres vuelvan a ser encerradas en sus casas, que las niñas sean vendidas por un pedazo de pan. Espero que el mundo y las organizaciones globales estén con nosotras”, implora Aliya Kazimi, la activista afgana.