La ruta del Papa que vino “del sur del mundo”
El pontífice argentino, quien falleció este lunes a los 88 años, llevaba casi 12 años como líder de la Iglesia Católica Romana. Fue el segundo cardenal más votado en la elección de Benedicto XVI, en 2005, pero su turno llegaría ocho años después, tras la renuncia de Joseph Ratzinger. Algunos vieron su elección como el cierre del círculo.
Con 88 años, el Papa Francisco -fallecido este lunes-había estado internado hasta hace unos días en un hospital romano debido a una neumonía bilateral. Sin embargo, tras dejar la clínica, había mantenido diversas actividades públicas, la última de las cuales fue ayer al aparecer en el balcón de la Basilica de San Pedro en la tradicional bendición Urbi et Orbi.
Antes de su ingreso al hospital en febrero, el Papa había tenido síntomas de bronquitis durante varios días y había delegado a funcionarios para que leyeran discursos preparados en eventos. Cuando finalmente fue internado, el Vaticano insistió en que el Santo Padre permanecería en el hospital el tiempo necesario para su tratamiento.
Francisco, Sumo Pontífice desde 2013, tuvo gripe y otros problemas de salud varias veces en sus últimos dos años. De joven desarrolló un caso de pleuresía y le extirparon parte de uno de sus pulmones, y en los últimos tiempos fue propenso a las infecciones pulmonares. Anteriormente pasó tres noches en el mismo hospital en marzo de 2023 para recibir tratamiento por bronquitis. Y en diciembre de ese mismo año, se vio obligado a cancelar su viaje a los Emiratos Árabes Unidos para la cumbre climática COP28 debido a otro ataque de enfermedad.
La ruta de Francisco
El 20 de abril de 2005, tras el fin del cónclave que eligió a Joseph Ratzinger como el nuevo Papa de la Iglesia Católica, el cardenal belga Geoffrey Danneells deslizó un comentario que dejó intrigados a muchos vaticanistas en Roma: “Aún no ha llegado el momento para un Papa latinoamericano”. Algunos asociaron sus palabras a los comentarios que rondaban en Roma durante las llamadas congregaciones generales, previas al cónclave, sobre la eventualidad de que por primera vez un latinoamericano fuera elegido Papa, después de todo era la región con más católicos en el mundo. Incluso, el destacado vaticanista estadounidense John Allen había instalado por esos días el nombre del cardenal chileno Francisco Javier Errázuriz en una lista informal de papables. Pero la verdadera historia detrás de la frase de Danneells sólo se conocería tiempo después, a medida que se iban desvelando los secretos del cónclave que eligió a Benedicto XVI.
“La verdadera sorpresa del primer escrutinio es el cardenal Bergoglio”, escribiría cuatro años después la revista italiana Limes citando el supuesto diario de un cardenal que participó en el cónclave. Según el autor del texto, detrás del entonces arzobispo de Buenos Aires se alinearon aquellos que no querían que Joseph Ratzinger se convirtiera en el nuevo Papa. “Un grupo cuyo núcleo pensante era Karl Lehmann, presidente de la Conferencia Episcopal alemana y Godfried Danneels, arzobispo de Bruselas”, señalan las notas a las que accedió Limes. Es decir, un latinoamericano sí había estado disputando la elección. Bergoglio llegó a sumar 40 votos en el segundo día de votación, pero no fue suficiente. La tarde del segundo día de cónclave los cardenales terminaron decantándose a favor de Ratzinger y la posibilidad de un Papa latinoamericano, a la que aludía Danneells, quedó frustrada… al menos por el momento.
Ocho años después, tras la renuncia de Benedicto XVI al papado y cuando el nombre de Bergoglio ya no aparecía entre los papables, fue precisamente el cardenal argentino el que emergió del balcón de San Pedro la noche del 13 de marzo de 2013, sorprendiendo a quienes aseguraban que tras la experiencia de Karol Wojtyla y Joseph Ratzinger, el papado volvería “definitivamente” a manos italianas. Lo que el cardenal argentino no logró coronar en 2005 -según algunas versiones porque él mismo optó por desincentivar a quienes lo votaban- lo cerró en 2013, cuando su elección resultó inevitable. Según el vaticanista Austen Ivereigh fue su presentación en las congregaciones generales previas al cónclave las que catapultaron su elección, sumado al apoyo decisivo de los cardenales de Estados Unidos y Latinoamérica que apostaban por alguien que reformara a la Curia.
Sus primeras palabras y gestos esa noche de marzo ante una multitud que observaba sorprendida la primera elección de un Papa que se realizaba con otro Papa vivo en más de 700 años entregaron las primeras señales del rumbo que tomaría su Pontificado. “Ustedes saben que el deber del cónclave es darle un obispo a Roma, siento que mis hermanos cardenales fueron a buscarlo al fin del mundo”, dijo, marcando uno de los sellos de su gestión, su tendencia a definirse más como el obispo de Roma que como Papa. Además, apareció sin la tradicional cruz dorada que usan los pontífices sino con el mismo crucifijo que usaba como cardenal y eligió un nombre nuevo para un Papa: Francisco. “Fue una jugada maestra, un no-italiano, no-europeo, un hombre que no pertenece al gobierno romano. Al tomar el nombre Francisco, significa un comienzo completamente nuevo”, aseguró en esa ocasión el vaticanista italiano Marco Politi.
Y las señales se fueron repitiendo. Viajó de regreso a la residencia de Santa Marta en el mismo bus donde viajaban todos los cardenales, al día siguiente fue al hotel donde se hospedaba en Roma a pagar la cuenta y luego anunció que no se trasladaría a vivir al Palacio Apostólico, donde residen los papas. Su elección como el primer Papa jesuita de la historia de la Iglesia fue un hito. Sin embargo, los cambios que comenzó a impulsar después definieron aún más el ambiente de transformación que se aprestaba a vivir la Iglesia Católica y que no dejó a todos contentos. Marcó diferencias de estilo con sus antecesores, al seguir usando sus viejas botas negras y rompiendo el protocolo. Llamaba personalmente por teléfono cuando quería, pidió más simpleza en las misas vaticanas y se convirtió en el primer Papa en dar abiertamente entrevistas, algunas de las cuales generaron más de una polémica, como la que ofreció al fundador del diario italiano La Repubblica, y reconocido ateo, Eugenio Scalfari.
Los cardenales que eligieron a Bergoglio como Papa apostaron a llevar adelante una profunda reforma a la Curia Romana, una deuda pendiente de su antecesor Benedicto XVI. Sin embargo, la primera evaluación que hizo el cardenal estadounidense Timothy Dolan, uno de los impulsores de Francisco pocos meses después de la elección fue que el nuevo Papa “en cierto sentido, es exactamente lo que esperábamos, un hombre en terreno (…) Pero también queríamos un gran administrador, un hombre con habilidades de liderazgo, pero eso aún no ha sido muy obvio”. Sin embargo, Francisco muy luego comenzó a impulsar cambios en dos niveles. En el plano del discurso, las transformaciones fueron evidentes de inmediato, con una fuerte crítica al estilo burocrático de la Curia y duros cuestionamientos al modelo económico que algunos vieron como críticas directas al liberalismo. Sin embargo, a nivel de cambios estructurales el proceso fue más lento y el Consejo de nueve cardenales nombrados para ese fin -y que incluyó al carenal Errázuriz-demoró en llevar adelante sus propuestas.
Para su biógrafo Austen Ivereigh la gran reforma de Francisco no estaba en las transformaciones estructurales. “La gran reforma es el cambio cultural dentro de la Iglesia. Que la Iglesia pase de ser una institución que confía en documentos y en la proclamación de su propia verdad y que salga en busca de la gente. Hay otras reformas que son útiles para ese fin, son necesarias, son importantes, pero no es lo que más le anima”, señaló tras la publicación de su libro El Gran Reformador. Según él, ese proceso de cambios que planteó una Iglesia Católica menos apegada a las tradicionales protocolares y más presente en la calle generó cierto desconcierto en la Curia Romana. En los primeros años tras su elección el sentimiento era de cierta tensión. “Hay muchos que están diciendo bueno, vino este Papa de Buenos Aires, pero eventualmente morirá y las cosas volverán a ser como antes”, recordó en una ocasión Ivereigh. Incluso sus cambios fueron resistidos por algunos cardenales, que incluso cuestionaron su segunda exhortación apostólica.
Entre sus críticos, sin embargo, como el vaticanista Sandro Magister, las definiciones del Papa abrieron espacio a más confusión y su estilo coloquial y cargado a las improvisaciones contrastaba con el perfil reflexivo y académico de su antecesor Benedicto XVI. Además, pese a impulsar en el discurso una mayor colegialidad, era él el que finalmente tomaba las principales decisiones con escasa o nula consulta a otros cardenales. Sin embargo, el tema que generó más tensión fue su apertura a la comunión a los divorciados vueltos a casar que motivó una carta de cuatro cardenales que lo acusaron de generar “confusión” y le pidieron aclarar sus palabras. Sin embargo, el propio Pontífice se refirió al tema indirectamente al decir que “hay gente que no entiende, que cree que todo es blanco o negro” y el prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe descartó cualquier aclaración de parte del Papa.
Su estilo, sin embargo, revitalizó la figura papal. La popularidad de Francisco superó en los primeros años de su pontificado en Estados Unidos y América Latina el 70%. Sus viajes recuperaron la masividad que en parte se había perdido durante el pontificado de Benedicto XVI y su discurso de mayor apertura hacia los homosexuales, las madres solteras o los divorciados vueltos a casar si bien desconcertó a algunos círculos católicos conservadores generó simpatías entre quienes no profesaban la fe católica. Paralelamente el Papa asumió un rol más protagónico en la política internacional, recordando el papel jugado por Juan Pablo II. Intentó, sin éxito, un acercamiento entre palestinos e israelíes, fue clave en el descongelamiento de las relaciones diplomáticas entre Cuba y Estados Unidos en el periodo de Barack Obama, intentó mediar en la crisis de Venezuela y también impulsó gestiones en el conflicto de Ucrania, pero sin éxito. El tema de los abusos sexuales fue su talón de Aquiles y enfrentó duras críticas de sectores progresistas tras el viaje a Chile, lo que lo llevó luego a impulsar una fuerte política de tolerancia cero.
Dejó, sin embargo, una deuda pendiente con su país, Argentina, donde nunca regresó. Al dejar Buenos Aires en febrero de 2013 le había comentado a sus colaboradores que esperaba estar de regreso pronto y que no se preocuparan porque era muy viejo para ser elegido Papa, tenía 76 años. Llevaba entonces 15 años como Arzobispo de Buenos Aires y había sido varios años antes provincial de la Compañía de Jesús. En la capital argentina llevaba una vida sencilla como jefe de la arquidiócesis y tenía un estilo parco y muy poco espontáneo. Sin embargo, tras asumir cambio radicalmente y mostró, según su biógrafo, una alegría y personalidad que no había expresado antes. “Durante sus años de jesuita le decían La Gioconda”, recuerda Ivereigh.
Lo último
Lo más leído
3.
¿Vas a seguir leyendo a medias?
Todo el contenido, sin restriccionesNUEVO PLAN DIGITAL $1.990/mes SUSCRÍBETE