Fue por pura inercia que apenas vi una librería en Caracas entré a ella. Y fue pura casualidad que mis ojos se posaran de inmediato sobre la que resultó ser la primera edición venezolana de Persona Non Grata, de Jorge Edwards.
En estos días he recorrido las múltiples capas de la crisis venezolana: los cuartelazos fracasados, la violencia en las calles, la hiperinflación, la falta de medicamentos. Y en estas noches, me he refugiado en la "novela política sin ficción", como la llamó Edwards; un recuento de su fugaz paso como representante diplomático de Salvador Allende por la Cuba revolucionaria. El tránsito del sueño del hombre nuevo a la pesadilla del espionaje, las intrigas y el velo autoritario que comenzaba a caer sobre los cubanos.
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Caracas es la metrópolis de los cascarones vacíos. Recorrerla de noche es una experiencia fantasmagórica, con largas avenidas sin alumbrado público, flanqueadas por edificios igualmente oscuros.
La Torre de David, el rascacielos de 190 metros que prometía ser el centro de un Manhattan sudamericano y hoy es un esqueleto inerte, es el más grandioso.
Otros sobreviven aún, a duras penas. Me alojo en un hotel de 1953, con imponente presencia en el acomodado barrio de Las Mercedes, y aún digno en su fachada de nueve pisos y cinco estrellas.
Por dentro es un hotel fantasma. Solo uno de los ascensores funciona, a veces. Tres o cuatro de los cientos de habitaciones aparecen iluminadas en la noche. En el bar, ocho empleados se acercan solícitos a atender al público: dos periodistas extranjeros, trabajando en sus computadores, consumen las últimas cervezas aún disponibles.
Aquí circulan algunos dólares en forma de propinas, por lo que el trabajo aún vale la pena. Pero en el resto de la ciudad…
Oficialmente, el boleto en el Metro de Caracas cuesta un bolívar. Son 0,11 pesos chilenos. Nadie se da la molestia de pagar ni de cobrar tal cifra. Tampoco hay cómo hacerlo. Los empleados no se presentan a trabajar, y los trenes corren tarde, mal y nunca. De hecho, mi chofer durante mi estadía en Caracas trabaja formalmente en el metro.
En Venezuela se aplica al pie de la letra ese viejo chiste soviético: "El partido hace como que nos paga y nosotros hacemos como que trabajamos".
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Maduro posa con soldados hoy, durante la llamada "marcha de la lealtad militar".
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En Persona Non Grata, Edwards relata el encuentro entre un arrogante economista de la UP y Pablo Neruda, cuando el monstruo de la inflación comenzaba a salirse de control en Chile. "Pablo, la inflación va a destruir el poder de la burguesía", le dice el economista. "La inflación nos va a destruir a nosotros", contesta el poeta.
De marcalibros uso la boleta de la librería: 100.688 bolívares. Para mí, 11 mil pesos chilenos. Para un venezolano promedio, mucho más que su sueldo mensual. La hiperinflación los está destruyendo a todos y, como dicen con resignación aquí, mientras los sueldos suben por la escalera, los precios lo hacen por el ascensor. El régimen de Maduro celebró el Día del Trabajador con el enésimo aumento del salario mínimo: ahora llega a 40 mil bolívares que, sumando asignaciones, se estiran a 65 mil. En total, unos siete mil pesos chilenos.
En un supermercado estatizado, un paquete de 70 pañales cuesta 69.359 bolívares. Doce rollos de papel higiénico se venden por 82.041. Pese a todo, circulan algunos compradores. Cuando pregunto a un reponedor quién puede pagar tales precios, él se lleva los dedos índice y medio al hombro. Es una zona militar, cercana a la base aérea La Carlota, y las familias de los uniformados son los principales clientes.
¿De dónde sale el dinero? No de los sueldos militares, que son tan miserables como los de cualquiera. En la Venezuela de hoy, como en cualquier régimen castrense, el uniforme trae ciertos beneficios para quienes quieran aprovecharlos. Desde tráfico de drogas y lavado de dinero en el generalato, hasta el más cotidiano desvío de provisiones al mercado negro y, en suma, muchas formas de buscarle la vuelta a una economía imposible.
En Caracas ya no se ven, como hasta hace unos meses, largas filas frente a los almacenes. Ahora, los productos básicos sí están disponibles, en distintos barrios, en locales formales y en puestos callejeros. El sueldo mínimo alcanza para tres kilos de carne, o para dos cartones de huevos. Queso, jamón, pollo: todo está al alcance de quien pueda pagarlo.
Algunos lo logran gracias a las remesas en dólares que envían los más de tres millones de expatriados a sus familias. Los billetes y monedas de bolívares valen tan poco que casi no se ven; son apenas una presencia fantasmal cargada en tarjetas de débito. Los "bolívares soberanos" han perdido ocho ceros y aun así no valen nada. La progresión es de vértigo. Un dólar equivale a unos 6.000 bolívares soberanos (el precio cambia bruscamente cada día) o a 600.000.000.000 de viejos bolívares. La inflación anual llegó en febrero al 2.290.000%
¿Cómo se sobrevive en esta locura? Primero, agachando la cabeza. La mayoría de los venezolanos depende hoy de los CLAP, los Comités Locales de Abastecimiento y Producción, células chavistas que funcionan en cada barrio y que manejan las cajas de mercadería que quincenalmente se reparten a los vecinos inscritos.
Harina, arroz, fideos, leche en polvo, azúcar, frijoles y aceite. Ese es el contenido de las cajas de cartón que se repartían este jueves frente a un edificio de departamentos céntrico. "Este alimento lo entrega el gobierno revolucionario del Presidente Nicolás Maduro", gritaba la encargada del CLAP, mientras una docena de personas hacía la fila para firmar la planilla de racionamiento y recibir su caja.
La miseria es una forma de control político.
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¿Y ahora, qué?
Edwards deja de darme claves aquí: su libro termina con su salida de Cuba, tras ser declarado persona non grata.
La dictadura cubana comenzaba apenas su larguísima vida. Con su estela de represión y deterioro económico, terminó por convertirse en la única forma de vida conocida para una generación completa.
Además de exitosa exportadora de know how represivo. Si el chavismo sustentó con su petróleo al castrismo, este le retribuyó con sistemas de control y vigilancia. La sospecha y el espionaje como mecanismos de conservación de poder, se sienten en el libro de Edwards y se adivinan en la conspiranoia de estos días en Caracas.
Algunos caraqueños están convencidos de que la creciente miseria y las manifestaciones populares hacen que el régimen de Maduro sea inviable. Pero si algo nos demuestra la historia, es que ninguno de esos factores por sí solo hace caer a un dictador.
Ni la miseria, ni siquiera la inanición. Stalin, Mao y Kim Jong-il vieron morir a millones de sus compatriotas de hambre, sin que sus puños de hierro perdieran ni por un momento el control. Tampoco Fidel fue derrocado en el "período especial" que siguió al derrumbe de la URSS, cuando la dieta de cada cubano cayó hasta las 1.800 calorías diarias.
La miseria, me repito, es una forma de control político.
De la agitación callejera, qué decir. Hungría, la RDA, Checoslovaquia, Polonia, México, China y tantos otros regímenes ahogaron en sangre la protesta popular. Tampoco Pinochet cayó con el "y va a caer". La pobreza, el desempleo y la espantosa represión de 1983 y 1984 no lo tumbaron.
Todos ellos se sostuvieron en la crisis. Cayeron, en cambio, en movimientos mucho más sutiles, con economías más vigorosas y ciudadanos menos movilizados.
Y entonces, ¿cómo mueren las dictaduras? La respuesta es un misterio. Moisés Naím cita, entre otras causas, al contagio internacional, el cambio social acelerado, la esclerosis de los líderes y el quiebre de la élite que los sostiene. En la dramática noche del 5 de octubre, fue la deserción de los otros comandantes en jefe la que obligó a Pinochet a capitular. Entre una nueva aventura golpista o un repliegue ordenado, para 1988 era mucho más razonable lo segundo, tanto para los empresarios como para los militares, los dos grandes electores de esa élite.
Cosa parecida ocurrió con la abdicación de la jerarquía comunista que derribó al bloque soviético, cuando parte de esa nomenklatura entendió que un aterrizaje hacia el capitalismo era la salida más realista para su propio interés.
¿Ha llegado ya ese momento? El martes, Guaidó y López creyeron que sí, y se equivocaron. Como me dijo un venezolano: "Es que los mangos están guindando". Una expresión que se refiere a un fruto que se balancea en la rama, a punto de caer de maduro.
Maduro se guinda. Se guinda de maduro, pero no cae aún, en esta revolución que ya hace rato se ha podrido en su rama.
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Una mujer protesta frente a un cuartel militar hoy, en Caracas.
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